Hay momentos en que uno necesita parar y dejar de ser. En que debe omitir su presencia, guardar sus palabras en el rincón del silencio y pensar: ya está todo escrito. Aquella peregrinación casual a la casa del poeta no fue de menor valor que las que los observantes de las religiones realizan conforme sus preceptos imponen. La diferencia es que esta búsqueda de una huella física no le otorga más fe a uno (también lo sentí así en mi homenaje al tuberculoso de Praga) En todo caso, más severidad: qué poco sabes de mi poesía, escuché decir a una voz secreta en aquel zaguán sevillano. Tiempo el presente que vivimos con poetas emergentes y jóvenes (sus leves cantos de sirenas incipientes) Tiempo el nuestro en que el poema no se divide entre lírico y épico (acaso nunca la división fue tajante) Sino que el poema expresa, como el ejercicio matinal o el desenlace de placer nocturno y solitario, la sangre de cada individuo. Aunque solo le sirva a él mismo. Pero hay un puñado de poetas imprescindibles. Unos cuantos que, aunque no escribiéramos nosotros para practicar el experimento que nos pide el ritmo de las palabras bullentes, hablarían con nuestra voz. Porque en su momento la voz de esos poetas fue total. O llegó a la necesidad de las gentes como un rayo. Hay momentos en que hay que leer ¿solo? a esos poetas y concluir: lo acabo de escribir (aunque me engañe)