Cuando el león abrió sus fauces y rugió el niño solo hizo un gesto de asombro. ¿No te asustas?, preguntó la fiera. Si me hubieras dado miedo habría tenido que responder yo con otro rugido y eso no te habría gustado, dijo el niño dándoselas de listillo.
El león se echó a reír, pringando con sus babas al intruso. Sería la primera vez que me hubiese inquietado, dijo enternecido por aquella salida briosa del pequeño. Y que no cejes en tu empeño de mantener mi agresiva mirada dice mucho de tu valor. ¿No te importa que te observe de cerca en tu fiereza?, preguntó el niño al comprobar que el otro mantenía su actitud aparente, si bien rebajada de tono. Es que siempre me he preguntado qué puede haber detrás de un león. Este comenzó a sentirse desarmado. Si se lo digo no me creerá. Si le dejo que mire más allá de mi gesto severo y de mi enorme boca de colmillos afilados acaso se decepcionará. ¿Y cómo un niño que siempre ha admirado la prestancia de un león va llevarse un chasco?
Bien, hagamos una cosa, yo te proporciono unas indicaciones y tú procuras portarte durante el tiempo que quieras como uno de los de mi especie, propuso a la criatura. ¿Como si fuera un cachorro?, y el niño puso un rostro de felicidad como aquel que se siente en ciernes de una metamorfosis que le va a permitir cumplir sus anhelos más imaginativos e íntimos. Como un cachorro, como un casi león o como un león hecho y derecho, le ofreció el león. No, el mayor no, porque imagino que un león de esa edad también estará maltrecho y yo nunca quiero padecer, replicó el chico. Como un casi león no me atrae, porque ignoro qué hacen los casi leones y si sucede como con los humanos debe ser una edad difícil. Seré cachorro para jugar con tus hijos, ¿te parece?
El león concedió su deseo y se dispuso a instruirle para que se condujese como un león de infancia, lo que apenas tardó en aprender el chaval. El león llevó a este a la retaguardia, allí donde los cachorros familiares retozaban. Tan pronto como el niño se encontró entre los hijos del león fue bien acogido y no tardó en integrarse y ser uno más de ellos.
Pasaron algunos días y el león padre comenzó a inquietarse. Sus cachorros no se comportaban como lo hicieran ordinariamente. Jugaban de forma diferente, se hacían preguntas unos a otros, observaban el horizonte de distinta manera, gruñían con otra vocalización, se acariciaban de manera más apacible, comían con una parsimonia inhabitual, se mostraban reacios a ser obedientes, incluso dibujaban con sus pequeñas zarpas signos extraños sobre los troncos de baobab. En definitiva, querían siempre saber más, bien inquiriendo a la leona o dirigiéndose al mismo león tumbado a la bartola, que no era capaz de darles respuestas.
Sus padres no se explicaban el extraño y novedoso instinto despertado en sus crías. Un día el león llamó aparte al niño y le habló con una sutileza inhabitual. Veo que te has integrado con ellos pronto y bien. ¿Has aprendido de la vida de los leones en esa etapa que va a ser decisiva para su supervivencia en el futuro? Por supuesto, dijo el chico. Y estoy muy contento por ello. Creo que voy a llevar lo aprendido a los míos para dárselo a conocer y así que haya más comprensión entre especies. Pero...hay algo que acaso te va a molestar. El león puso una cara indescifrable, como si temiera que el chico hubiera descubierto los secretos de su especie. ¿Qué?, y le salió un rugido quebrado e inseguro. Los cachorros quieren venir también. Dicen que el juego es más divertido conmigo, que se sienten leones pero que si la vida consiste en seguir jugando prefieren hacerlo con individuos como yo.
El león ahogó un rugido. ¿De qué sacan ellos que la vida es un juego?, estalló. Pero siguió escuchando al chico. Les he insistido en que soy un niño solamente, que en mi mundo las personas mayores son otra cosa y no siempre saben ni quieren jugar ni poner buenas caras ni ayudarse entre ellas. El más listo de los cachorros dice que no le importa correr el riesgo, que ser leones en medio de un mundo de humanos puede aportar a estos algunos valores que no conocen. Mira, león, créeme que he hecho todo por disuadirles, pero están revueltos y mucho me temo que vuestra autoridad no vaya a poder con ellos.
Ante la información que le estaba proporcionando el niño el león entró en una soberana confusión. Los trazos bondadosos del rostro le desaparecieron, la boca se volvió amenazadora, la melena parecía un manojo de púas dispuestas a defenderse de un enemigo. Colocó por instinto todo el cuerpo en una postura típica de quien va a hacerse valer. Mi territorio es mío, pensó. Mis retoños también son míos. Y la leona, cuando se deja, me pertenece, si bien no se deja casi nunca, ironizó para sí.
Pero la reacción del león no se trataba más que de una pose para impresionar, pues se encontraba desconcertado, sintiéndose culpable de haber introducido a aquel entrometido en su hábitat.
El niño observó al león con lástima. Entendía el problema pues él también era un niño díscolo. Se acercó todo lo que pudo a sus fauces. Quiero ver lo que hay dentro de ti para ver si puedo librarte de tus pesares. ¿Mis pesares?, dijo atónito el león. Mis pesares sois tú y el maldito mundo que has venido a traer a mi ámbito, refunfuñó el otro animal. Además, dentro de mí solo encontrarás un mundo complicado de vísceras que yo ni siquiera conozco. Y eso si consigues superar la prueba del rastrillo cortante de mi boca. Mejor aléjate antes de que me arrepienta. Y rugió con malas pulgas.
Esta vez el niño se tomó en serio el consejo. Miró hacia donde se arremolinaban bulliciosos y traviesos los cachorros y con la mano hizo un ademán de despedida. Luego tomó una senda secreta que había descubierto los días en que había sido un león más, con objeto de evitar a los depredadores. Contempló por última vez la belleza de los baobabs cuyas ramas extensas parecían decirle adiós.
Durante un tramo del camino siguió escuchando los rugidos nerviosos de un enfado que reconocía. Apresuró su marcha para que aquellas voces salvajes se fueran difuminando. Al fin se perdieron y solo le llegó el monótono ruido que el viento hacía al levantar polvareda y esparcir los matorrales volátiles. Mas el extraño sonido de unas carreras a su espalda le puso en guardia. Se giró. La pequeña manada de cachorros con los que había convivido se había plantado ante él. ¿Nos ibas a dejar allí?, le increparon con sorna.