"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 27 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. El profeta y la Muerte





















Un día que se hallaba desocupada la Muerte se encontró con el profeta. Lo encontró desaliñado y con un caminar torpe. Fue él quien habló primero. He perdido todas las batallas, dijo con falta de energía. ¿Cómo?, le replicó la Muerte.  Tú que has recorrido ágoras y arrabales, que has denunciado a poderosos y has consolado a rameras, ¿te vienes abajo a estas alturas? No ha servido para nada, replicó el hombre. O eres como cualquiera de ellos o te marginan. Pero eso deberías haberlo supuesto, opinó la Muerte. Tendrías que haber elegido un oficio más rentable. De siempre se ha sabido que los profetas claman en el desierto social y que, además, corren riesgos. ¿O pensaste que te iban a seguir otros? El profeta reveló su ingenuidad. Al principio esa era la impresión. La gente afirmaba cuanto yo decía y me aclamaban. Todos salían contentos cuando les convocaba. Coincidíamos, o eso parecía, en buscar otro estado de cosas más gratificante. Poco a poco me he ido quedando solo. Y no sé por qué. Tal vez no has sido suficientemente didáctico, le sugirió la Muerte. O no has sabido adecuar el mensaje a las circunstancias. ¿No se te ha ocurrido pensar que acaso eras demasiado idealista y, en cambio, esas masas que se enajenaban contigo querían algo más concreto? Es que yo nunca he pensado en concreto, de lo contrario no me hubiera convertido en profeta, se sinceró él. Tengo que decir algo a tu favor, y la Muerte le miró con conmiseración. Por lo que he visto nunca te ha importado mucho padecer. Cuando has sido encarcelado y no digo ya cuando estuviste varias veces a punto de perder la vida, no le diste mayor importancia. ¿Acaso tienes asumido tu propio fin, algo que no parece común entre los demás humanos? El profeta sonrió, ya era hora de que alguien le comprendiera. Muchos me han malinterpretado. Nunca he querido posicionarme a favor de la muerte de los demás. Morir será natural pero también es una trastada, visto lo inoportuna que se muestra con tanta gente inocente. Fui tan incauto que ofrecía la mía si eso compensaba la constante infelicidad humana. He prometido lo imposible, de acuerdo, pero siempre hablaba de la muerte simbólicamente, como he predicado con metáforas sobre una vida más allá de esta. No sé si cuando llegue el momento lo veré de la misma manera. Entonces, le cortó la Muerte, tal vez tus mensajes han sido contradictorios. A los hombres les gusta escuchar aquello de al pan, pan. Y sobre todo recibir algo muy material y ventajoso en sus manos, lo cual, por lo que parece, no podían esperar de ti. Y si tus discursos han enredado a tanto corazón solitario, ¿no será que no les has ofrecido realmente una solución o, como tú decías, una salvación?

Entonces el profeta se quedó en silencio, entristecido, grave. Sí, debería haber dejado que cada cual se las compusiera. Que aprendieran a vivir y a morir por sí mismos. He llegado a un punto en que solo me queda una larga travesía del desierto, sin posibilidad alguna de retroceso. No debí cometer la equivocación de invocar una vida sin fin. ¿Cómo? ¿Que osaste ofrecerles tal ensueño? No me extraña que te hayan abandonado. ¿No sabes que los humanos solo son fieles cuando ven procurado un beneficio que se pueda contabilizar y no un espejismo? Casi estuvo a punto la Muerte de hacerle una amonestación más contundente, algo así como ¿es que no sabes que solo soy yo quien decide los límites de la vida y disuade de otras fantasías? Pero le dio lástima.

El hombre partió, pisando una vez más terrenos yermos. La Muerte se le quedó mirando. Voy a dejarle que purgue sus errores unos años más, decidió. El desierto de los hombres no sabe de tiempo ni de dimensiones. Puede que se encuentre a su vez con otro profeta menos poético y decidan seguirse mutuamente. Para consolarse de sus fracasos. 




(Escultura de Pablo Gargallo)


lunes, 24 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. Adivina adivinanza: la Muerte y el Tarot






















No tengo rostro. O tengo todos los rostros que me quieran poner. Pero ¿es que acaso mi imagen no es lo que hoy llaman personalizada? Mi rostro es cada uno de vuestros rostros, humanos míos. Artistas, religiosos y esotéricos múltiples me han pintado casi siempre tan afeada...Qué empeño en inventarse una imagen ajena cuando cada individuo debería mirarse en sí mismo para saber quién soy. La Muerte hace estas consideraciones, enojada ante el mazo de cartas del Tarot. Y es que si hay una situación en que la Muerte se siente herida profundamente en su amor propio es aquella en que aparece incluida en ese juego de adivinanzas secular.

Con gesto entre molesto y compungido ha tomado la baraja. Luego se rasca la barbilla y a medida que baraja los naipes se la ve divertida. Vaya clase de personajes con los que tengo que lidiar en este juego. ¿Quién lo habrá inventado? ¿Quién habrá tenido la temeraria idea de colocarme en un plano análogo a personajes humanos, algunos tan sórdidos y patéticos? ¿Por qué ese empeño en hacerme parte de ellos, si solo soy una dama flotante?

La Muerte aparta la suya, donde aparece con su guadaña y su infame presencia cadavérica. Luego despliega las cartas desordenadamente. Tira una al albur. El Mundo, pone aquí abajo. Es decir, el Todo, o todo lo conocido al menos. Oh, carta engañosa. Mundo es una palabra que sirve para denominar el todo y a la vez la parte. Los hombres hablan tan pronto del mundo en general, inabarcable, como del propio. Mi mundo interior, suelen decir. Y lo curioso es que no saben interpretar el grande sin vincularlo al pequeño, al suyo. Cuando alguien parece que puede con todo dicen de él que se come el mundo. En cambio del que fracasa en algún proyecto o relación se opina que se le vino el mundo abajo. Al que no sabe o puede sacar adelante una tarea, cuando apenas lo intenta, le dicen que se le viene el mundo encima. Qué aleatorio y engañoso el Mundo, nombrado en singular cuando se muestra tan plural...como ingobernable.

Sigue echando cartas. A ver esta otra. He aquí un personaje llamado el Mago. Parece buscar pócimas que alivien las preocupaciones y males de los hombres, pero estos ¿han dado acaso con alguna definitiva que les salve? A quien le va mal en los negocios ¿le procura el Mago una solución? Quien no acierta en sus amores, ¿va el Mago y le proporciona alternativa? Mucha gente no está contenta con su suerte. ¿Acaso el Mago se la cambiará? Confusos y torpes aquellos humanos que no son capaces de desarrollar sus habilidades y de ponerse de acuerdo para ejecutar sus obras y sin embargo echan mano del Mago para que les saquen las castañas del fuego. ¿Con qué garantías?

Aquí me cae una que dice la Rueda de la fortuna. ¿Significa la ansiada aspiración de cada hombre? En ese caso fortuna lleva adjunta otra posibilidad: el infortunio. Sin embargo los hombre gustan de invocar constantemente su propio acontecer por la deriva positiva y ay qué mal lo pasan cuando esta quiebra. Quien espere a que la rueda gire por sí misma para proporcionarle bienes más vale que intente dirigirla en correcta dirección y sujetándola para que no pierda el control. Una rueda desbocada precipita al pasajero al abismo.

Esta nueva carta indica la Fuerza. Casualidad de que haya salido tras la Rueda. Una buena sugerencia. Solo la entenderá quien perciba la fuerza no solo como algo muscular sino como utilización de sus conocimientos íntimos, del cual el más elevado es el que permite conocer algo de sus propios recursos y capacidades. Fuerza es habilidad, pero también oportunidad. No es poco sabio el hombre que junte ambas propiedades y con ellos emprenda una acción. Pero fuerza adquiere su valor mayor si se revela como lo más esencial: la fortaleza, esa capacidad de resistencia y enderezamiento ante lo oneroso. Vaya, estas cartas tienen su punto curioso, y creo que me quedo corta viendo las infinitas posibilidades de su trasfondo.

Sigue cogiendo cartas al azar. La Muerte se divierte. ¿De dónde viene y a dónde se dirige este que se llama el Ermitaño? ¿A ninguna parte? Probablemente ni lo sabe, aunque piensa que lo sabe todo. Huye y busca refugio. ¿Para vivir toda su vida en una escapada sin fin, que de algún modo ya lo hace todo el mundo sin moverse de su suelo? Probablemente el tipo de vida que conoció le hastió o bien le dio pánico. Ya no sabe estar en lo que los hombres llaman sociedad. Y lo entiendo, pero sumergirse en una covacha o apartarse de por vida a un lugar apartado, ¿no implica renuncia de sí mismo? Seguramente él dirá que precisamente busca conocerse, vivir en paz interior. Tiene su terminología para justificarse. ¿Cuánto de frustración de su pasado no lleva en esa actitud de escapada? Por mí que haga lo que quiera, pero si busca ponerse a prueba apartándose de todo, ¿no sería una mayor prueba de fortaleza estar en el mundo común de los hombres y cooperar?

Vaya, aquí sale una carta muy nombrada. Tanto como yo misma, y si hay algo que me desagrade es que a veces se vincule a este personaje conmigo. El Diablo. Obstinado personaje, no tan definitivo como yo pero bastante ajetreado en la invención que han hecho de él las culturas humanas. Dicen que anida en el alma de los hombres pero que además busca lo más íntimo de estos. ¿Para qué? Algunos dicen: para que el hombre obre mal. Otros: como castigo del hombre que le acabará llevando a un mundo de perdición y sufrimientos del que no se sale. Creo que si el Diablo tuviera personalidad no se dejaría manipular por ciertas castas que viven de mantener miedos y prohibiciones en el hombre. Mi satisfacción personal es que mientras yo sigo en vigor el Diablo  se ha ido a eso, al diablo,  con la última respiración de cada individuo.

Templanza dice en esa carta. Esta me gusta. Es como un alimento que ayuda al bien vivir. A entenderse unos hombres con otros, a digerir cada cual sus problemas, a actuar con prudencia y calma. No sé si cunde demasiado, pero evita la ira y frena los enfrentamientos. Y, sobre todo, nutre los pensamientos y ayuda a las decisiones. Si yo tuviera que dejar de existir, piensa la Muerte, me gustaría que fuera la Templanza la que me venciera.

Ah, ¿y esta carta tan graciosa? Dice Los Enamorados, y ¿qué se puede concluir de ella? He visto tantos amantes que al final he pensado: ¿dos se quieren o es uno el que se ama a sí mismo hasta que el hastío propio le agota? Una carta de los que creen saber lo que anhelan y que, por lo tanto, subliman y desfiguran cuanto les rodea. Quien más o quien menos la echa alguna vez, incluso hay bastantes que repiten sin cesar, porque piensan que les pone a salvo de otras carencias. ¿Será el amor la manifestación de una deficiencia o acaso de una insuficiencia, como tantas otras en los ámbitos de la existencia de los hombres?

Pero, ¿qué tenemos aquí? Ah, no voy a picar dudando sobre este al que llaman El Colgado. Lo mires por donde lo mires tiene sentido propio, no está mal. ¿Un personaje dual? Si lo observas bocabajo se diría que es víctima de un castigo, pero si das la vuelta al naipe ¿acaso no está bailando un baile antiguo? ¿Alegría de una salvación temporal frente a una condena irremediable? Los que hayan inventado esta baraja sabrán, y el que eche las cartas podrá elegir la explicación que quiera. Porque ¿no es una elección acaso una interpretación? Y al revés, sin duda.

La Muerte tira el resto de cartas a un lado. Es agotador y ameno este juego de adivinanzas, suspira. Pero no puedo entretenerme en seguir echando. Tengo una partida más certera, sin principio ni fin, y me reclama por doquier. Pero no ignoro que los hombres son ingeniosos respecto a sus límites, sus destinos y sus resistencias. Eso les hace dignos también. Aunque busquen en los juegos de acertijos  y posibilidades una eternidad imposible.





* Nota aparte. Una vez me regalaron con todo el cariño el libro Jung y el Tarot, un viaje arquetípico, de S.Nichols. Por supuesto, ya sé que las interpretaciones caprichosas que hace la Muerte en esta redacción no se ajustan al imaginario de Jung o al de los echadores del Tarot habituales. Que no se sienta nadie ofendido por ello, pues creo que tampoco la Muerte va descaminada en sus observaciones.


domingo, 23 de febrero de 2020

El mundo flotante de Hokusai y de Chitón




Katsushika Hokusai es uno de los grandes creadores de ukiyo-e. Sus grabados del mundo flotante hablan de los trabajos y los días de las gentes de Japón en los siglos XVIII y XIX. Tomar como referencia algunas de sus obras y ponerlas a hablar de otra manera es un capricho que Chitón se da con todo descaro. Os invito a pasar por:

https://ehchiton.blogspot.com/



sábado, 22 de febrero de 2020

Antonio Machado, 22 de Febrero








Antonio Machado Ruiz falleció en este hotel de Collioure, Francia, el 22 de febrero de 1939. Exiliado, pobre, enfermo y sin esperanzas del país y del futuro, es decir, de la vida. De ello hace, pues, ochenta y un años. En Collioure varios entes conmemoran la fecha y reivindican al poeta. Para mí la lectura recurrente de su obra es la mejor reivindicación placentera. O el mejor aprendizaje, maestro Mairena.

Este es uno de los poemas de Antonio Machado que más me tocan, se titula


                    Consejos

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
 -así en la costa un barco- sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.




miércoles, 19 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. El amor en los tiempos del virus















El amor se extendió como una plaga entre los virus. Si en otras ocasiones era el virus el que ocupaba  el territorio del amor, o al menos lo intentaba poseer, esta vez fue el tiempo de  la revancha. Algo tendrá el amor, se dijo aquel virus, para que los hombres y las mujeres no cesen de manifestar sus instintos sin miedo. Y se dejó invadir por el amor. 

Al principio el virus no entendió las distancias claramente. Los exclusivos tanteos manuales entre la ropa, la permanencia rigurosa de esta sobre los cuerpos, las mascarillas que inhibían las bocas, el fuerte olor a jabón o desinfectante en lugar del aroma natural de la propia piel, todos esos límites le confundieron. No es igual a cuando somos nosotros los que intervenimos sobre los amorosos, pero tal vez todos descubramos unas nuevas maneras de estimularnos, se dijo a sí mismo. Entonces el virus estuvo sumamente atento al poder de  las palabras que se dirigían entre sí los que se procuraban el placer. 

¿Era lo que se decían las parejas una forma tan eficiente y cálida como el contacto abierto de los cuerpos? El virus observó que el fuego de los amorosos no cedía aunque las carnes se hallaran en apariencia distantes. ¿Será también palabra el cuerpo? ¿Se sentirá a través de ella el calor de la carne, la inteligencia del roce, la excitante interrogación de la caricia? En el estrechamiento verbal de los que se aman, ¿degustarán del mismo modo las salivas, lamerán sus sudores con idéntica fruición, olerán sus subrepticios aromas que tanto les eleva? ¿Sentirán correr por las gargantas la salinidad de sus líquidos? Y, en fin, ¿descenderán a una análoga inmersión cayendo en el extravío con la sola pero enérgica ductilidad de la palabra?

Poniendo el virus en acción todos sus sentidos, que en este caso no son cinco sino que no tienen límite, su territorio se abrió a una comprensión que le desconcertaba. Comprobaba en las cimas y en las profundidades del encuentro de los amorosos de qué manera se mostraba ágil y fecunda la palabra. Los amantes se nombraban el uno al otro con términos exultantes, sublimes unos, obscenos otros, frágiles en ocasiones, estruendosos de forma inesperada. Y siempre exhibiendo un carácter de propiedad mutuo. Aquella expresión de soy tuyo o la otra de tú eres mío, que escuchaba con tono tenue y mimoso, pero seguro, le impactaban sobre manera al virus. ¿Por qué querrán dejar de ser ellos para ser el otro? ¿Cómo será posible? Los verbos podían conjugarse con tal repertorio caprichoso que al virus le aturdían. Aquella potencialidad de la palabra superaba al acto físico en sí. Y las preguntas le arrebataban. ¿Sentirán de verdad como antes de la plaga? ¿Potenciarán su deseo o solo lo magnificarán? ¿O se habrán convertido en actores de una representación, no menos sincera por moverse en las arenas movedizas de lo aparente?

El virus no salía de su asombro y estaba a punto de arrepentirse de haberles permitido a los amorosos ocupar su espacio. Ellos se mantienen e incluso se crecen en su entrega y en cambio yo no saco beneficio alguno, pensó. ¿Qué debo hacer? Entonces decidió permanecer callado, pasivo pero latente, a la espera de un cambio de circunstancias. Solo se repetía: si las mujeres y los hombres se exploran con la palabra y llegan tan lejos, yo también quiero aprender de ellos el ejercicio de sus voces silábicas y alocadas. Acaso acabe siendo la palabra misma y abandone la monótona e ingrata existencia de los virus.





(A propósito de la fotografía de Aly Song, de Reuters, tomada de The Atlantic )

lunes, 17 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. Una historia antigua

















Los ciudadanos que encontraron la demediada cabeza de mármol disputaban entre sí. ¿Divinidad o héroe? ¿Diosa o vestal? ¿Protectora del hogar o vigilante de los caminos? Nadie acertaba a qué representación correspondía el apacible gesto de aquel rostro.

Pongamos la escultura a prueba, dijeron. Y subieron a lo alto de un monte. A medida que ascendían el cielo se fue cubriendo. Nada más llegar a la cima se desencadenó una feroz tormenta que asustó a todos. Dios no debe ser, puesto que la tormenta es cosa del mayor de los dioses y siente celo de que hayamos subido la cabeza hasta aquí. Bajemos a la zona escarpada que hay antes del valle, allí donde nuestros guerreros hicieron frente a un poderoso enemigo.

Nada más descender el aparato eléctrico cesó. Los tortuosos suelos dieron ganas a algunos de elegir un camino menos incómodo y rendirse al desconocimiento. Pero aguantaron. El lugar al que llegaron era una hondonada agreste, amenazada por una alturas desde las que de vez en cuando se producían desprendimientos de roca. Hubo quien lo recordó, pero fue contestado por los demás, que le tildaron de miedoso. Sacaron la escultura y al poco se produjo el desprendimiento de una masa enorme que aplastó a algunos y obligó a refugiarse a la mayoría. Esta cara tampoco puede ser de un héroe. Los héroes que dominan las alturas intermedias desde donde afrontan los dobles peligros, las encomiendas de los dioses y la competencia belicista de otros hombres, han hablado. No nos quieren aquí, no se reconocen en la cabeza misteriosa. Vayámonos.

Entonces se dirigieron al templo dedicado a la Diosa Madre. Acababan de pisar el estilóbato donde reposaban las estilizadas columnas cuando se toparon con las puertas del templo cerradas. Mala señal, dijeron. Si la Diosa no quiere que entremos es porque no siente que nuestra escultura sea de otra Diosa. O bien no desea ser disputada en su advocación o simplemente le parece el rostro de una mujer ordinaria. Y llamaron a gritos a las vestales. Estas no respondieron, no obstante el vocerío del grupo. Raro es que no estén, se dijeron, y muy improbable porque de por vida su lugar es este. No deben querer saber nada de lo que venimos a aclarar. Uno dijo: su dedicación es a una Diosa única, no desearán interferencias y menos complicaciones que pudieran arriesgar su papel. Debemos seguir buscando una explicación.

Descendieron desde aquel lugar sagrado a las calles de la ciudad. Probemos a ver si se trata de una divinidad protectora del hogar, propuso el líder. Pero nadie se ofreció a introducirla en su casa. Como se hiciera el silencio razonó el más cuerdo. Imaginemos que no lo es y que por el mero hecho de que entre en la casa de cualquiera de nosotros se produce una muerte o un incendio o un desahucio. Todos se miraron y asintieron. La misma duda era una explicación suficiente y, sobre todo, cargada de prudencia y de temor. Sí, confirmaron todos. Esta argumentación es un signo de que nuestra cabeza no tiene nada que ver con la salvaguarda de nuestros domicilios.

El cálculo de posibilidades se había reducido de tal modo que solo les quedaba comprobar si se trataría de una advocación de los caminos. Es decir, una divinidad menor en cuanto a poderes pero no menos importante respecto a un papel muy concreto, el del viajero. Avanzaron por la carretera mejor empedrada con suma comodidad. Se les iluminó el rostro. Eligieron un camino menos fácil pero igualmente firme. No sucedió nada extraño. La euforia les llevó a probar por último una senda bacheada donde los carros se bloqueaban con frecuencia y pocos la tomaban. La espesura cubría algunas zonas y la visibilidad era reducida. Alguien avisó. Nadie suele venir últimamente por aquí. Mayor razón para poner a prueba la acción benefactora de esta cabeza, respondió el líder mientras acariciaba con afecto la frente y los pómulos gélidos de aquel trozo de estatua. De pronto todos se detuvieron. El líder, que aferraba aquella cabeza, había desaparecido. Apartaron la floresta a machetazo limpio, tantearon los bordes y el piso irregular, hasta que advirtieron que a un lado se abría un abismo traidor.     

Todos se quedaron sin voz. La respuesta a la búsqueda parecía estar implícita entre ellos. El más inteligente, que tenía nociones elementales de física, pero sacaba conclusiones filosóficas y las expresaba incluso con poesía, algo muy relacionado entre los sabios y quienes se miraban en ellos, buscó una explicación. Se nos había olvidado una pregunta definitiva, compañeros. Esa hermosa cabeza que hemos perdido, ¿será masa o evanescencia? 

Nadie quiso recordar en ese instante al hombre que capitaneaba el grupo. Y en la memoria futura quedó como culpable de la desaparición de la escultura. Al fin y al cabo a los hombres vivos no les gusta quedar en evidencia y eligen culpar al otro, al que no puede ya defenderse.




sábado, 15 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. La peste

























Mi nombre es Leinad Eofed y antes de nada diré que estoy limpio. Vengo de tierras lejanas. Allí he presenciado el rostro maltratado de la vida. Si ya las gentes sencillas habían desarrollado tradicionalmente su existencia entre la precariedad y las dificultades, añadiendo malformación a los cuerpos y reduciendo la duración de sus edades, lo que aconteció de improviso fue lo más parecido al exterminio. Daba igual que fueran niños o ancianos, vigorosos o decrépitos, mejor o peor alimentados, el mal ignoto se cebó vertiginosamente en todos ellos. Nadie entendía nada. Las gentes tanto buscaban un culpable como dirigían plegarias no atendidas a los cielos. Pero estaban desprovistos de cuidados. Avanzaba aquella peste con tantos efectos en los cuerpos y tan aceleradamente que cundió el aturdimiento. Las autoridades, que al fin y al cabo eran unos vecinos más, se sentían igual de afectadas y no sabían afrontar las responsabilidades, en parte porque todo era novedoso y en parte porque no tenían recursos. Era como volver a tiempos pasados de desorganización y sálvese quien pueda.

El marasmo cundió. Todos los habitantes querían sobrevivir, pero se rechazaban entre sí, dificultando los cuidados ante el mal extremo que nadie sabía contener. Bastaba con que se diera un caso en una familia o en una manzana de casas para que el estigma cayera sobre los inocentes. Daba igual que el resto se encontrase sano. Todos los próximos a una víctima eran señalados por el dedo. ¿Dónde la humanidad de nuestros conciudadanos? ¿Para qué están nuestras autoridades?, escuché en múltiples ocasiones. Pero pocos daban un paso piadoso y, sobre todo, práctico. Aquellos que se quedaban entre  las paredes de sus casas o de sus corrales, si no perecían por el rápido avance de la enfermedad misteriosa, lo hacían por la debilidad de sus organismos. Carecían de agua potable, no estaban avituallados de alimentos, ni siquiera les estaba permitido ventilar sus espacios íntimos. Si el mal había sido originado en principio por alguna causa no conocida se fue reproduciendo a través de pautas nada higiénicas y por el desabastecimiento que  consumía a los vecinos.

Suele decirse, como si de un axioma se tratase, que el dinero lo vence todo. Pero en aquel estado de cosas ni siquiera el dinero resolvía los problemas. Ciertamente había individuos que, a riesgo de sus vidas, y a cambio de un precio abusivo, trataban de llevar alimentos a las casas aisladas, o tanteaban el estado de los enfermos, o bien se hacían cargo de los cadáveres para llevarlos extramuros y enterrarlos en cal viva. Es lo que tienen tanto las guerras como las epidemias, que siempre hay quien intenta sacar provecho de la desesperación y las miserias de los demás. 

Los que intentaban huir eran interceptados y obligados a retornar. Nadie quiere a un apestado, escuché por todas partes, en ciudades próximas, por los campos. Aquella actitud me rebelaba con amargura, pues otras urbes o villorrios podrían ser pasto del mal oscuro en cualquier momento. En fin, cronistas hay que, por visión directa de los hechos o por información obtenida de otros, han relatado con amplitud y detalle la infinidad de situaciones desesperadas que llevaron al acabamiento a familias enteras, que diezmaron poblaciones, que borraron del mapa siglos de asentamiento y de vida. 

Yo no era mejor que otros, ni sabía hacer el bien ni estaba libre del miedo. Podría haber sido víctima como tantos, mi condición de extranjero no me libraba, pero la suerte, que elige y condena como si de un demiurgo se tratara, estuvo en mi favor. Cierta mañana reparé en un personaje que, día tras día, acudía a domicilios o acompañaba los carros cargados de cadáveres. Alto, de escasa palabra, gesto adusto, comportamiento ágil. Se cubría con una amplia capa que tanto podía ser monacal como de alguien ilustre. Cubría su cabeza con una capucha profunda, probablemente para protegerse. Yo observaba que aparecía por todas partes. Entablé conversación con él, aunque en principio no era proclive a entretenerse. Tengo mucho que hacer, ¿sabe usted? Esta gente, buena o mala, que eso no me concierne a mí decidir, necesita que se le eche una mano. ¿No teme el contagio?, le dije manteniendo una prudente distancia física, pues su aspecto y sobre todo el trajín que se traía me obligaban a ser precavido. Él, sin dejar de operar en sus quehaceres, me respondió: soy muy viejo para temer nada. Las enfermedades, las heridas, las guerras, la hambruna, la desesperación y la muerte me han acompañado desde siempre. No siento ya ni espanto, ni pena, ni angustia. Lo que no tiene solución, porque antes las gentes no hayan sabido afrontar y defender los principios de una vida digna, no puede hacerme mella. Pero lo que ocurre ahora es algo inesperado, la gente no sabe cómo reaccionar y el miedo les frena, le argumenté. Ah, el miedo, el miedo, replicó aquel personaje. Cuantas veces hace más daño que cualquier origen de un mal. Puesto que este tiene que existir, si las gentes recurrieran a hacerle frente para salir lo mejor paradas posible, si combatieran sus temores y conjuraran sus fantasmas, si creyeran más en sus posibilidades y se librasen de supercherías sin fin, con qué rapidez no se recuperarían o evitarían males mayores. Pero el miedo les enferma más. Miedo a perder lo poco que tienen, miedo a otras plagas, que no son solo las enfermedades sino la codicia de los hombres.  

A aquel personaje, que permaneció en la ciudad sitiada cuando me marché clandestinamente, nunca le vi sanando a nadie, ni consolando, ni haciendo caridad con bienes de subsistencia que ayudasen a la maltrecha ciudadanía. Eso sí, se le daba muy bien, y sin temor, conducir a los agonizantes a su siguiente estadio. Arrastrar como una bestia los carros con los fallecidos y entregarlos a la tierra para su condenación última. 




(Portada de un libro sobre la peste, que hallé en Rangún)

miércoles, 12 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. Los adolescentes




Los dos adolescentes solían escapar a la orilla del arroyo. El rumor sosegado del viento, un aire inmaculado, aquella corriente cadenciosa y el cielo despejado eran los cuatro soportes que alzaban para ellos un edificio invisible. Sus paredes eran infranqueables y no había más techo que la luz diáfana. El suelo era la hondura que ellos quisieran habitar. Jugaban a arrojar guijarros al río, se salpicaban al atizar el flujo del agua, arrancaban espadañas de la orilla que se ofrecían mutuamente. Asómate a este remanso, decía ella. Entonces los adolescentes se ponían de rodillas al borde, exponiendo parte de su cuerpo al reflejo. Allí, sus rostros, movidos por el apacible curso, adquirían gestos grotescos, que ellos exageraban todavía más. Reían con una salud que en el futuro iban a añorar. 

Era tan revoltosa su actividad que llegaba un momento en que ambos se agotaban y necesitaban tenderse bocarriba, Suspiraban en silencio. De pronto, sin acordarlo, se giraban el uno hacia el otro, y permanecían contemplándose con una curiosidad divertida. Tú eres el río, decía él. No, eres tú, respondía la chica. Él se corregía. Bueno, somos los dos, pero entonces si los dos somos el agua ¿quiénes son los que se asoman a ella? Otros, replicó audaz la chica. Cuando estamos aquí juntos somos los otros. Tus ojos me lo dicen. También los tuyos me hablan a mí, añadía el chico. La adolescente insistía, azuzándolo con desparpajo. ¿Y qué te dicen? Él dudaba en avanzar peones. Lo mismo que te dicen los míos a ti. Ah, eso no vale, cortaba la mujer. El chico no quería quedar atrás, demorándose en encontrar otra metáfora de éxito. Me dicen que somos como dos orillas. ¿Dos orillas del mismo río? Me gusta la imagen, aprobaba ella. Y volvían a quedarse en silencio, ensimismados en la corriente cada vez más agitada de sus miradas.  

Fue ella la que primera se echó a reír, sin venir a cuento, sin que nadie hubiera abierto la boca, impelida por un atisbo pasional muy recóndito. Es agradable vernos en el fondo del río de nuestros ojos, ¿verdad? Yo veo peces, ¿tú que ves? Yo veo piedras de todos los tamaños y colores, replicó el chico siguiendo el juego. Ahora tú, te toca. Yo veo los pies de un hombre que pisa el lecho y luego flota, creo que son tus pies, dijo ella. Ah, se precipitó el joven, a mí me pasa otro tanto, veo unos pies de chica, y unas piernas y unos muslos...y de pronto veo que eres tú y que pierdes el resto de tu cuerpo. La adolescente rio sin freno. Así no, no puedes hacerme perder lo que queda de mi cuerpo, o te quedarás sin él, se atrevió a proponer. Vale, acepto, te repondré lo que te he quitado, se rindió el chico. Entonces la risa suplió al diálogo lúdico, pero enseguida fue sustituida por una repentina mudez. ¿Sabes que los ojos no solo ven sino que además tocan y sienten?, exclamó la chica interrumpiendo la pausa. ¿Lo estás notando?, acertó a responder muy bajito el joven.     

La Muerte, que no ignora la alegría de la juventud, los miraba sin malicia. Envidiaba sus juegos, ponía oído a sus confidencias, se recreaba en las propuestas ocultas, bienintencionadas. Si durase toda la vida esta clase de encuentros, pensó con desazón. Se acercó a ellos. Los adolescentes se sobresaltaron, lamentando que se rompiera aquel tiempo exquisito. Es hermoso el río, dijo con prudencia.  Muchas veces me pierdo y me detengo en las riberas. ¿También se mira en la corriente?, saltó la chica. Ya no, dijo la recién llegada. Me conozco demasiado y he perdido las ganas de ver mi propio rostro. Además siempre viajo sola. Si quiere le indicamos el camino, propuso el joven para quitársela de en medio. No es necesario. Conozco todos los caminos de los hombres. Pero eso es imposible, dijeron los chicos al unísono. Para mí no lo es, pero no os revelaré el secreto. El que vosotros tenéis por delante es todavía muy largo, que nadie os lo corte. Dio media vuelta llevándose un ramo de eneas y desapareció. Está chiflada, dijo el chico. Tal vez ella sí que ha perdido su propio camino, apuntó la adolescente.




(Ilustración de Balbi López)


lunes, 10 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. El viejo contable y la Muerte














El nonagenario pasa la tarde de invierno inclinado sobre la mesa camilla. A su lado un ventanal amplio a través del que se ve un olmo decrépito, pero aún en pie. Compañero íntimo de sus días. ¿Hablará con él? Tiene delante un periódico con las puntas de las páginas manoseadas. El vaso de agua con marcas de baba en los bordes. Galletas. Dos o tres envases de medicamentos en un extremo, como si quisiese alejarlos de sí. Un bolígrafo. El nonagenario, antiguo contable, hace anotaciones en los márgenes sobre un artículo que lee todo concentrado. Simples punteos, alguna interrogación, una llave junto a algún párrafo. De vez en cuando escribe una palabra o una frase escueta. La letra cede al temblor de su mano, pero a cambio se le concede la gracia de mantener una excelente ortografía. ¿Por qué hará esas anotaciones?, se pregunta la Muerte, que pasa con frecuencia a hacerle una visita.

La visitante observa que el viejo ejercita también su memoria con cuentas. Operaciones de aritmética manuales, como las de antes. Se adivina que tanto la letra como la cifra han tenido en su pasado una calidad exquisita. Aunque el pulso se la juegue ahora. Su letra es excelente todavía, le entra la Muerte. ¿Por qué insiste tanto en seguir haciendo cuentas o poniendo notas en los márgenes del periódico? Ya ve, dice él humilde, me entretengo. No me parece mal, le replica la Muerte, pero podría ver televisión o ir a jugar al dominó o charlar con otros de su edad. El viejo no se inmuta. Me basta con leer la prensa, me distrae. O mal leer, mejor dicho, las cataratas me limitan mucho. ¿Cree que la prensa, que no suele traer noticias optimistas, merece ser leída con la consideración que usted la dedica?, le insiste peleona la meticona. Lo que me gusta no son tanto las noticias o los artículos de fondo en cuanto tales sino el cómo se cuentan y de qué manera se interpretan, le planta cara el contable. Ahí se ve la intención de quien escribe y se aprecia el estilo, que no es algo que queda de lado sino que es sabroso y ayuda al bien entender. Las noticias han sido parecidas desde que el mundo es mundo. Ahora aparecen otros nombres y otras caras, pero a la gente le pasa lo de siempre. Las mismas ansias de unos y la escasez de otros. Los problemas del mundo habrán cambiado según geografías, pero siguen siendo como si nunca hubieran salido de casa. Además, las opiniones vertidas yo siempre me las creo a medias. En cierto modo me pilla grande lo que sucede hoy, pero no difiere en exceso de cuanto ha ocurrido toda la vida. Y a estas alturas no me lleva nadie al huerto.

La Muerte no hace intención de contrariarle. Le encuentra tan seguro de sí mismo que considera que no va a ser un objetivo a corto plazo. Se le ve muy convencido de vivir, le suelta un poco a lo bruto. Mire, responde el otro, no sé tampoco hacer otra cosa. ¿O cree usted que se puede hacer algo más importante que vivir? Este hombre es un viviente confeso, piensa la Muerte, y además irónico y castigador. Si tiene claro el concepto va a tener una resistencia inaudita y pase lo que le pase se aferrará a seguir respirando. En ese caso, mejor sería que no perdiera el tiempo con él. Pero tiene que tener algún punto débil. ¿No se aburre nunca? El hombre no duda. A veces, pero entonces duermo y cuando me despejo ya se me ha pasado el aburrimiento. Los sueños obran como un bálsamo y, ¿sabe usted?, a veces tengo la sensación de que me prolongan la vida. A la Muerte estas expresiones le sacan de quicio. Alguna vez habrá enfermado, supongo, le ataca. Sí, enfermedades no me han faltado, ni heridas, ni malas rachas, incluso me han tocado algunos vacíos y bastantes ausencias. En fin, todo lo que usted pueda imaginar, pero he salido de ello. Siempre he querido salir adelante. La Muerte hace un gesto de disgusto apenas controlado. No me irá usted a venir ahora, y alabo su mejor voluntad, con que se vive si se quiere. Que basta con tener ganas. Hay personas que quieren vivir y un mal se las lleva, o un atropello, y no digamos en una guerra lo fácil que es. A mí me lo va a decir, responde sobrado el anciano. He pasado por esas situaciones. Nunca he sabido bien cómo salí a flote, pero a mí nadie me puede quitar de la cabeza que las ganas irrenunciables de quedarme en este mundo han evitado hasta ahora que me muriera.

Tanto aplomo y bonhomía por parte del nonagenario le turba a la Muerte. Por un momento medita contra sus propias convicciones: si estuviera en mi mano su eternidad...se tienta a sí misma. Esa tenacidad por perseverar en la vida, sin saber por qué, sin mayores aspiraciones ya, es admirable. Pero no voy precisamente de ángel de la salvación eterna. ¿Sabe quién soy?, decide plantear a bocajarro al hombre. Supongo que una enfermera nueva, le replica él. Últimamente viene a verme bastante, y se lo agradezco, pero le pido que no abandone a otros. Yo siempre he sabido cuidarme muy bien. Por mí no tenga especial interés. La Muerte no quiso ponerlo en duda. Le creo. Siga ejercitando sus neuronas. Ahora le voy a dejar a su aire, tengo más visitas pendientes, se despidió. 

A mí me la va a dar esta, pensó el contable en cuanto la otra cogió la puerta. Ella se marchó agobiada y, aunque no quería reconocerlo, desarmada.




(Fotografía de Lee Jeffries)

domingo, 9 de febrero de 2020

viernes, 7 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. L'amour, la mort, après Les Deux Magots
















Era inusual el sol que daba en la terraza de Les Deux Magots. Tan inesperado como los dos transeúntes que pararon su tiempo. Ella ya estaba cuando él llegó. Él se sentó enfrente, por casualidad, y pidió un bitter. A la mujer le pareció, por los modales de él, que el hombre conocía el lugar. ¿Dan comidas aquí?, le preguntó. Sí, respondió él amable. La inevitable sopa de cebolla y el chateaubriand en su punto están sabrosos. Y añadió: ¿de paso? La mujer afirmó con la cabeza. Vengo de Karlsruhe, necesitaba cambiar de país y de ciudad. También de oficio. ¿Y usted? El hombre cambió de postura, se echó hacia atrás y sonrió con un rictus agrio. Yo hace tiempo que dejé de viajar. Si tengo que cambiar una parte de mí procuro hacerlo en mi propia ciudad. O mejor dicho, en mi propio barrio o dentro de mi pequeño apartamento. Ya no me apetece ver nada nuevo. La mujer pidió la carta. Hizo como que echaba un vistazo y siguió hablando. ¿Sabe? Yo también empiezo a estar cansada. Una busca toda la vida, imagine, lo típico, una actividad que le permita vivir y estar a gusto, algunas compañías gratas, ciertos entornos amables e interesantes que satisfagan los ratos de ocio. Y un tiempo para una misma. Un tiempo que no me obligue nadie a vivirlo y menos que intente robármelo. Probaré aquí, si me aceptan en la galería de arte donde me han ofrecido cubrir una plaza. ¿Usted ya no está pendiente de esta clase de preocupaciones? El hombre dio un leve respingo. Si me mira bien verá que la llevo bastantes años. El tiempo ha ocultado a un hombre y ha puesto en su lugar a este que ve ahora. Ya no me quieren en ninguna parte. Ni yo quiero que me quieran. La mujer rio aquella expresión con sentido dual. Oh, no le creo. Una sopa de cebolla y un filete de chateaubriand bien pasado, pidió al camarero. ¿Me acompaña usted? Él: tráigame lo mismo, Philippe. Alzó el bitter e hizo un brindis que ella aceptó: que los dos magots nos protejan.

*
   
La buhardilla en la calle Les Petites Écuries, una antigua carbonera de un edificio del siglo XIX reconvertida en modesta vivienda, daba a un patio extenso, cerrado por todos sus lados, al que se penetraba por un gran portalón. Hay algo en este lugar que me recuerda a las novelas de Flaubert, comentó el hombre mientras le mostraba los escasos metros donde se recluía. Incluso a episodios de la Resistencia. Pero también a las películas francesas de gánsteres, aquellos gigantes como Lino Ventura o Belmondo, ya sabes. Bueno no, no sabes, ni siquiera te suenan. Aunque hay pocas cosas que me impresionen, a veces por la noche me sobrecogen estas calles, pero siempre me digo que es cosa de las películas que vi, que me traen como un fantasma la ambientación. Nada que ver hoy día con aquello, por supuesto. Aunque solo en la forma. Los viejos negocios turbios y los comportamientos bohemios siguen existiendo. ¿No te llevas con otros bohemios de la actualidad, si es que quedan?, interrumpió ella el discurso. Yo tendré que iniciarme si mi nuevo trabajo me lo exige. Él estuvo en un tris de hacerle un comentario negativo, pero pensó que la mujer había llegado para vivir su vida y él no era quién para quitarla intenciones. La respondió muy elemental. Ya tuve demasiado. Además, me hirieron algunos vicios, me desilusioné de trasnochadas utopías y sentí el amargor de algunas traiciones. Durante un tiempo traté a Brassens. ¿Te suena Brassens? No, supongo que no. Yo era amigo de uno que trabajó con él. Por alguna parte tengo una de sus pipas. Creo que es de los pocos que salvo de mis recuerdos. Aunque a mí no me motive como a ti estoy enterada de quién era y qué cantaba Brassens, le corrigió la mujer. Sus letras no tenían desperdicio. Pero tengo la sensación, cada vez que alguien me habla de aquellos tiempos, que padecéis de una sobredosis de melancolía. Él se enterneció con la observación. Permaneció unos instantes callado. Creo que nos quedamos anclados para siempre en la melancolía, acertó a decir con tristeza.  

*

(La mujer) Me gusta que un cuerpo anciano me cubra. Me gusta que se esfuerce por mí, que recupere del pasado la energía perdida y me la ofrezca. Que ahonde en el vigor que le va escaseando. Que no se resigne a sus pérdidas. Es un cuerpo sin tiempo el de este hombre. No hay vaciamiento en él. Sus manos hablan más que su boca. Su boca roza más que su ansia. Sus dedos se vuelven frágiles cuando se envuelven en mi saliva. Me toma como una concha que recogiera de una playa. Y yo me enrosco en su torso desigual, entre sus piernas ajadas, sujeta a cualquier espacio que como liana me transporte de sensación en sensación. Me cimbreo entre sus movimientos robustos que se abandonan de pronto a la lasitud. No me importa, también yo me recupero. Me abriga. Me descubre el don de la lentitud. La aspereza de su piel escuece como la arena cálida. Sus arrugas son marcas que otras mujeres le infligieron y que yo curo. Su sudor tibio, una ablución. Su mirada extraviada ilumina un camino desconocido que invita a que yo lo recorra. Sus palabras expulsan a un hombre anterior y lo convierten en un adolescente al que yo enseño. Su jadeo creciente es la intensidad de la marea que me aísla de la tierra firme. Él recuerda y logro que un hálito subliminal se empeñe conmigo y dibuje sobre mí una mujer nueva. Suspira y babea. Bebo su baba, aspiro su aliento, rompo sus cabellos canos, forjo una señal de fuego entre sus muslos. Y en ese instante me pierdo. No sé con quién estoy. No sé de qué vida me desposeo o qué muerte se apodera de mi y me convierte en olvido. 

*

(El hombre) Me agrada la revelación de esta mujer aún joven. Me atrae y la temo. Me arranca la mirada y siento horror a no saber. Es fértil en su superficie, acuosa en su caricia, aérea en su trato. Demasiada naturaleza para el animal moribundo. excesivo refinamiento para un cuerpo, este, el mío, ya calloso. Y sin embargo, entro a su solicitud. Mil palabras se agolpan en mi cerebro pero las callo. Ella las intuye y las traduce con su aproximación. Prefiere el silencio. Me enseña el silencio. Tengo miedo a mi propio deseo. Me pesan los goces pretéritos, las seducciones a que incité y los agasajos a los que sucumbí. De aquel tiempo a este tan casual como enigmático se extiende una tierra de nadie, donde solo me veo caminando en orfandad. Temo el encuentro, me espanta la idea del abandono de después, la dudosa capacidad de entrega por mi parte que ella me exige. Pero ella sabe, no yo. Poco a poco me desposee de mi aprensión. Me hace ser consciente de mis recursos. Deja que la ocupe y me siento liviano. Permite que la recorra y algo me dice que vuelvo a crear. Admite mis paradas y en ellas encuentro un oasis. ¿También ella? No hay prisa en la confluencia de estos dos territorios. En este cruce se borran las huellas del desgaste, se pulen las diferencias, se evita la catástrofe de las urgencias. A su vez, ella me ocupa. Lo noto en el erizamiento de mi piel, en el escalofrío que sus labios reparten en mis llanos y en mis erupciones, en la tensión emergente que me hace prescindir de la memoria. Me alimenta y la alimento. Estos vagidos paralelos son como un brindis. ¿Estoy naciendo de nuevo al amor? Huelo su pelo, me desborda el brote de sus axilas, me impone el crecido hontanar que ahoga mi pelvis. Dónde me lleva este derribo mutuo, a dónde me sujeta, a qué pérdida me condena.




(Fotografía de Taichi Gondaira)

martes, 4 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. La belleza indómita




















Esta es la breve pero atormentada historia de un fotógrafo que se enamoró de la belleza indómita.

Había llegado a oídos de un fotógrafo la existencia en una lejana comarca de una aparición. ¿Una aparición real o imaginaria? , preguntaba a los vecinos de la zona. Una aparición es una aparición, obtenía por toda respuesta. ¿Y cómo es la aparecida?, insistía tratando de obtener información más precisa. Es una mujer bosque, decían unos. Es una mujer agua, diferían otros. Es una mujer turba, comentó un pastor, señalando el terreno fosilizado por donde pocos se aventuraban. Es una mujer de la ventisca, precisaban unos arrieros. Es una esfinge a la que no se la puede mirar a los ojos porque ciegan, dijo un avejentado cautivo retornado de la última guerra.

El fotógrafo no quiso preguntar más. Me guiaré por el azar y quién sabe si las escuetas versiones que me han dado no contendrán pistas ocultas, resolvió. Aunque a una mujer de esas características no hay que buscarla. Hay que esperar a que se muestre. Y se puso en camino por lugares apenas frecuentados, cargado con su fiel Leica. La zona había estado poblada desde la antigüedad y desoladas ruinas de castros desperdigaban su demolida arquitectura, sin que nadie prestara especial atención a la rehabilitación de la historia de aquella vasta región. Tal vez haya tesoros debajo de este suelo, pensó como un lugareño voraz. Pero, ¿qué mejor tesoro oculto que el conocimiento pendiente de todas estas ruinas, que están pidiendo a gritos que se las rescate del olvido?, meditó con cierta empatía melancólica.

Atravesó tierras yermas, pedregosas. Cruzó por caminos que parecían empalmar entre sí como en una suerte de laberinto, sin que mostraran con claridad si había alguna localidad o un signo evidente de vida al final de cualquiera de ellos. Sintió el aguijón de la duda incómoda. Debo estar dando vueltas desorientado, y además sin ningún plan, sin perspectiva clara de hallar a la mujer extraña que todos nombran pero nadie conoce, suspiró con desaliento. De pronto uno de los caminos sugería a lo lejos lo que parecía ser una finca. Un elevado muro aislaba del mundo a un enorme caserón maltratado por la incuria del tiempo y probablemente de los hombres. Metros más abajo, corría un manantial y se leía una inscripción en la tosca cabecera de granito. Fuente de la Araña. Un anciano permanecía absorto ante el chorro de agua, enajenado por el rumor de la fuente. ¿Qué edificio es ese?, preguntó el fotógrafo. Un antiguo hospicio, respondió el hombre. El fotógrafo quiso saber más. ¿Para huérfanos? Para niños malos, respondió el viejo, que continuó concentrado en sus vacíos. ¿Se puede entrar y preguntar?, insistió todavía el fotógrafo ante el laconismo del anciano. Pruebe a entrar, si quiere, pero no pregunte. Solo hay espectros del pasado. El viajero frunció el ceño, de sorpresa y de inquietud.

Se detuvo a descansar, mientras dudaba si cruzar la cerca imponente y adentrarse en aquel extraño lugar. El anciano se levantó y se marchó huidizo y taciturno, como suele ser propio de la edad provecta que no espera ya nada de la vida. Bien fuese por el esfuerzo del recorrido o por la hora intensa del sol al fotógrafo le entró un sopor vacilante. Al poco la naturaleza detuvo sus cantos, rebajó su fragor, apagó sus aromas incluso. Solo una voz tenue se impuso. Procedía de un rincón umbroso del arbolado que tapaba a medias la fuente. ¿Quién eres? escuchó el fotógrafo, que se sintió sacudido. No quiso responder. La voz insistió. ¿A qué has venido? ¿Vienes como todos a obtener de mí lo que no daré? ¿Llegas para robarme mi edad sin tiempo? ¿A conseguir el candor que tú perdiste, el saber nítido que solo percibe un niño, o acaso la permanencia de un cuerpo que no muta, que aún es natural y no conoce la perversidad? Al fotógrafo aquellos razonamientos expresados ligeramente pero cargados de sentido le erizaron la piel. Se puso en pie tratando de atisbar a la persona que le interrogaba. En efecto, tal como alguien la había descrito avanzaba desde el fondo oscuro del manantial una mujer boscosa, las facciones ocultas por la maraña de los cabellos, el cuerpo velado por un vestido embarrado. Su caminar desgarbado pero firme inquietó al viajero. A este la aparición se le desveló como una belleza salvaje, primaria, presta a perfeccionarse más allá de los cánones de las normas y costumbres sociales. Tú debes ser la que busco, dijo el hombre. Ella no dio tregua. ¿Por qué me buscas?, y a medida que emergía del escondite el hombre adivinó el movimiento de unos labios frágiles que dibujaban pausadamente las palabras. No lo sé bien, se atrevió a responder, pero te busco desde que una noche soñé contigo. ¿Y era en el sueño tal como me ves ahora?, dijo la mujer bosque. En el sueño tenías cuerpo de musgo y ojos de víbora, le reveló. Ella se acercó más, removió con las manos su pelambrera y alzó la cabeza. ¿Cómo estos?, dijo haciendo correr una mirada sin fondo. El fotógrafo no pudo rehuir aquella luz intensa y diáfana, y se dejó cegar.

La Muerte, que gusta de detenerse ante un manantial, para refrescarse o beber en él, aunque no lo necesite, había escuchado aquel diálogo desigual. Curioso, pensó. ¿Quién sabe más que quién? ¿Quién de ellos dos anhela más al otro, bajo la apariencia de repudiarse o de transgredir su normal evolución? ¿Ha venido el hombre a buscarla o ella lo ha llamado con sus sonidos ocultos de hembra agitada? Entonces se apartó, dejándolos solos, sabiendo que no hay peor muerte en vida que la de un amor loco, donde el joven juega a maduro y el adulto quiere ser de nuevo niño. Allí se quedó la mujer aparecida, tratando de convertir para siempre al fotógrafo en un espectro errante. 



(Fotografía de Lee Jeffries)

domingo, 2 de febrero de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte y el filósofo




Estaba el filósofo leyendo, en esa postura en que suelen ponerse los filósofos para leer, y se le acercó la Muerte por detrás, meticona como es ella en curiosear sobre los afanes de los hombres. Justo el filósofo se llegaba a la página donde Aquiles dice a Patroclo: "Patroclo, ¿por qué nosotros, los hombres, nos damos siempre ánimos diciendo: 'He visto cosas peores', cuando deberíamos decir: 'Lo peor está por venir. Llegará un día en que seamos cadáveres'?" (*) Hum, Aquiles, Patroclo..., me suenan. Ya sé lo que lee, saltó imprudente la Muerte. El filósofo que era un tipo con malas pulgas, por no decir maleducado, puso en orden a la Muerte: ¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? La Muerte dio un respingo. Qué lenguaje tan fúnebre entre lo que viene en lo escrito y lo que dice el que lee, pensó. ¿Será de los míos? ¿Me alío con él? No merece la pena. Él está de paso y yo soy eterna.

Volvió a entrometerse. ¿Usted lee para pensar o piensa porque lee? El filósofo estuvo a punto de responder que él leía porque le daba la gana, pero sospechó, en su enviciamiento intelectual, que acaso se trataba de una pregunta filosófica, seguramente con un oscuro matiz a través del que la otra le pretendía pillar, fuera quien fuese esa persona que interrumpía su goce. Entonces empezó a explicar a la Muerte lo importante que era el lenguaje para el lógos y cómo el lógos permitía llegar lejos, tan lejos tan lejos que construía incluso nuevos lenguajes y nuevas formas de pensamiento. Mire, disculpe que le corte, dijo la Muerte, pero yo creo que todo es más sencillo y se concentra en dos figuras verbales nada retóricas: vivir y morir. Fíjese que he dicho vivir y morir, no he proporcionado la alternativa vivir o morir, porque no hay tal alternativa. Se vive y se muere a un tiempo, unas veces como presencia, otras como potencia. La Muerte se entusiasmó con la frase tan ingeniosa como categórica que le había salido, pero entonces temió haber caído en la trampa del enredo de los filósofos. En definitiva, apostilló, que son dos verbos que van cogidos de la mano.

El filósofo pensó que había conseguido llevar a su interlocutora a los vericuetos del raciocinio. ¿Ve? Usted misma bebe del discurso y del lenguaje correspondiente que lo acompaña. Antes me ha preguntado por lo leído y lo pensado, por lo que razonamos y lo que transmitimos. La Muerte, que es muy elemental, como suma negación de todo y para cada uno, insistió. Mire, vuelva a Aquiles y a su amante. Ellos sabían de qué va la vida y qué limitaciones caracterizan a esta a medida que se envejece. Por eso Aquiles y Patroclo, y muchos otros personajes legendarios, se permitían desbrozar el camino, con mayor o menor suerte, y andarlo entre las armas, los amores, los banquetes nocturnos y el temor a los dioses, eso sí, cada vez más con creciente angustia, Desde los héroes griegos hasta la actualidad ha llovido mucho, terció el filósofo. Nada es tan simple, y las creencias y las ideas se han enmarañado en un bucle sin fin. La Muerte, que no se arredra, porque tiene claro cuál es el verdadero acontecer de la vida replica. Pero aquellos héroes siguen existiendo hoy día no tanto como héroes sino como humanos, y mantienen buen aparte de vicios y defectos, de valores y virtudes que caracterizaba a los antiguos. Del mismo modo que de los dioses solo queda el recuerdo y muy loco hay que estar para seguir reclamando su mediación. Y al final, después de tantos siglos de culturas y cambios, dígame, ¿qué sigue habiendo nítido e irreversible, constante e inmutable?

El hombre que pensaba, o creía que pensaba, o decía que pensaba se removió en su asiento al ver por dónde iba su improvisada dialogante. La atacó en firme: Usted, ¿está influida por el existencialismo o aún colea en el materialismo del siglo XIX? ¿O acaso le vuelven a perseguir los presocráticos? ¿O no ha acabado de digerir el neoplatonismo? ¿O le parece suficiente el método cartesiano? ¿O más bien...? La Muerte, que nunca ha sido una pensadora disciplinada y menos una maestra analítica, y desconfía además de todos los ismos que en la Historia han sido, le interrumpió. ¿Sabe? No concibo otra idea más adecuada y conveniente que la del vitalismo, y dijo esta palabra a regañadientes. Hay que tener una buena plenitud vital para cualquier comportamiento, aunque haya errores o carencias. Porque de aquellos uno se recupera y de las otras antes o después uno se resarce. Entonces la Muerte, consciente de que había caído en una contradicción, acaso filosófica, dudó. ¿Como puedo yo estar recomendando la vida? ¿Seré torpe?, se molestó consigo misma. Quiso enmendarlo y añadió: Y si hay algo decisivo y fundamental para hacer útil a la vitalidad, es comprender el acontecimiento de morir. ¿Usted, amigo filósofo, ha llegado a ello? Y la Fisgona se dio la vuelta dejando al hombre elucubrando sobre lo evidente y sobre lo incierto.

  


(*) El párrafo entrecomillado pertenece a "Diálogos con Leucó", de Cesare Pavese.



(Ilustración de William Blake)