"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 29 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 50




"Pero cuando Zaratustra estuvo sólo, habló así a su corazón: ¡Cómo es posible! 
¡Este viejo santo aún no ha oído nada en su bosque de que Dios ha muerto!".

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra.




Lo más dificultoso de haber nacido es acostumbrarte a los otros hombres, al principio piensas que es solo durante los años en que parece que estuvieras en desventaja, en que los mayores que tú, los muy adultos, los ancianos o simplemente los otros niños más espabilados que tú se imponen en algún grado determinado, y te marcan, cierto es que percibes de todos ellos un intercambio de toma y daca, recoges como referencias para ti elementos que te dan a conocer con su mera presencia, luego con sus actitudes pausadas, más tarde con palabras y reglas indescifrables pero que te repiten una y otra vez, pero a cambio van exigiéndote, despacio unas veces, imperceptiblemente en ocasiones, con cierto apremio también, y descubres pronto que ellos lo llaman consejo, a veces son sibilinos y lo nombran como opinión, pero es frecuente su intención de imponerlas, es obvio cómo quieren ir haciéndote uno de los suyos, porque tu libertad fue ese rato deslumbrante e indeciso en que te parieron y estabas en terreno de nadie, un tiempo veloz, corregido inmediatamente porque la biología de la especie dice que tiene que proteger al recién nacido, y tienes suerte, porque ya en tu tiempo sobrevivía la mayor parte de los nacidos, en tiempo de tus abuelos de una región u otra de la geografía no, aquellas familias abundantes en que las mujeres habían parido de forma multitudinaria, podría decirse, pero que en breve tiempo la enfermedad se cebaba en crías de hembras y de machos sin apenas tiempo de llorar ni de reír o, mejor dicho, inclinados a lo primero, a un lloro que se les llevaba de este mundo, porque morían a lloro partido, morían con el llanto de la inanición, el frío, el virus del que entonces no se hablaba, cualquier mal que pillara sin cuidados, porque era imposible prever todos los riesgos, y demasiado hacían las hembras paridoras, demasiados tragos y esfuerzos limitados, demasiado cansancio incluso que condicionaban su existencia, y tú tuviste suerte, era escaso el número de fallecidos de tu tiempo y ámbito al poco de llegar al planeta, así que ahora que lo piensas te da por discernir sobre el margen de libertad que fue la inconsciencia, una libertad ficticia también, si tu madre te hubiera dejado sin su entrega, si no se hubiera ocupado de ti con suma preocupación de que salieras adelante, ¿de qué libertad podría hablarse?, así que disciernes otro paso más y te das cuenta que no se puede pedir lo que la condición humana no puede dar, que perseguir la libertad es un deseo tan insatisfecho como otro cualquiera de los sentidos, y como cualquier otro que late dentro de ti, conocer algo más, por ejemplo, tener placer sexual indefinidamente, por ejemplo, gozar y recrearte en las descripciones que te parecen que llegan a ti y las denominas bellas, y retomas el principio, vuelves a enarbolar lo más biológico, la protección de tu mente frente a un mundo hostil donde cada día te cuesta más soportar a los otros hombres, donde te abruman las obras de los otros hombres, donde defiendes el no siempre claro ejercitar de tu pensamiento, teniendo claro que el combate con las ideas está primero dentro de ti, porque los otros hombres que moran en ti son trasunto de los ajenos, pero también los has hecho parte de ti mismo y gimes y jadeas por el esfuerzo de mantener una línea de pensamiento que no se enturbie del todo, y te dolería tanto tener que decir un día, remedando al filósofo, el pensamiento ha muerto...

  


(Fotografía de René Groebli)



martes, 27 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 49




Yo me harté ya, me escupe Max. Tal vez a aquella generación finisecular les doliera el ente que creyeron que les acogía y que consideraban, con rabia pero con afecto, que les había traicionado. Pero aún lo consideraban propio. Nosotros nos hemos engañado durante décadas. Silabea si quieres la forma compuesta con participio y todo. En-ga-ña-do. Y hemos visto caer a mucha gente autoengañada. Engañado porque pensamos alguna vez que el ente era de todos, aunque algunos lo había usurpado de modo circunstancial y harto miserablemente. Ahora me doy cuenta de que no. Que ese territorio de cuyo nombre es mejor no acordarse sigue siendo de los mismos, que solo es de ellos, que siempre fue de ellos, que el derecho de propiedad que una vez se arrogaron los respalda con el apoyo de los incautos y la colaboración de los torpes. No ha lugar ya, por lo tanto, ni a que nos duela. Quiero dejar de sentir dolor por aquello que constantemente me produce insatisfacción. El mal no se merece saber que está para padecerlo. Vivamos, pues, en los márgenes. Sin dolor. Si nos dejan.



(Yo le entiendo. Y me encuentro con este soberbio comentario hoy en El  País:
http://economia.elpais.com/economia/2016/09/26/actualidad/1474885393_778813.html )




lunes, 26 de septiembre de 2016

Recuperación



Mi amigo A.L. ha recuperado recientemente el pulso de su Chitón. Ni me lo ha pedido ni sabe que lo estoy contando, pero me apetece colgar aquí el recordatorio de su pequeño río de relatos. Aunque él se enfurruñe por mi travesura.



viernes, 23 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 48





"Soy tan solo uno de los epígonos
que habitan la casa antigua del lenguaje",

Karl Kraus, poema Confesión.


Algunos dirán: primero fue el lenguaje y después vosotros, o bien: antes de que nacieras ya existía el habla, o bien: aprendiste aquello que a tus padres ya les había sido dado antes, y tú te dirás, entonces ¿yo que fui? ¿un erial, un barbecho, un solar abandonado a su suerte, un territorio que los que me trajeron y los que trajeron a los que me trajeron fueron ocupando y me lo regatearon antes de estar seguros de si debía habitarlo?, y entonces recuerdas, razonas la memoria, intuyes lo que nadie te contó, y caes en que te enseñaron las palabras, y antes las sílabas que forman las palabras, y antes la intención con que debías pronunciar las palabras, y durante la eternidad que te parece estar durando tu vida, incluso cuando ya creías que controlabas una parte del lenguaje que empleas, cuando piensas que hablas con propiedad o te manifiestas cauteloso, o bien cuando te exhibes jocoso para hacer más liviano el tema que se trata, porque mira que hay asuntos cuya complejidad no cesa, cuyo desarrollo no solo parece no tener fin sino que se embrolla, cuyo desenlace se aborta y tienes la sensación de ahogarte con las palabras mismas que habías practicado, y se vuelven contra ti mismo, porque las palabras son bumerán, y unas veces vuelven a ti para que las retomes y decidas si vuelves a ponerlas en circulación, otras veces se estrellan contra tu propio raciocinio y lo bloquean y las palabras, como el vidrio, también se rompen, y su uso pernicioso o inadecuado las enturbia, y de nuevo cuando ya te pensabas que la edad había curado los defectos de origen o corregido los vicios de crecimiento ves que en realidad siguen repitiéndose la campa vana, la tierra baldía, y te parece divertido y a la vez confuso, y te interrogas nuevamente, inseguro y ridículo, ¿tendré que volver a balbucear? ¿tendré que perfilar el silabario? ¿tendré que redactar los primeros pasos de una escritura? y el problema es que aunque intentaras retomar aquella iniciación no serías capaz de dotarla de los contenidos con los que tus progenitores y los progenitores de tus progenitores inculcaron con cada sílaba, tono, énfasis, conjugación y al que vagamente llaman algunos ideario, que es algo así como una carbonería desde donde en su momento fueron echando dentro de ti paladas de oval, de antracita, de vegetal, y aquel carbón que entraba en tu fragua siendo negro ellos te la pintaban en blanco, y aun cuando te manchaba te explicaban que era limpio, y aquel horno donde ibas a ir haciéndote fue configurándose, con ayuda de las palabras y de los gestos, de los premios y de los  castigos, de las promesas y de las amenazas, de las caricias y de las obligaciones, y ahora que sabes que tu triunfo es saber, saber con plenitud y explicación, que nada fue claro, nada hubo auténtico, nada era tuyo, te sientes deudor de las primeras palabras a las que quieres vaciar de su negritud.



(Fotografía de René Jacques)



martes, 20 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 47




La niña de seis meses en brazos de su madre tomó con su manita el dedo que le ofrecí. Formó un puño sólido alrededor, lo sujetó con fuerza y se deshizo en sonrisas. Fue un instante de gesto divertido y para ella sobre todo un juego. Pero, afortunadamente, lo lúdico afirma en esa edad al ser que se lleva dentro. Un ejercicio hábil, uno de los que permite a los niños ir avanzando en aprendizaje. El diestro y el emocional. El comunicativo y el que va distinguiendo territorios. La madre se deshacía en cumplidos a dos bandas. Pero aquel gesto cálido de apropiarse fugazmente de mi dedo a mí me llenó de vida. Bendito tacto firme el de la pequeña María. 



(Dibujo de Käthe Kollwiz)


domingo, 18 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 46





"El paraíso se alcanza con el tacto, puesto que en el tacto residen el amor y la inteligencia."

Hellen Keller, El mundo en el que vivo.



¿Has pensado alguna vez en la dualidad que posee una mano?, y es que como sucede con todo lo dual nos fiamos solo de lo más aparente, de la primera impresión, de lo que salta a los ojos como función exterior, y así vemos que una mano gesticula por sí misma, o apoya una representación más amplia del cuerpo de quien habla, y al actuar potencia las palabras, aumenta el énfasis expresivo con que se pronuncian, refuerzan la capacidad de convencimiento que pretende la perorata del otro, eso vemos de las manos cuando ejercitan signos espontáneos, multiplicando las posibilidades del lenguaje oral, ampliándolo y haciendo de su extensión un cuerpo políglota en el hombre o en la mujer que como reflejo utilizan sus manos en un diálogo común, pues otra cosa es el movimiento de arquetipo de las manos en actos litúrgicos, tales aquellos de los clérigos aburridos a los que se les ve venir antes incluso de abrir la boca y alzar sus brazos, o las mangas arremangadas para la ocasión de los candidatos electorales, los cuales con sus movimientos estereotipados no aportan nada nuevo a lo que ya no resulta creíble de su discurso fonético con las falsas promesas de siempre, o los hinchas de las gradas que, aun siendo de eso que llaman pueblo llano actúan como energúmenos de pacotilla, accionando brazos y moviendo dedos en combinaciones repetitivas, y en esas posiciones de los dedos y el brazo en ángulo que remiten contra el césped el mensaje obsceno no es sino la dejación de la estética, su desagradable actitud a través de la que canalizan agresividades que están en sus vísceras y en su cerebro y en su vida cotidiana nada calma, supongo, eso es lo que vemos exteriormente que parece limitar el valor de las manos, y por supuesto que hay otra lectura superior y generalizada sobre el poder de las manos, el manejo de la máquina, la realización de una obra artesana, el uso de alta tecnología, la transformación ejecutora de la albañilería, en fin, todo aquello que tradicionalmente se ha confiado a las manos, pero las manos llegan más lejos, las manos ya no son gesto o fuerza o habilidad rudimentaria, sino que se convierten en un salto de sí mismas, son ante todo tacto, un pianista, por ejemplo, ¿gesticula o acaricia?, un escultor, ¿se limita a golpear el cincel o acaso no confía el avance de su trabajo al paso de su mano por la talla?, y el tacto se convierte así en la función íntima de las manos, el tacto es el significado de las manos, ese alma de las manos no siempre es visual, casi siempre más bien recóndito, su silencio es lo profundo en su desnudez, porque en su silente movimiento debe percibir del entorno, debe dar y debe recoger, tiene que transmitir idiomas más profundos de la esencia emotiva, y en el tacto de las manos una mujer o un hombre delegan sus saberes afectivos, con el tacto ven y oyen y degustan aproximaciones, frotar una planta de lavanda, rozar una flor fractal, deslizar los dedos por una copa de cristal, palpar a palma abierta un melocotón, masajear el exterior de un libro, tocar con suma lentitud el barro cocido de una vasija, recorrer estremecido la piel de otra persona, todo ello ¿no se desdobla a su vez en percepciones, gustos, recuerdos, placeres?, ¿no es acaso que se abren los descubrimientos o se afirma cuanto anteriormente se había aprendido?,  ¿no nos interpreta a nosotros mismos?, y de ese modo el tacto, rey en la sombra, avanza garantizando conocimiento, impulsando emociones, propiciando disfrutes, aliviando penas, traduciendo todos los demás sentidos, que estarían cojos sin la afinada comprobación con que nuestros dedos acarician.




(Fotografía de Boris Ignatovich)


viernes, 16 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 45





"Hubiese sido posible, tal vez, otra historia. De haber ahogado las voces y, en su lugar,
haber impuesto el gozo. Pero no fue así".

Chantal Maillard, La mujer de pie.


Tuve el mismo pensamiento que la poeta, incluso diría que en repetidas ocasiones se ha repetido en mí la misma sensación, viene a contarme Max, y es que cuando uno atraviesa etapas de la vida de las que está disconforme, que no le satisface casi nada de lo que hace, piensa de manera equívoca que de haber tomado otro camino, de haber seguido algunas recomendaciones, de haber dado un paso oportuno en el límite en lugar de quedarse uno parado o simplemente dudando, podría haber obtenido al menos una parcela de la tierra prometida, pero ese tipo de idea, tentadora y asaz engañosa, solo se suele tener cuando algo no va bien y no deja de ir mal, aunque es cierto que no hay situaciones que se inclinen perpetuamente de un lado u otro, de la satisfacción o de la carencia, de la risa o del llanto, del clamor o del silencio, también es evidente que su duración puede ser larga, y eso no es bueno porque si se piensa bien al acostumbrarse uno a la normalidad que nos parece segura y que nos da con generosidad se está enrocando en creer que el mundo o al menos su vida siempre va a ser así, y el día que deja de ser como uno consideraba que iba a ser para casi la eternidad el hombre no sabe reaccionar con suficiente paciencia y cae en un desánimo para el que no se había preparado antes, y de la misma manera hay personas para las que los ciclos duros parece que no cesan nunca y viven en un constante deterioro, a veces fatídico, he visto individuos perecer por no remontar sus circunstancias negativas, individuos que no han podido separar sus posibilidades de las circunstancias que les atenazaban dolorosamente, y entonces cuanto les rodea les va cercando y suplanta su mente, toma como rehén las ilusiones y no digamos cómo merma su capacidad de pensamiento, sus márgenes de discernimiento, su capacidad de reacción, no saben decir basta y solo un destello al borde de la desgracia final puede salvar a algunos, porque aún mantenían una brizna de fe en el resquicio luminoso que sin duda se cuela en la vida de todos los hombres, y eso depende de que se quiera ver, de admitir siquiera un leve panorama desde donde se puede rehacer la vida, es por todo esto que uno observa por lo que deduce que no conviene renegar en exceso de lo que se tiene o hemos tenido, no hablo de resignación ni de una conformidad malsana, que la hay, aquella en que uno vende su dignidad a cambio de pertenecer a otro, hablo de disponer de lo que aún tenemos para hallar sendas prudentes que aún nos proporcionarán satisfacciones placenteras y beneficios saludables, y en mis palabras se escucharán ecos optimistas, pero solo hablo de situar al ser que llevamos a cuestas, o que nos lleva a nosotros, y tomar una dirección a tiempo cuando las cosas no marchan, y no me da gusto parecer un moralista, ni un clérigo, ni mucho menos un consejero de autoayuda, que viene a ser lo mismo, pero eso ya depende de que el otro que me oye me quiera entender. 




(Fotografía de Michael Wolf)


miércoles, 14 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 44




En amaneceres como el de hoy, nubosos, oscuros, desafiamos los aguaceros exteriores. O más bien, nos desinteresamos. Aun aparentando seguir las reglas y cumplir con los compromisos, el cuerpo nos pide encastillarnos. Lo poco que nos queda a algunos por defender es la calma, mejor dicho, el derecho a la calma (la que apenas hemos tenido) Nos desvestimos, nos echamos sobre espacios donde menos se hieran los sentidos. Ahora solo intentamos percibir voces interiores que se distancien de las guturales. Tampoco queremos el runruneo de la memoria, ni la agitación de la conciencia. En esa calma anhelada perseguimos voces no escuchadas anteriormente, como si procedieran de una dimensión donde no habitaran ni el pensamiento, ni la culpa, ni las exigencias, ni los cantos de la euforia, ni los inarmónicos lamentos. Donde nada fuera animal y menos humano. Estamos acostados borrando perfiles y convirtiendo en única nuestra desnudez. Nada nos perturba, no hay frontera entre la carne al aire y la mente que se aleja de cuanto nos ha mantenido ocupados. Solo la desnudez, desprovista de los significados habituales, es la conquista del hombre que no se inquieta por la oscuridad ni se entusiasma por la luz. Lo objetivo se ha convertido entonces en una ficción más, porque no te interesa en absoluto que las cosas existan por sí mismas, porque no te atrae saber cómo interviene lo ajeno sobre ti. Días como éste en que lo sensorial se diluye, sin alarmarte por contener ningún negro temor de que no sepas más de ti mismo.    




(Pintura de Akseli Gallen-Kallela)


lunes, 12 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 43





"Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, 
y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, 
se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, 
sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío".



Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Primera parte, Capítulo XI. 



Antigua es la creencia ilusa entre los hombres, dice Max, y hay como un a modo de tradición de anhelar tiempos mejores que nunca existieron, lo cual deja claro lo incómodos que se sienten los hombres con el presente y lo inseguro que les resulta disponer de un futuro, y así añoran incluso lo que no han tenido, y así se recrean hasta en lo que no fue tan bueno pero que con la distancia del tiempo consideran que no fue tan malo, siquiera porque al recordar piensan en la juventud que tuvieron, en las posibilidades con las que soñaron, en la fantasía de continuar siempre briosos como si la potencia de los primeros años se mantuviera dinámica y apenas gravara, y es frecuente escuchar si yo pudiera volver a mis años jóvenes, si pudiera retomar lo que no supe entonces coger con acierto y decisión, y hay otros que aun mirándose al espejo con su rostro arrugado y grave no ven que su cerebro haya envejecido, aunque lo ha hecho, porque eligen la parte de su mente que les proporciona deseos y ensoñaciones, y viven cada día dejándose acompañar por innumerables guiños para si mismos solamente, guiños que en ocasiones vemos los demás, y los vemos y no debemos reírnos, porque aparentan fuerza impetuosa unas veces, otras solo son signos patéticos de los límites y las impotencias, y a medida que los hombres van alejándose de la vida, porque hacerse viejo es ir abandonando las posibilidades que se nos habían brindado anteriormente bien por la resistencia o por la perseverancia ante los elementos que vapulean, y ese ir despojándonos de las contingencias positivas no es otra cosa sino la riqueza de la existencia, el sustrato labrado por nosotros mismos, con el que no nacimos, aunque algunos ya fueran de nacimiento más marcados que otros por el favor o por la desgracia, y de ahí esta obsesión humana por trocar en mito lo que se ha tenido y se ha extraviado,  esa manía por disfrazar lo que no se tiene solamente con anhelos, ese recurso a un mundo de ficción que va trasladándose como costumbre en el cerebro defensivo de los hombres, que sirve para eludir la realidad y conduce a desdichas igualmente si no se distingue la realidad al no saber controlarlo, porque en el magma que sigue activo dentro del hombre hay una pelea permanente entre él mismo y los demás, entre el reflejo de un mundo que tiene que compartir y sus ansias de poseer ingenuamente todo, y esa lucha hacia afuera lo es también dentro del hombre mismo, y no hay nada tan peligroso como el hombre incauto, cuyo rostro y comportamientos risueños ocultan su carácter ominoso, dispuesto a ser él a costa de los demás, y cuando ese fuego ladino se extiende a otros hombres y se hacen compinches, montando su realidad por encima de la de todos, los riesgos crecen y el panorama de la confrontación y el dolor crecen, y es dramática la historia de los hombres, porque todos se reconocen tan próximos y semejantes desde un ángulo de sí mismos y sin embargo son capaces de alzar muros y alambradas y desiertos para entorpecerse y ser todos ellos, a la postre, infelices.




(Fotografía de Michael Wolf)


domingo, 11 de septiembre de 2016

Molan, ¿eh?, molan, aunque...




Observen, observen con detalle cómo han atrapado y atrapan los nacionalismos, hijos de la civilización cristiana y occidental. Hay que ver cómo han molado y aún molan. El medio siempre fue y es el mensaje. Y el humor hace en ciertos casos de vaselina. Se adora la invención. Se vive, se malvive y se muere por la ficción. Se estructura un mundo de pseudopensamiento (más bien de carencia de un pensamiento racional y lógico) en base a lo imaginario y a lo no fundamentado y menos a lo comprobado. Aunque acaso el presente, gracias a la ciencia y a los que han investigado, cada vez se distancie más del oscurantismo. Mientras, algunos, la minoría de siempre haciendo el agosto de los capitales. Con tirios y troyanos. En el principio, dijeron, fue la palabra. Sabían lo que decían. El discurso impuesto. El control social. Así se inventaron los monoteísmos y se justificaron los gobiernos del planeta. Así transcurre aún la dudosa gloria del mundo. Hoy es once de septiembre, mañana doce, pasado trece. Fechas ordinarias, ninguna es sagrada. Solo debería ser sagrada la vida de la gente común. Su reconocimiento. La satisfacción de sus necesidades. No quiero ver jamás correr la sangre, ni la de los inocentes ni la de los necios. Ya está desperdiciándose demasiada por tantos países. Más nos valiera a todos razonar. Y entendernos. El poder de los lenguajes imaginarios ¿debe seguir imponiéndose al Lógos?




miércoles, 7 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 42





"El deseo nunca cumple sus promesas".

Arthur Schopenhauer.



No podría traicionarse a sí mismo, no podría abandonar al hombre, ¿qué sería del estímulo, qué del incentivo, qué de la ilusión?, porque ¿acaso podría avanzar la especie o, mejor, el género, si de pronto se hubiera tocado altura o llegado a los confines de los territorios?, pero ¿y si no avanzara nada?, ¿si todo no fuera sino parte de las fuerzas internas del planeta y de los planetas entre los planetas?, ¿no es mejor imaginarlo como materia que nunca es controlada, que nunca cuaja como nos gustaría imponer, que se nos escabulle de las manos?, ¿y si hasta el deseo no tuviera otra composición que la misma que ha engendrado toda la materia, diversa, compleja, incluso la que aún no está explicada?, ¿y si el revoltijo de sustancias, en continua formación y disolución, hubieran creado en su lento devenir el deseo mismo por el que los hombres se valoran y aspiran a más?, ¿y si fueran más sabios aquellos que eligen disfrutar del deseo por el deseo, porque intuyen que un logro de algo significa también el fin, al menos de ese algo, a veces del todo?, y es que cuántos hombres vemos cada día frustrados por no haber alcanzado lo que ilusamente anhelaban, cuántos hombres no han sabido disfrutar día tras día de vivir conforme les gustaría en lugar de tratar de aquilatar una forma de vida que una vez que la consiguen les traiciona, es cierto que vivir en el simple deseo no equilibra, no pone a un hombre a la altura de otros hombres, ¿pero eso es lo que hay que pretender?, ser hombre a la manera de otros hombres ¿no implica no querer ser como te apetecería?, y ¿no es una trampa traicionar tus apetencias para caer en el realismo que deja a los hombres sin ser hombres para convertirlos en masa burda?, y si hay que elegir, que a veces no se sabe, que a veces no se consigue, ¿no es preferible tu materia vívida, ígnea, maravillada que solo sabe de corrientes de expectativas en lugar de venderse a ese ente anulador y desconocido del modelo dominante de ser?   

En ocasiones los discursos de Max me parecen antiguos, demasiado antiguos, ¿o no lo son?



(Fotografía de Michael Wolf)


lunes, 5 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 41





"Entre la épica y la lírica, o encerrados en una de las dos, 
más les valdría a los humanos ser conscientes de que viven 
con su insignificancia a cuestas".


(Max, de su relato inédito Los ilusos)



Cuando el hombre se cansa desearía tornar en místico, aunque no sea su condición natural, pues en él está más bien el apetito de golpear, de imponerse, de llegar un paso más adelante de otro hombre, aunque no esté claro para qué llegar y a dónde, pero está en él lo que le inculcaron como sana competitividad, aunque ni en el juego resulte saludable aquello que causa si no estragos en otro hombre, que también, sí una desconsideración, pues te enseñan a incentivarte, dicen, te dijeron, pero cuando el incentivo es apostar y echar pulsos con otros donde no se ponen límites a los medios, donde no importa cuánto daño causes a la otra carne que también siente y que parece vecina pero es ajena, y si te das cuenta de lo turbio que es lo que denominan motor de vida pero que no es otra cosa sino justificación de lo que no son sino interesadas reglas de juego de una determinada manera de entender la humanidad, pero no entenderla para explicarla, sino para sacar provecho, entonces aquella fe inicial en ti mismo se resquebraja, porque no te causa satisfacción ser a cuenta de desplazar a otros, no te deja a gusto vivir ignorando a otros, y puedes intuir que acaso los otros si pudieran estarían tentados a tomar el relevo de la parte que aborreces de ti mismo e imponerse a ti, podrían cambiar las tornas porque los modelos se atraen y se rechazan como una enfermedad latente, está tan arraigada la maldita competencia a cualquier precio entre los humanos que solo siente lástima el que está cansado, sea cual sea su posición, y no precisamente el más miserable o desarraigado o fuera de juego es el más generoso ni siquiera comprensivo, más bien le atrapa el ansia de tomar la revancha, para ser lo contrario, para ejecutar la maldad o colaborar con ella, aunque nadie lo reconozca, nadie admite el mal que causa o ayuda a causar, en ninguna de las ubicaciones sociales que la vida haya designado a los seres humanos hay garantía de comprensión, unos porque no quieren ceder y otros porque anhelan poseer lo que acontece es el enfrentamiento, larvado casi siempre, y eso se traduce en pequeñas actitudes cotidianas, a veces solamente la fecunda envidia, en ocasiones la gratuita maledicencia, en momentos extremos el choque, y su consecuencia, la persecución, y hay que ver cómo ciertas ideologías de toda la vida, aunque su tiempo no sea tampoco desmesurado, han incubado el sentido de la lucha feroz entre individuos, cómo la han propiciado, cómo la han justificado con una carencia absoluta de vergüenza, cuando no la han impuesto por obligación y la han consagrado incluso, inventando todo un panteón de espectros cuya sola mención crítica puede causarte riesgo, acaso es el cansancio la luz que no has tenido, te dices a ti mismo, acaso es esa impresión de vencimiento, corrosiva, obsesa, la que te aporta una mirada que no será nunca mística, pero te apartará también del terrible y maldito deseo de la venganza.




(Fotografías de Michael Wolf)


domingo, 4 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 40




Max abre la puerta y se va. Sólo dice: Vencido.

(Un participio que pensé que nunca llegaría a conjugar)




viernes, 2 de septiembre de 2016

Aquellos estos árboles, 39





"Déjame así, con esta carne oscura,
como un árbol, de pronto, que no crece
porque ha sentido al mar. Ya no pregunto:
brama tu palpitar sobre mi frente".


José Luis Hidalgo, de Los muertos.



A veces esa percepción infundada de que todo se detiene dentro de uno mismo. Fantasía de que lo demás no está ya o al menos no para nosotros. Diversos nombres, sorteando matices. Reunión o dispersión. Parada. Quietud. Ausencia. Carencia. Olvido. Caída. Soledad. Desaparición. Muerte. Basta un retorcijón de tripas pasajero o un tirón muscular inocuo o una cefalea veloz o un leve cosquilleo para situarnos de nuevo en la conciencia del propio movimiento vital. La insólita sensación de nuestro vacío quiebra. Respiramos profundamente. Aletea una sonrisa de labios para adentro. No era para tanto, pensamos. Fue para tanto, y ya no podremos pensarlo, será la otra opción de la que alguna vez no seremos testigos sino víctimas.




(Fotografía de Duane Michals)