"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 1 de diciembre de 2025

Asesinatos en serie. La otra muerte de Antínoo

 



Entre los que no te perdonaron que fueras el favorito estaban tus desairados competidores. Estos, mientras por una parte halagaban al emperador, urdían tu muerte. Dice la leyenda que te ahogaste, pero yo Melisa, natural de Bitinia, al discreto servicio de tu señor, supe quién te condujo y con qué estratagema a las orillas de aquella corriente fatídica. Aprovecharon un desliz tuyo, que no la deslealtad al dueño de tu corazón, para provocar el triste suceso. Ah, la juventud, temeraria encarnación del riesgo. Habías ignorado a los más bellos entre los bellos porque para ti era más importante la sabiduría y la templanza de Adriano. Él no estaba ignorante de las acechanzas eróticas ni de los devaneos a los que podías ocasionalmente prestarte. Te disculpaba, no le concedía mayor importancia pues sabía sobradamente que le eras fiel. Sabía valorar los juegos circunstanciales de los jóvenes. Entendía sus caprichos. Aceptaba que el ritmo vertiginoso de vuestros cuerpos no podría ser nunca mantenido por él con idéntico impulso. Incluso se sentía agradecido cuando al volver de algún escarceo ajeno te encontraba más dispuesto e imaginativo que de costumbre. Adriano no volcaba en ti únicamente su deseo, cada vez menos correspondido por sus dotes menguadas. Era la apreciación insuperable sobre tu belleza y los modos solícitos con que sabías atenderle lo que le cautivaba de ti. Tu interés en dejarte aconsejar en las conductas sociales. Tu apasionamiento en la percepción del arte en la que él te introducía. Tu escucha silenciosa cuando tu hombre se desahogaba, presa de pasajeros desánimos de los que se reponía con tu compañía. Sufrió al ver que desaparecías bajo las aguas de un río de dioses ancestrales. Para tratar de consolar su desolación furiosa algunos prorrumpieron en exclamaciones. Qué accidente tan desgraciado. Cómo nos ha abandonado el azar. Hasta el río sabe seducir a la beldad. Y otras expresiones tan convencionales como vacuas. Pero no fue el causante ni el destino, ni la mirada desdeñosa de ninguna divinidad, ni siquiera la turbulencia de un rio engañoso. Quienes te quisieron mal en vida y se habían conjurado para deshacerse de ti, aun causando un dolor tan irreparable como espantoso a tu protector, habían logrado su objetivo.

Adriano, tras el infortunio no te olvidó nunca. No había suplente alguno tuyo en su alma. Te divinizó para honrarte, aunque hubo quien lo consideró locura. Proyectó tu  imagen y tu nombre por doquier. Sin embargo, cuando él desapareció todos los que te odiaron fraguaron tu nueva muerte, allá donde pudieran alcanzar tus retratos. Mas hasta lo más interior y orgánico de ellos, puesto al descubierto al romper tus estatuas, mostraba una hermosura primigenia. Porque la piedra es exultante por fuera y por dentro. Y así, cuando la gente veía el destrozo en tus rostros o las amputaciones de tus cuerpos no sabía si estabas deshaciéndote en la tierra o renaciendo a la espera de un nuevo Adriano.

(Suena aún el eco de un poema: Anima, vagula, blandula...)