De oficio había sido cargador en el puerto hasta que un día pasó por allí Filipo el Africano, que en realidad no se llamaba Filipo ni era de tez oscura ni había pisado jamás otra tierra conocida que la nuestra. Filipo estaba aún estrenando la edad madura, pero llevaba un aprendizaje avanzado de mano del más exquisito maestro escultor que había en Roma, llegado a nuestra ciudad porque decía que le sentaba mejor el clima. Filipo, que sabía contemplar y medir como pocos el cuerpo de un hombre, hizo su propuesta al cargador. Tienes que venir al taller. Seguro que el maestro coincide conmigo en que la dimensión y la proporcionalidad de tu cuerpo son acertados para una de las figuras que tenemos que ejecutar y para la que no encontramos un modelo adecuado. El cargador, aunque sorprendido por la sugerencia, decidió probar suerte. Al fin y al cabo ¿qué tenía que perder él con cambiar de tarea? ¿No ofrecía su vigor por unos sestercios de nada a los patrones de los muelles? ¿No iba consumiendo lentamente energía y deterioro cada jornada? Y eso de posar para los artistas debe estar mejor pagado y no me hará derrochar sudores, pensó. De la sorpresa y la perplejidad por la oferta pasó al entusiasmo. Mi cuerpo en una estatua, se le ocurrió, sin comprender muy bien el alcance que podía tener aquello. Seré para siempre una estatua, algo así cual vivir la eternidad como los dioses, fantaseó.
Esbelto es, dijo el maestro de Filipo al recibirlo en el estudio. Su volumen nos permitirá detallar con precisión la medida de cada segmento corporal. Y se le ve flexible, lo cual servirá para estudiar mejor la marca que todos sus órganos evidencien al ejercitar los movimientos. Que sea imberbe no es obstáculo alguno, todo lo contrario, eso nos trasladará una facciones en estado más genuino. Si luego tenemos que poner barba a la escultura, que no lo tengo claro, no será difícil. ¿Cuántas hemos puesto y mejoradas, Filipo, en testas de dignatarios? Teniendo el precedente de las obras de los griegos tal vez podamos hacer algo nuevo, algo que supere las copias. Mi obsesión, bien lo sabes, es marcar distancias con aquellos artífices inigualables y proponer modelos nuevos que guste a los patricios, si no para representarles a ellos sí para actualizar las viejas mitologías que se fusionan con las nuevas creencias de nuestro tiempo.
Filipo no solo aprendía del maestro las técnicas sino que se empapaba de criterios filosóficos y de visiones del mundo más amplias. Maestro, estoy contigo, le replicó, debemos ser audaces y proponer en la estatuaria formas adecuadas a la multitud de maneras de pensar. A veces incluso lo más sencillo es lo más renovador. Además, ¿por qué los cánones de belleza tienen que ser inamovibles? Hagamos algo distinto. Este cargador, ¿no es un hombre simple que puede y debe acaso ser representado como tal? ¿Por qué transformarlo solo en un Hércules o un Perseo? ¿No tiene la gente sencilla en su alma profundidades que no suelen contemplar los artistas? Conocemos de sobra a altos funcionarios del Imperio que serán muy ricos e influyentes, pero cuyos físicos están por debajo de los de cualquier esclavo. Y su mentalidad, bastante chabacana y de escasa imaginación. No me extraña que vengan a nosotros para que mejoremos en imagen de piedra lo que no manifiestan en su porte cotidiano y menos en sus actitudes públicas.
Al cargador no le afectó en exceso que los escultores admiraran con todo detalle su cuerpo desnudo. Aquello debía ser parte de un trabajo meticuloso que iba a venir después y lo aceptó sin mayor rubor. A cada sugerencia del maestro realizó lentas contorsiones. Extendió los hombros, flexionó los músculos de los brazos y las piernas, desplegó su torso perfecto, realizó diferentes movimientos de cabeza, movió la pelvis pronunciando sus atributos, se giró de espaldas para que los escultores no perdieran el mínimo detalle de la cadencia de sus vértebras o la armonía de sus glúteos magros. Hasta de las manos y de los pies hicieron una exploración visual exhaustiva, indicándole el ejercicio de constantes movimientos y paradas. Es tal como yo le observaba al cargar y descargar en los muelles, dijo Filipo a su maestro. Entonces, ¿crees que ahora podemos tener seguridad de que es el hombre idóneo para nuestro trabajo?, preguntó el veterano artista. Filipo asintió. Podemos empezar mañana la tarea para dibujar los primeros bocetos. El maestro le corrigió. Mejor no perder más tiempo, ya vamos retrasados con el encargo. Lo que puedas hacer hoy lo llevaremos avanzado mañana, ¿no crees, Filipo? ¿Me escuchas, discípulo?
Pero Filipo está distraído. Contempla a distancia la soberbia desnudez del estibador. Se enajena con la visión. Como si en su mente aquel cuerpo real, aquella carne armoniosa, cuya rudeza es cubierta por la suavidad de la piel que se sabe aún tierna, desplazase el efecto esculpido. Sin embargo, a su vez pergeña en su sueño de artista la postura que debe ser ejecutada para el encargo bajo las directrices de su maestro. Filipo, le indica comprensivamente este, el cargador es nuestro modelo para el arte, y lo primero es lo primero. Pongámonos al ejercicio. Empecemos a situar lo que queremos hacer, antes de que el día se vuelva más opaco. No entiendo que con la luz que estábamos teniendo al amanecer se vaya oscureciendo el día tan deprisa. Y esta extraña quietud en el ambiente, como si nos estuviésemos quedando nosotros solos.
(Detalle de Hércules Farnesio, Museo Arqueológico de Nápoles)