martes, 29 de marzo de 2011
¿De qué se ríen?
Ustedes se ríen porque nadan y guardan la ropa, ¿a que sí? Ustedes, que forman parte de la jerarquía de la organización menos democrática del planeta, tanto en el tiempo como en el espacio, se permiten intervenir en las vidas de los ciudadanos que ejercitan la libertad de expresión. Por supuesto, no lo hacen pontificando todos los días -esto lo efectúan de vez en cuando- sino utilizando sus escalas descendentes, desde sus agentes directos de las parroquias, pasando por organizaciones religiosas de toda laya hasta esa cohorte de acólitos intolerantes que no separan nunca religión y política, creencias y actividad cívica, pero que toman ejemplo de ustedes, obviamente. Me entero hoy de que en Valladolid una jueza ha admitido a trámite una querella de dos asociaciones de ultraderecha (sí, las citaré, porque están ahí, agazapadas y a la vez tratando de crecerse: Asociación de Abogados Cristianos y HazteOir) contra el actor Leo Bassi (a él le gusta denominarse bufón, pero ya se ve que algunos no soportan siquiera el papel respetable y respetado por los poderosos en siglos pasados) y contra el rector de la Universidad de Valladolid, que es de signo progresista, en octubre pasado. ¿Motivo? Un espectáculo de Bassi en el Paraninfo de la Universidad con el título de Las raíces judeo-cristianas de Occidente: un fraude histórico a combatir. Quiero pensar que la querella ha sido admitida porque es algo generalmente al uso. No quiero pensar en principio que la jueza pertenezca o sea simpatizante de entidades intolerantes como las querellantes. El tiempo y la causa lo dirá. Así que, mientras, ustedes, los de la foto, sigan riendo, aprovechen, porque es muy probable que el desarrollo de la demanda tenga un final feliz para los querellados y tengan que tragarse sus risas. Ustedes saben hacerlo bien. Mientras el Estado les concede amplia subvención en directo, enseñanza concertada y otras prebendas, ustedes, siempre tan generosos para sus propios intereses, mueven sus hilos. No se puede decir que sean agradecidos. Con frecuencia, desprecian la mano que primero les da de comer. ¿No han pensado nunca en ponerse a trabajar? Ah, sí, dirán, es que hay tanto paro…
miércoles, 23 de marzo de 2011
Cuando Japón fue también Minamata
“Su valentía es un símbolo de esperanza eterno, pero no reportará ninguna victoria a menos que no mueva las conciencias de otras personas para que actúen en todos los rincones del planeta”
Esta frase del fotógrafo W. Eugene Smith que se lee en su libro Minamata editado en 1975 podría aplicarse a la catástrofe de Fukushima y en general de Japón que está teniendo lugar durante estos días. Porque cuando se habla de Japón se recuerda con frecuencia los estereotipos: sus niveles de productividad, la disciplina de los trabajadores, la paciencia y sumisión de los ciudadanos, el mecanismo político y empresarial implacables. Menos se recuerda que son tan humanos como los que más y que, por lo tanto, han tenido muestras tanto de carácter positivo (el valor para superar las pruebas terribles de su historia) como negativas (corrupciones, abusos y barbaries, tanto militares como civiles)
La sensibilidad medioambiental empezó a expresarse en la opinión pública desde avanzada la década de los setenta del siglo pasado. Antes, lo que ocurriera tenía vía libre para los desmanes, la resignación era la pauta, y la conciencia cívica y los mecanismos legales para hacerlos frente no existían. Fue a mediados de la década de los cincuenta cuando se detectó que una extraña enfermedad cundía entre los habitantes de Minamata, al sur de la isla de Kyushu, y principalmente entre pescadores. Muchos de estos enfermos murieron tras revelarse en su cuerpo severos problemas neurológicos. Se sospechó de una relación con los vertidos de mercurio continuos e intensos al mar, que contaminaba a los peces y acababa en el estómago de los pobladores. También la fauna que se alimentaba del pescado envenenado sufría las consecuencias análogas a las que sufrían los hombres. Pero ni la empresa Chisso Corporation ni el Estado admitieron durante muchos años la relación, lo cual dio lugar a un movimiento de protesta cívica de una envergadura considerable.
Por supuesto, no se trató de un mero accidente, sino que la búsqueda de lucro de Chisso y las negligencias consiguientes lo propiciaron. Entre 1971 y 1973, Smith y su mujer Aileen, siguieron in situ el proceso de protestas, observaron, fotografiaron, apoyaron la lucha de los familiares de las víctimas y de las personas sensibles que les apoyaron. Hasta tal punto se comprometió Smith en la causa que fue golpeado por trabajadores de la empresa, temerosos de perder sus puestos de trabajo, causándoles daños importantes en su columna vertebral. Las fotografías de Smith no sólo dejaron constancia de la gravedad de aquella enfermedad que dio lugar a un síndrome en los libros de medicina, sino que reflejó la valentía enérgica de cuantos se enfrentaron con los poderes conchabados de la industria y del poder político.
Hay otro texto en el libro sobre Minamata que quiero reproducir, porque es importante para comprender otra dimensión de las cosas, la información. Dice Smith:
“Éste no es un libro objetivo. La primera palabra que eliminaría del folklore del periodismo es la palabra objetivo. Éste sería un gran paso hacia la verdad en la prensa libre. Y quizás el término libre debería ser la segunda palabra en desaparecer. Liberados de estas dos tergiversaciones, el periodista y el fotógrafo pueden asumir sus responsabilidades reales…éste es un libro apasionado”.
lunes, 21 de marzo de 2011
Equinocio
Ese bar de mi barrio cuelga en su puerta cada día un pizarrón de tal guisa. Un poema o parte o adaptación con el que homenajea al aire, al fuego, al llanto, al alma, al misterio y a la materia. Sin mayor explicación ni montaje. Sin que nadie decrete que deba hacerlo. Bendito soporte que aún puede servir para proclamar a los cuatro vientos la palabra más extraña e incluso críptica y a la vez más vinculante. Feliz floración poética.
jueves, 17 de marzo de 2011
Los Kamikaze
No desenvainan la katana. Tampoco echan un trago de sake. No suena en su honor el taiko, pero vibran ya como el sonido del gran tambor. Puede que ni siquiera piensen en evocaciones ni símbolos. Escuchan las normas actualizadas impartidas por sus coordinadores. Se enfundan en la armadura del tiempo que van a vivir. Confían en la cápsula que les aísle. Si pudieran respirar no lo harían. Pueden pensar pero no lo hacen. Sólo lo justo y en una dirección. Utilizan su pensamiento como herramienta de alta resolución. Han aislado sus emociones. Han dejado atrás sus afectos, para que no les afecten. Sus neuronas exudan pero su piel no lo reproduce. No se dejan influir por la ficción. Esto no es una película. Esto es la prueba. No adelantan acontecimientos. Repiten las cláusulas de cada actividad repartida. Se saben sus papeles. Incluso alguno sabe más de un papel por si tiene que tomar el de otro. El más gracioso hace broma. Son unos fontaneros cualificados cuyo empeño es atajar el desperfecto. Los que les ven les despiden como si fueran a participar en un campeonato. Sin euforias pero con estímulo. Van a actuar en un campo cerrado. Son minoritarios entre lo minoritario. Si conocieran los mitos griegos recordarían el Laberinto. Van a buscar al Minotauro sin saber que se llama así. El Minotauro empieza a tener cautivos que no sólo están dentro. Tal vez ellos sean los más arriesgados, pero no los únicos. ¿Qué le dirán al monstruo cuando vean sus fauces? Saben qué tienen que decirle. Saben qué tienen que hacer. Tienen que atajarlo como sea. Callarlo. No es una figura el monstruo. Es algo más. Es casi el Todo. Pero ellos no subliman al monstruo. No imaginan a la fiera. Conocen su esquema. Sus tripas, su forma, su cubículo. No imaginan que el monstruo no es cada pieza por separado. No es una geometría, ni un líquido, ni un gas, ni un calor. Aunque necesiten comprender su forma, su estado, su manifestación. ¿La comprenden? Llevan el dibujo del Minotauro en sus mentes, en su aplicación informática. ¿Suficiente? En el exterior todo el mundo está expectante sin darse cuenta de que acaso también ellos están ya dentro del Laberinto. Ahora empiezan a entender de qué materia está hecha la fuerza del Dragón.
Suerte, suicidas.
(Fotografía de Kukasabe Kimbei)
martes, 15 de marzo de 2011
El hombre del gabán
“¡Qué alivio!...
Eres un árbol
y no puedes seguirme.”
La memoria olvidada.
Félix Francisco Casanova.
Podrían ser las cinco avanzadas y se desplazaba sin sentido. Las calles a punto de perder la luz. El precio del invierno. Llevaba el gabán abierto. Ese hombre que era de otro tiempo se enfundaba en un abrigo de solapas erectas. Prestas a ser dobladas como almenas sobre la parte alta de su pecho. Tosía a veces. Aquel tabaco todavía de cuarterón le irritaba la garganta. En pocos estancos se encontraba ya. Caminaba pegado a las paredes. El roce con la cal le dejaba pequeñas huellas en las mangas, pero no cedía el espacio. Cuando algún viandante se cruzaba con él no le dejaba pasar por la orilla. Las paredes eran suyas y él las decoraba con su sombra. Si en una esquina había una farola se paraba bajo su tibia lámina. Erguía su cabeza y miraba para todos lados. Luego alzaba la mirada y guiñaba a la lámpara. Aquel hombre caminaba también saltando de farola en farola. Odiaba que los bordillos estuvieran desgastados. Y los charcos; el agua es más fría todavía cuando un coche veloz salpica. Y las piernas siempre están debajo del pantalón. Pero solo se distanciaba de los edificios cuando precisaba cruzar la calle. Miraba con frecuencia para atrás. No por quedarse con el rostro de nadie. Tampoco temía a la policía; lo pasado pasó. Miraba porque no estaba seguro de su sombra. Cuanto más pegado a los muros fuera menos espacio para la sombra, pensaba. A veces buscaba un ángulo cercano a una farola y se movía lento de derecha a izquierda. Hasta que se proyectaba un amplio campo de su figura sobre una pared blanca. Entonces comprobaba que no pasaba nadie. Después venía el diálogo. Si algún peatón se acercaba lo interrumpía. Porque se trataba de un diálogo. Él hablaba a la sombra. La sombra le respondía. Una tarde llegó a casa con una marca en uno de los ojos; otra, con magulladuras en el cuello. La sombra se había puesto enérgica con él. Incluso agresiva. Eso le contó a su mujer, mientras caminaba por el cuarto de estar pegado a los muebles. Su mujer estaba harta de que rozara tanto la madera o la pintura; al principio parecía que limpiaba, pero con el tiempo desgastaba las superficies. Su mujer le había comprado un batín de rafia áspero. Y al caminar por las habitaciones o por el pasillo sonaba su costado estruendosamente. Cuando peor lo tenía era al ir al excusado. Literalmente saltaba desde el lavabo a la taza, limpiamente. Había educado a sus intestinos para el ejercicio. Después de todo, pensaba, los intestinos también van pegados a las paredes de una cavidad. A la hora de acostarse lo tenía peor. Su mujer no soportaba sus maneras y había acondicionado hacía años una habitación a su medida. Ella procuraba no enterarse de cómo se echaba en la cama. Y él tampoco se lo contó jamás a nadie. Dentro de la cama encendía y apagaba la luz de la mesilla alternadamente. Se ponía de medio lado y permanecía rígido y tenso contemplando la parte vacía de las sábanas, esperando un signo. Muchas noches se quedaba dormido en diagonal y los brazos y las piernas se le agarrotaban hasta producirle calambres. Soñaba que bajaba por un prado dando saltos o que atravesaba pequeños arroyos. Empezó a preocuparse cuando se instaló en sus noches un sueño en que se veía caminando desenfadadamente por un desierto. No. No le preocupaba sentirse exento a campo abierto. Sino que se veía a sí mismo riéndose sin parar y que un hombre idéntico a él, acostado en una cama, le respondía con otras carcajadas. Sin poder alcanzarse nunca el uno al otro.
(Fotografía de Yamasaki ko-ji)
sábado, 12 de marzo de 2011
Desde aquel origen lejano
Una vez se puso a la orilla de un río y pescó. Para ello había inventado arpones de doble hilera, más firmes y para piezas más voluminosas. Otra vez se fue con el grupo a cazar ciervos y se llevó unos bifaces de agudos filos y bien tallados. Al regresar, una parte de lo obtenido la conservó y otra parte la puso a calentar para él y para los suyos porque tenían hambre contenida. Para comer había descubierto hábiles procedimientos de ignición. No tengo ni idea de si él y los suyos se sentían felices. Por supuesto que no existiría el término felicidad. Porque en aquel tiempo el lenguaje no se había desarrollado tanto como para delimitar los conceptos.
Y porque los conceptos no se habían desarrollado de manera tan sofisticada como entendemos ahora. ¿O ya lo habían hecho a su manera y en su ámbito mental? Pero sentir es obvio que sentían. Necesidad y satisfacción actuaban de manera inmediata. Su criterio de satisfacción sería perentorio y efímero. Pero tanto la necesidad de satisfacer como la dificultad por hacerlo en cualquier momento le llevó a él y a los suyos a desarrollar otros métodos. Al principio todo se dibuja borrosamente en su mente. Pero había cosas que estaban claras en el combate entre la necesidad y sus límites. Iban sabiendo, sin discursos, obviamente, que se trataba de saciar el apetito, de procurarse abrigo, de satisfacer necesidades sexuales, de desarrollar la reproducción, de procurar protección tribal ante los enemigos. Una minoría, que probablemente sería escasa, desarrollaba también ciertas habilidades en base a la observación del paraje y de los animales, y exploraba combinaciones de caolines, gredas, arcillas y óxidos para ir representando esa otra parte del mundo que es reflejo y a su vez conjuro y exorcismo.
Nunca pudieron prever hasta dónde llegarían sus sucesores. Ni qué caminos del planeta tendrían que recorrer ni en qué direcciones. Todo fue surgiendo, en la inercia por sobrevivir, hasta conseguir un asentamiento, más o menos duradero. Conocían sus límites. ¿Conocen hoy día sus sucesores los suyos? ¿Conocemos los nuestros? ¿Pensamos con racionalidad cómo pueden ser satisfechas nuestras necesidades en un mundo que no se parece en nada al de nuestro ancestro primitivo? La naturaleza sigue su curso y no deja de sorprendernos su potencia y su acto. El reflejo de la naturaleza -uno de ellos, no sé si el más complejo, pero sí el más dominante- que es el hombre actual, sigue sin resolver de manera definitiva la originaria tendencia a cubrir la necesidad inventando, organizando y reproduciendo. Y de vez en cuando le pilla -nos pilla- el efecto de manera aplastante. Y los límites se desbordan. ¿Será pagar un precio alto que la esencia humana no pueda renunciar a ir siempre más allá? ¿O porque no se está sabiendo ir en el sentido correcto? ¿O porque no existe otra dirección por más que Electra y Clitemnestra pugnen entre sí sobre la rebeldía y la aceptación? Todo viene desde cuando un ser de nuestra especie se puso a la orilla de un arroyo y con su esfuerzo ratificó ese principio en vigor de la lucha por la vida.
(Recordando a mis hermanos de Japón)
(Grabado de Max Klinger)
jueves, 10 de marzo de 2011
Dedicada
Lo que para algunos (los humanos) es un mero anuncio, para otros (la naturaleza en sí misma) es materialización. Pero también para la naturaleza es anuncio, lo cual la pone en ventaja sobre la humanidad. Manifiesta ya a sí misma la disposición del ciclo para que un árbol dé hojas, frutos y la savia, que se presumía dormida, circule vertiginosa y feraz. Los hombres, desde el principio de los tiempos de éstos, han permanecido expectantes ante el fenómeno. Si hoy nos produce alegría y la visión torcida de los hombres lo contempla como un ejercicio visual y estético que adorna nuestros campos y ciudades, ¿os imagináis la alegría desbordante de los cazadores recolectores del Paleolítico? ¿Saberse camino de un tiempo más cálido? ¿Saber que tendrán pronto una clase de alimento a su alcance?
Nuestras culturas, que tienden a convertir todo en símbolo y metáfora, se dejan deslumbrar por el efecto primavera. Y aplican el fenómeno a sus vidas, a su historia, a sus objetivos, a sus ilusiones. Así, se habla del florecimiento de las artes, del renacer de una cultura, de la eclosión de las ideas, del estallido de las revueltas populares. La naturaleza se debe reír para sus adentros al ver cómo copiamos los hombres sus gestos biológicos y los dotamos de palabras. Debe carcajearse de cómo mientras nuestro ciclo vital se ve modificado y conmovido a lo largo de un año, con diversos altibajos, que llegan incluso a la esencia del alma de un individuo, ella, en su aparente fragilidad y caída, que en absoluto lo es, se consolida y mantiene el pulso luz a luz, oscuridad a oscuridad, calor a calor, humedad a humedad.
Saquemos, pues, conclusiones de la floración que contemplamos. Llevemos la metáfora a nuestros tiempos y a nuestras sociedades -algunas de los vecinos del sur lo están haciendo con suerte aún imprecisa durante estos días- y levantemos el espíritu con racionalidad serena. Lo que no puede ser es lo que no puede ser. Que siga habiendo humanos de primera, de segunda, de tercera, de etcétera y de ínfima categoría. Mi plegaria para un día en que los árboles comienzan a insinuarse: que la floración llegue a todos los seres. La vida de los individuos de los países ricos ni es segura ni lozana ni saludable. Ni siquiera la vida de todos los ciudadanos de estos países es homogénea y está sumamente dividida y, o mucho cambian las cosas, o lo estará más. Habrá que ceder para que otros accedan a algo más que a mínimos y lo consoliden. De lo contrario, la primavera de la humanidad seguirá siendo un engaño.
lunes, 7 de marzo de 2011
El grito incesante
El grito resuena cada vez más desgarrador. Y en relación inversamente proporcional nuestro oído se dirige a otra parte. No, a ninguna. Nuestro oído es sordera, desprecio y olvido hacia quienes lo emiten. Sólo tenemos atención para nuestro propio interés. Propio de la ceguera en ciernes, no queremos mirar. Nunca hemos sabido hacerlo. Es bonito hablar cristianamente del prójimo y del amor y de solidaridad con el mismo. Pero inútil e hipócrita. Ese eslogan lo vengo oyendo toda la vida, incluso se ha trasladado al plano laico. Sólamente se trata de una artimaña para sujetar esa parte de nuestra conciencia que sabe que las cosas no están bien. Que no está bien que nuestras formas de vida cómodas estén propiciadas por las riquezas que otros no logran nunca tocar. Y esos otros son sólo grito. No. Y sangre, y dolor, y desgracia e ignominia. No vale consolarse con recordar que en las naciones occidentales también hemos pasado por ello. No vale enrocarnos en la impotencia de nuestros miedos. Pero no el miedo al bárbaro, al vecino del sur, a su cultura que se va transformando. Ésa es la excusa. Nuestro miedo está sobre todo en los riesgos de nuestro propio statu quo. Y los que lo fomentan son los que dentro de la casa occidental organizan, deciden, se aprovechan e ignoran a los otros. Pero si mañana el miedo está justificado por esos otros hombres del grito y su deseo de némesis, al menos no os escandalicéis. Ya. Siempre quedará el recurso a justificar la masacre (la de ellos) Y de esa manera habremos suprimido el grito. Mas, ¿de verdad creéis que se puede eliminar lo más antiguo de la humanidad?
(El mismo profeta Leví del mismo artista Alonso Berruguete)
sábado, 5 de marzo de 2011
El insistente grito
No, no lo escuchamos. Y para no hacerlo, levantamos nuestros estúpidos y sonoros voceríos por doquier. Congregados en nuestros ámbitos de reunión ociosa, lanzamos chillidos neuróticos, clamamos de forma estentórea o emitimos gruñidos y bostezos preñados de decibelios. Todo sirve para tapar el grito ajeno o el dolor personal que no queremos relacionar con aquél. Enchufamos la carga mediática, nos entregamos a la virtualidad que regule nuestras endorfinas, pisamos los aceleradores de nuestro parque móvil esclavizador y le damos a la sana sonrisa hispana, cada vez menos sana y más de hamburguesa. ¿Será más poderoso nuestro ruido que el clamor del viento y de los gemidos ajenos? Es probable, pero también engañoso, porque en ese supuesto poderío está también nuestra perdición. Oh, el ruido de nuestra economía, el insulto de nuestras políticas, la invocación de nuestra calidad de vida, la exaltación de nuestra caduca cultura. Qué cansados estamos. Con qué ceguera nos desplazamos hacia ninguna parte. Si no nos sentimos sensibles con las quiebras de casa, ¿vamos a ser receptivos a las furias desatadas a nuestras puertas? Qué peligro ignorar que las rabias y las miserias de unos forman parte de las indignaciones y fracasos de los otros. Nada se para desde que el origen se manifestó imparable. Sólo se detiene lo muerto.
(También la escultura del profeta Leví, de la mano de Alonso Berruguete)
jueves, 3 de marzo de 2011
El grito
“El mal, ¿qué es el mal?
Tan sólo hay un mal, negar la vida”
D.H.Lawrence. “Pájaros, bestias y flores”.
Hay demasiado ruido para poder oír el grito. Y el grito está ahí. Estuvo siempre ahí. Dentro de nosotros. A nuestras puertas. En la lejanía y en la proximidad. Pero el ruido en que nos afirmamos como sociedad impedía que se escuchara. Incluso ahora, el grito se repudia. Los sistemas que fiscalizan nuestras vidas y las vidas ajenas tratan a su manera la voz en todas sus tonalidades. Desvirtuándolas. Con mayor razón lo hacen con el grito. Intento de diluirlo, de apartarlo. No se oye, luego no se pronuncia. No está. No hay tal grito. Esa parece ser la consigna. Pero, ¿y si suena tan fuerte que no puede contenerse? Si suena fuerte, hay que convertirlo en espectáculo. Mientras dure el espectáculo el grito no se distingue. Se manifiesta en la órbita de la ficción. De lo que parece ser pero no es. Y el grito se rebela. Queramos o no, se cuela por las rendijas de nuestras estancias. Tentación de cerrarlas. Tendencia a poner puertas al campo. Pero el viento se desgañita, enronquece. ¿Por qué se sube el volumen de nuestro ruido? Por miedo. Sin darnos cuenta de que el grito fue también nuestro grito. Sigue siéndolo, aunque no lo reconozcamos.
(Escultura del patriarca Leví, en obra de Alonso Berruguete)
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