DE LAS ESTATUAS no te atrae su exuberancia triunfante ni tampoco sus formas vestales ni siquiera sus rasgos helenos, ya vistos tantas veces. Ni ellas mismas, te parece, creen ya en lo que representaron una vez. Te fascina la naturalidad del aire viviente que exhibe su decadencia. Hieráticas o agitadas en sus escorzos manieristas, marmóreas o graníticas, simbolistas o adustas representaciones lineales, es su despacioso deterioro lo que les confiere un aliento próximo a los humanos. Y cuando encuentras efigies cuya pátina las hace más sabias, descolgadas ya de sus pedestales originales, sientes que intercambian contigo un diálogo íntimo. ¿Has oído cómo te hablan las de estos parterres? Me dijeron que era una diosa, te dice una que domina el paisaje y que, aun algo ajada, rezuma perennidad ; yo cabalgaba como un condotiero, dice otra que mira a las fuentes y que mantiene su aire imperial; jamás salí de mi condición de esclavo derrotado, dice la de más allá postrada en una eterna caída. En los jardines, mejor que en los museos, las estatuas se aproximan a la condición del hombre. Las protegidas y cerradas galerías, por el contrario, convierten a las imágenes en presas de la no vida, por mucho que los técnicos traten sus materiales y repongan sus desperfectos. Aquella confesión que escuchaste en un paseo de otoño por una villa a la intemperie te conmovió intensamente. Nosotras queremos también morir como los humanos, acertó a decir a tu paso un efebo erosionado por el viento y corroído por la salinidad de la costa próxima. Sus facciones se habían desgastado parcialmente, la musculatura se mostraba más débil, los atributos varoniles habían perdido parte de su esencia, alguna de sus extremidades se hallaba disminuida. Sin embargo, aquel adolescente secular que apenas se cubría con los restos de una clámide ennegrecida, mantenía una erecta presencia que no le desproveía de un ápice de su primaria dignidad. ¿No se darán cuenta estas figuras que si quieren morir como los humanos tendrían que vivir como nosotros?, llegaste a pensar mientras circundabas la paulatina pero hermosa decrepitud de un efebo envejecido.
(Fotografía de Boris Smelov)