miércoles, 30 de abril de 2008
Carencia
Amigo DM, el destino pone muertos todos los días de nuestra vida a nuestro lado, unas veces los vemos, otras los vemos y hacemos como que no, otras no aceptamos que están muertos, en fin, no es la muerte lo aflictivo, sino la demencia que anticipa gratuitamente la muerte de los hombres, ese trapasar el borde de cualquier límite físico, la necedad de no palpar nuestras posibilidades, el silencio de las cobardías, la enajenación abyecta de nuestros abandonos e ignorancias, el miedo a dar los pasos que cambien nuestras abulias, la renuncia a nuestra propia resistencia, acaso todo se vuelve más líquido con la muerte de un hombre, todo más inseguro, la muerte es la incapacidad, la propia y la ajena, la individual y la tribal, la de las religiones y la de los Estados, y siempre preguntando como aquel viejo film...mort où est ta victoire?, sin saber muy bien si la victoria o la derrota forman parte de la vida de los hombres o de su ficción épica o si sólo es la ensoñación del azar que nos produce, pero más allá del accidente ¿de qué nos habla la muerte?, la muerte nos habla de la sorpresa, de la luz perdida, de la palabra ausente, de la disolución de la memoria, y luego la muerte ya no nos habla, la muerte nos ignora, la muerte nos desprecia, es nuestra ignorancia definitiva, la indefensión por excelencia, la privación del sueño, pero ¿quién dijo que era el retorno y a dónde?, nada retorna, nadie vuelve ni siquiera al primer instante de la fecundación originaria, porque no hay repetición de la jugada entre las ondas del fluir, no hay realidad en los conceptos sacros de la abstracción, ese punto en que dejamos de significar, y esta vez el azar nos ha ofrecido tu sacrificio, y exalta a nuestros ojos tu propia visión, mientras escuchas en tu plenitud de la carencia aquellos versos de tu estimado Octavio Paz...
Me vi al cerrar los ojos
Espacio, espacio
Donde estoy y no estoy.
(Ah, mil gracias por aquel libro fabuloso que me trajiste de Méjico sobre la obra del grabador José Guadalupe Posada, y ¿sabes?, su juego de la oca lo tengo enmarcado definitivamente, pero ¿por qué tuviste que echar mal los dados y caer en el pozo?)
lunes, 28 de abril de 2008
Conjuraciones
Ocurre que hay días en que las sombras y las luces se conjuran. Los ojos de los hombres son opacos cuando sólo miran por sí mismos. Los ojos de los hombres no se ponen en la mirada del árbol ni en la de la nube ni en la del suelo. Los ojos de los hombres se creen los únicos ojos de la inmensa mirada que es el mundo. Por eso su mirada, casi siempre, es triste. Porque es inaprensible respecto a la luz. Porque es insaciable con el deseo. Porque es inapetente con la bondad. Es verdad que hay niños, una especie a extinguirse en su apresuramiento por dejar de serlo, que pueden ver lo que luego no verán. Es cierto que hay soñadores, que siempre imaginan, aunque perecen en sus recreaciones ideales. Y que también hay bufones que, al reírse de las miradas hieráticas de los hombres, intentan ver la representación de otra manera. Y hasta hay pequeños pasos por la abstracción que a uno se le brinda en cualquier instante, si sabe escuchar un rumor, percibir una brisa o capturar un beso entre la muchedumbre. De ahí las conjuras de los cielos, las de los movimientos imperceptibles de la arboleda, las del desplazamiento perpetuo del polvo de los caminos, las del flujo imparable de los arroyos, las del caminar de los insectos. Conjuras para mirar la vida de otra forma. Para mirarla, oigan, para mirarla.
domingo, 27 de abril de 2008
...incluso la levedad
La tosquedad del viejo llamador abandonado a su suerte queda atrás. Incuria, desuso, postergación. Pero ¿es otra cosa esta mano de bronce abrillantada? Sorprende su coquetería, su donaire, el estilo refinado...Una mano solícita de ida y vuelta, surgiendo de la puerta para retornar delicadamente a ella...unos dedos afinados, una palma alargada y elegante que dan ganas de besar, la insinuación de una muñeca emergiendo de su correspondiente manga de seda...Demasiada sofisticación para ser real su cometido. ¿Quién osaría alzar bruscamente esa mano y golpearla con contundencia sobre la puerta? Los rayos del sol revisten de pedrería sus falanges. Y sin embargo hay algo de melancolía y abandono en esa manera afectada de sujetar la bola, los dedos ejercitando una flotación desairada, encarnando el vuelo de una entrega presta al primer visitante. ¿No dan ganas de tomar la mano y acariciarla? ¿De entreabrir sus dedos, de sentirlos entre los dedos del humano y dejarse aprisionar por la frialdad del metal? Tanto amaneramiento despista al visitante. ¿Se habrá concebido precisamente para eso, para distraer, para bajar los humos, para mantener las diferencias? ¿Pretende dar una imagen de lo que espera tras la puerta noble? Pero su función ¿es distinta a la del llamador humilde? Esta representación aristocrática, ¿posee más nobleza que el anterior, sólo porque se la ha rescatado de una rehabilitación integral del edificio? Un triunfo de la apariencia. Mas el llamador femenino se sabe ausente. Y la ausencia pesa onerosamente ¿Vanidad de vanidades...?
viernes, 25 de abril de 2008
Todo pesa...
Pesa. Pesa el silencio. La casa desalojada. Desolada. Pesa la utilidad inútil. Pesan las huellas ausentes sobre la mano de bronce. Pesa el puño que sujeta a duras penas la bola que mece. Pesa la caricia marchita. Pesa la llamada. Una, dos, tres veces repetida. Pesa la falta de respuesta. Pesan los pasos que no llegan hasta el zaguán y entreabren el portalón. Pesan los avisos, las alarmas, las llegadas urgentes disueltas en la niebla del tiempo. Pesa la inexacta memoria que nadie reivindica. Pesan las noticias disueltas. Pesa el fratricidio de los herederos. Pesa la madera desgastada, carcomida, incolora. Pesan los clavos cubiertos de verdín. Pesan las ventanas ahuecadas que dejan entrever el vacío. Pesa la piedra resistente, el ladrillo que teje la fachada. Pesan las paredes cuyos monólogos permanecen incrustados en la cal. Pesan las confidencias de los muertos. Pesa la traición de los vivos. Pesan las tarimas levantadas. Pesan las escaleras quebradizas. Pesan las vigas que esperan el fin del mundo. Pesa la techumbre que cede a todas las incurias. Pesa el viento de la calle. Pesa el espectro de lo inexistente. Pesa la luz que se repartiría de igual forma sin llamador, ni casa, ni historia, ni aldea. Pesa el alma derrotada. Pesa la esperanza del transeúnte. Una, dos, tres veces. Cuatro incluso. Un sonido profundo que no despierta lo desposeído.
martes, 22 de abril de 2008
La nada
Tal vez fuera efecto de la luz, o de que su mente no estaba todo lo despierta que debiera, pero no se vio reflejado en el espejo. Al entrar en el ascensor se miró de arriba abajo, y en un rictus agrio de desenfado que tuvo consigo mismo se le ocurrió si no podría ser que se hubiera quedado su cuerpo sin entrar. Incluso palpó su abrigo, se atusó la barba con cierta indolencia y echó sus cabellos hacia atrás, en un afán por elevar una imagen que no acaba de hallar proyectada al fondo de la cabina. Estiró su cuerpo de forma muy erguida, incluso más de la talla habitual, como si unos centímetros de más o de menos le supusieran una revelación. Hizo lo posible por sonreír, a pesar de que el talante de aquella madrugada no invitaba a una relajación facial espontánea y sincera. Pero nada de todo aquello funcionó. Siguió sin contemplarse, y él sabía que sin la justa medida especular su existencia quedaba en serias dudas. Gesticuló con sus pómulos, movió las cejas, impulsó un ejercicio de hombros nervioso, bostezó incluso de manera exagerada y ruidosa. Ninguna de aquellas actitudes le permitieron reconocerse. Sospechó que la luz estaba tan mal orientada o que los grados de luminosidad eran tan escasos que buscó la manera de llegar hasta el fluorescente para corregir el defecto. Alcanzó de puntillas la obtusa lámpara, la zarandeó, dio algunos golpecitos en los extremos de sus puntos de fijación. Pero no por ello adquiría más claridad. Al hacer el ademán de volverse a mirar en el espejo pensó si se habría puesto las gafas. Hay despertares olvidadizos o a los que cuesta responder con el orden mecánico habitual. Tanteó con torpeza sus sienes, en busca de las patillas de las gafas. Puede ser que no las haya limpiado, pensó. Las tomó con agitación entre sus manos y miró al trasluz. Las lentes apenas contenían ciertas huellas del movimiento de sus cejas, y no le pareció suficiente motivo para impedirle la visión. Intuyó que podría ser un problema de perspectiva. La caja del ascensor no era amplia y no se creaba suficiente campo para percibirse, argumentó para sí. Pero entonces, ¿por qué otros días no había tenido problemas teniendo en cuenta que él no podría haber mermado de la noche a la mañana? Pero este oscuro pensamiento le turbó. ¿Y si una inexplicable jugarreta de la naturaleza le había devuelto a un estado inapercibido? Había leído algunas cosas sobre factores repentinos que alteran los cuerpos, incluso barajó la posibilidad de que algún extraño proceso interior le hubiera tornado invisible. Cuando no se tiene claro ni el lugar ni el tiempo uno imagina sucesos cuya comprobación no está en su mano, caviló. Volvió a contemplarse nuevamente de abajo a arriba, giró su cabeza para intentar verse la espalda, alzó sus piernas en una dinámica de pedaleo de bicicleta, movió los pies en un vaivén alterno a un lado y otro, se saludó estúpidamente con las manos, agitó los codos mientras adquiría tintes simiescos, buscando calibrar con todo este tipo de movimientos ridículos la confirmación de su permanencia física. Pero el espejo le siguió negando. Según iba bajando el ascensor fue desechando lentamente sus sospechas, sus temores, sus manías, como si a medida que se acercara a la planta baja estuviera descendiendo de una nube de pesadilla. Respiró con más calma, percibía la seguridad de quien va a pisar suelo firme de un momento a otro. Sentirse colgado del vacío podría haberle alterado el curso de la circulación del cerebro, con la consiguiente sensación de irrealidad que lleva consigo, presintió. La idea de que tendría más oportunidades de verse en otro espejo, una vez hubiera salido del ascensor, le devolvió la confianza. Pero enseguida volvió a sentirse inseguro cuando trató de recordar cómo se había visto al levantarse ante el espejo del baño, y sin embargo esa memoria tan próxima le traicionaba. Bah, es un acto tan ordinario, tan repetitivo, tan de verse cara a cara con un conocido, se dijo, que seguramente me he mirado pero no consigo acordarme. Pasa con todos los actos mecánicos que abundan a lo largo de una jornada. Sin embargo, le incomodó pensar de esta manera. Porque si él valoraba algo de manera muy consecuente, era precisamente su posicionamiento severo, firme, escudriñador que manifestaba todas las mañanas al lavarse la cara. O dicho de otra manera, ese tuteo íntimo que le hacía observarse con diferencia de un día a otro. Ese rastreo de las arrugas que se iban consolidando, de los párpados caídos, de una mirada extraviada, del encogimiento de los músculos donde terminaba la nariz, del incremento de la zona de canosidad que no parecía existir el día anterior. El rostro se le brindaba cada mañana para su propio ejercicio narcisista y también crítico. Y con arreglo a aquella inspección rápida pero sumaria y exigente, decidía en breves instantes con qué máscara revestirse para el cortejo de obligaciones y quehaceres donde se iba a sumergir. Escondió tras un gesto falsamente risueño el dolor que le causaba no poder afirmar su físico en una imagen. Se sentía ansioso por llegar a la calle y deslizarse junto a los escaparates y, con el disimulo de quien pretende observar las mercancía expuestas, tratar de comprobarse. Pero la ciudad que aún no amanece mantiene las luces tibias, los escaparates permanecen ausentes y los vehículos pasan demasiado fugaces para retener siquiera el hálito de un viandante. Sólo los charcos formados por la noche de lluvia se le ofrecían tentadoramente.
(Fotografía que acompaña: Jorge Molder)
domingo, 20 de abril de 2008
Ablución final
Al ascender por las calles de la ciudad alta, la lluvia arreció. Bajo un aguacero opaco e implacable, siguió caminando sin buscar refugio alguno. Las aceras, desiertas. Los comercios se mostraban desposeídos, manifestando una tristeza huidiza. Cruzó la amplia calzada que conduce al antiguo foro. Las robustas lajas de piedra del pavimento, desgastadas por los siglos, formaban oquedades entre las cuales se hundían sus pies. Sorteó sin prisa algunos automóviles morosos que salpicaban inclementes. La caída oblicua de aquellas ráfagas impetuosas impregnó su pelvis. No tardó en calarse. El agua alisaba sus cabellos hasta pegarlos al rostro, a la nuca. La ropa se encogía sobre el cuerpo y empezó a pesarle. Notaba las piernas densas. Advirtió el goteo sobre su boca, y lo agradeció. La curiosidad le podía. Sorbió los hilillos que escurrían a través de sus cejas, de su nariz, hasta resbalar por la comisura de sus labios. La húmeda frescura le causó cierta sensación placentera. Sacó la lengua y rebañó la frágil carnosidad de su boca. Este gesto le trasladó repentinamente a la infancia, cuando se situaba en la vertical de las gárgolas del Duomo con la boca abierta. En otras circunstancias hubiera corrido para salvar la llovizna. Hoy necesitaba este gesto de desnudez. Una decisión improvisada, críptica, pero asumida. Subió por el viejo corso, dejando a un lado las ruinas imperiales, refulgentes como en los mejores tiempos de magnificencia. De algunas paredes sobresalían canalones cuyo estado deficiente hacía temeroso no apartarse. Oteó algunas imágenes apagadas tras los ventanales de las fachadas, escasamente translúcidos. No le importó lo que nadie pudiera pensar de su actitud y, seguramente, tampoco le reconocerían. Al llegar a la gran escalinata del Ducale se apoyó en la baranda de mármol y descansó. Luego subió lentamente, como una vestal que retorna tras una fuga loca de la que se hubiese arrepentido. Pero ella no regresaba. Ella se disponía a partir y el agua era una señal. Tal vez fue una casualidad elegir esa especie de ablución como un símbolo exclusivamente pensada para sí. Al alcanzar el mirador del Belvedere, respiró profundamente, se irguió, movió sus muñecas mientras se agitaba el komboloi de avellano que le trenzaba, y representó una ceremonia extraña de sumisión. Luego, volvió a beber el agua que descendía chorreando hacia sus senos y contempló la ciudad por última vez. Su destino de estatua se había cumplido.
viernes, 18 de abril de 2008
Capturas
Mi abuelo me llevaba de niño a contar nubes. Los dos subíamos a un cerro que limitaba la ciudad y él me decía: Mira cuántas nubes hay y a qué velocidad pasan. Tú empieza a contar por aquel lado y yo desde este otro. Entonces, ambos nos separábamos dándonos la espalda como en un duelo de buscadores y empezábamos a contar las nubes. Como habíamos comenzando desde el extremo íbamos retrocediendo hacia el punto de origen, donde teníamos que converger. Según efectuábamos el cálculo su corpachón y mi inconsistencia se aproximaban. A medida que nos íbamos rozando ambos girábamos los cuerpos hasta encontrarnos de frente. A punto de acabar el atropellado recuento celeste nos dábamos de bruces. Tan excitado el uno como el otro y, entre risas, nos peleábamos por la última nube. Ésa es mía, decía mi abuelo eufórico. No me la quites. Y yo, impelido por una extraña clemencia, cedía. He contado setenta, afirmaba, ¿y tú? Él siempre contaba más nubes que yo. No sé cómo se las arreglaba, pero su agilidad o su truco era premiado con la captura de un mayor número de ejemplares de nubes. Una fría mañana de noviembre mesetario, mi abuelo, respirando desde una cama con dificultad y desaliento, dijo a una de mis tías que me avisara de que no podía ir conmigo a contar nubes. Que lo hiciera yo por los dos. Desde entonces cada vez que subo al cerro y quiero contarlas todas, me pierdo. Y bajo con las manos vacías.
miércoles, 16 de abril de 2008
Destino
Leyendo a Jorge Luis Borges...
Siempre he sentido que mi destino era, ante todo, un destino literario; es decir, que me sucederían muchas cosas malas y algunas buenas. Pero siempre supe que todo eso, a la larga, se convertiría en palabras, sobre todo las cosas malas, ya que la felicidad no necesita ser transmutada: la felicidad es su propio fin.
¿Tiene sentido distinguir entre realidad e irrealidad en un mundo totalmente alterado? ¿No son sofismas este tipo de divagaciones abstractas que algunos aún esgrimen? Borges lo deja claro. Las palabras son testigos. Exorcismos de nuestras condenas. Manifestaciones de nuestras infelicidades. Transustanciación de nuestras actitudes. ¿No nos pasa a muchos que desde la infancia vivimos el cine o la literatura como la representación de nuestra vida? ¿En qué momento se fundieron las imágenes del fondo de la cueva con nuestros instintos? ¿En qué punto sorteamos las obligaciones convencionales desplegando los Yo que llevamos de recambio? ¿En qué estación del camino decidimos manipular las agujas de las vías? Cualquier cosa menos aceptar la caída irredenta. La desnudez no es vacío ni desposesión, es manifestación del resurgir. Pero sin representación paralela, no renaces.
lunes, 14 de abril de 2008
El otro mundo
En algún lugar, la mirada sobre el mar es de ida y vuelta. Por allí partieron los héroes, los aventureros, los fugados, los exiliados, los esclavos, los perdidos, los pescadores sin vuelta...Hay gente que se acerca a las playas o a los malecones a asomarse a la ida imaginada o a figurarse el retorno que no es. La vista no alcanza a superar el giro de la redondez de la Tierra. Ni logra descifrar un mundo que sólo habla para sí mismo. Las olas encrespadas, el litoral erosionado, el vaivén de la línea infinita que se alza y decae, la humedad que cierra el cielo y la tierra, el cromatismo alterno, el uniforme olor salino...son argumentos que escapan a la comprensión de los condenados de este lado. Los visitantes de la orilla celebran el ceremonial de la mirada queda. Escuchan rumores, se sazonan en sus tristezas, callan, sueñan, se abstraen. ¿Cuántos Ulises forzados llegaron a alguna isla, cuántos embarrancaron, cuántos copularon con las sirenas, cuántos fueron despedazados por los listrígones, cuántos fueron cautivados temporalmente por las Calipsos a lo largo de los siglos? El otro mundo no es la costa lejana, la que se supone que emerge más allá de las aguas. El otro mundo es ése, el oceánico, donde el habitante humano es o viajero o náufrago o cadáver. Donde no cabe nadie si no está en tránsito. Donde nada tiene significado sino en la deriva. La mujer y los hombres establecen un día más un diálogo mudo y, después, de dan la media vuelta.
(Leopoldo Pomés fotografió la escena)
(Leopoldo Pomés fotografió la escena)
sábado, 12 de abril de 2008
La orfandad de las doncellas
Malherido, resiste. Y el héroe que se postula canta ya la victoria. Asterión se arrastra con el dardo profundo en sus entrañas. Han sido liberadas las doncellas y la nave se aleja del laberinto. El mito debería acabar aquí. Pero ellas se asoman a cubierta. Lanzan ayes al contemplar los estertores de su antiguo carcelero. Le llaman con angustia, le compadecen, le reclaman, lloran con acritud. Teseo, desde el timón, se desespera al contemplar su obra demediada. Ha vencido al monstruo, pero no cuenta con el apoyo de las vírgenes. Demasiado tiempo han pasado en el reducto de la bestia, piensa, y no han visto nunca otro país. Teseo cree que es la ausencia del laberinto lo que las confunde. La falta de horizontes, el desconocimiento de otros paisajes, la privación de los aprendizajes. Él ha llegado hasta la ciudad de los sacrificios, precisamente para que ellas descubran el mundo de las posibilidades. Eso es lo que las dice. Para ello ha realizado un viaje arriesgado y cumplido una misión difícil. El rescate ha sido doble: ha sacado a las jóvenes de la cautividad y, por otra parte, ha eliminado al agente del sometimiento. Deberían agradecérselo, cree. Pero ellas, lejos de dejarse convencer por el razonamiento del héroe, siguen invocando a la fiera. Minotauro, padre, no sufras, le gritan. Esposo, no nos dejes, braman. Amante, no nos traiciones, se desgañitan. Hacedor, no nos abandones a la privación de lo ignoto, vociferan. Asterión escucha acongojado los lamentos de las doncellas. Es amarga la separación, mucho más dura que la propia muerte, se repite a sí mismo. Pero en la caída final, baboseante de sangre y desesperado por los dolores, el Gran Híbrido encuentra alivio en esas hijas que le recuerdan, en esas esposas que le retienen, en esas amantes que le desean, en esas obras que él ha recreado. Pero los dioses también saben ser clementes y equitativos, y manifestarse a través de la naturaleza de las cosas. El mar ha escuchado las lamentaciones de las doncellas y sale en su ayuda. Conviene con los vientos en que la nave no avance. Expande su manto azulado sobre Minotauro para ocultar su sangría y que muera en paz. El segundo mito debería terminar en este instante. Pero Teseo, sintiéndose herido en su amor propio y cuestionado en su altísimo cometido, se enfurece. Mas nada puede hacer ya. Los elementos no están de su lado. Las mujeres le han dado las espalda definitivamente por su fiereza y su capacidad manifiesta de engaño. La nave está enteramente en manos de ellas. Junto con las aguas y los vientos pueden decidir el futuro del tercer mito.
(Minotauro, según Picasso)
viernes, 11 de abril de 2008
Búsqueda
No. No la hay. La buscas tenazmente. Con perseverancia. Incluso con desesperación. Tu insistencia te lleva en ocasiones a tomarla por lo que no es. Has abierto muebles, registrado bolsillos, mirado en escarpias, volcado cuencos y tanteado estantes. Pero no la encuentras. Y sin embargo, se te ofrece. No te engañes. No suele existir sobre una superficie virgen. Las llaves no se buscan entre lo no habitado. Lo no habitado son espacios abiertos, sin dimensiones, sin límites. Tal vez pendientes de existir. Es cierto que a veces se nos ofrecen como tales lo que son sólo estancias desocupadas. O encaladas nuevamente. Y tras sus blancores aparentes se ocultan viejas capas, olvidados dibujos, diluidas coloraciones, repudiados esgrafiados que carecerían hoy de sentido. Pero, ¿existen los espacios absolutamente ilimitados? Has ascendido a amplias parameras, caminado por la taiga más húmeda, atravesado praderas fértiles y derivado por desiertos suspirando con ansiedad el advenimiento de un oasis. Creiste que el fin del mundo -y su origen- estaba allí mismo y, como tal, te parecía que era concluyente su dispersión hacia todos los puntos cardinales. Nada más lejos de tu imaginación el pensar que aquellas infinidades pudieran ser cerradas en algún extremo no alcanzable por los sentidos. Ni sospechaste nunca que un resorte pudiera clausurar tus sueños. Y luego has sabido que en el cuerpo natural del planeta también lo hay. En algún punto, las estribaciones de una cadena montañosa zanjaban tu error. Y los compartimentos estancos se abrían abruptos y dificultosos para tu caminar. Tal vez fue en ese momento cuando recordaste que los artefactos mecánicos existen. Aunque sean tan sencillos como una llave. Que abren y cierran espacios y, por lo tanto, indagaciones. Y por lo tanto, hallazgos. Sospechas que tu propia identificación se despliega entre paredes donde, como mucho, se descubren vanos cubiertos con puertas que conducen a otras dependencias y éstas a otras. ¿Hay fin en la persecución de la búsqueda?, te preguntas. Y mientras, contemplas su simulación. La objetivación de un símbolo. No la encuentras. Se te fija la idea de que abrir es interpretar. Te obsesionas con que si no interpretas, si no sabes, si no conoces, no revelas el pasado. Y con que, tal vez, no podrás transitar el futuro. ¿O no es tu caso? No la encuentras. Sólo la hallan los que clausuran con facilidad los portones de la insignificancia. Pero tú no eres de esos, no eres de los que cierran, sino que dejas siempre esa corriente que se comunica a través de ti, de un lugar al otro del mundo. Podría decirse entonces que no la necesitas, que no tiene sentido plantearse su registro. Mas como espectro, sigue apareciendo en tus ensoñaciones.
(La llave la puso el fotógrafo Nimoy)
lunes, 7 de abril de 2008
El sueño de Calipso
Al alzarte desde la vorágine del sueño, te viste de pronto bañada por el sol. El oleaje te fue llevando de una costa a otra de tu isla. No advertías las huellas salvajes que el follaje iba ocultando al borde de tus pasos. No captabas tampoco los susurros de los habitantes que moraban agazapados entre las grietas de la tierra. Ni siquiera alcanzabas a ver sus sombras de trapecistas tímidos sorteando sendas escarpadas y veredas de ríos atrapadas por los juncales. Sus movimientos era imperceptibles; sus observaciones, atentas; su admiración, contenida. Al echarte a secar sobre la arena, la sal te fue vistiendo con la túnica sagrada de la esbeltez. Desde tu apacible abandono mirabas distraída las oquedades de las laderas, sin notar que sobre tu piel permanecían fijos los ojos ausentes de los polifemos vencidos. Llegaba hasta ti la sonora cadencia de la lluvia que ascendía desde el mar rasgando el acantilado. Poco a poco, aquel tono delicado fue volviéndose más desgarrador mientras inundaba los pliegues de sus verticales. Amparándose en los vértices que la confluencia del sol con los abismos de la isla trazaban, con el fin de protegerte, la espuma tejía un encaje de plata sobre tu boca. El viento te sacudía compasivamente al principio, celoso después, y hacía de tu crin soberbia un desafío al tremolar de la floresta que te rodeaba. Te despojaba de las memorias más antiguas, tornándolas inexistentes, invitándote a una nueva vida, tentándote con una nueva ensoñación. Los cantos de las aves atemperaban los lamentos de los seres que no perdían de vista tu exhibición de placidez. Tú les ignorabas y ellos dejaron que te manifestaras en tu plenitud. Sentiste sed. No tardaste en hallar hendiduras a los pies de las rocas, donde el agua remansaba y se podía absorber. Entraba calma a través de tu garganta y te procuraba un bienestar que antes no habías probado. Y sin embargo te parecía que ya habías estado acostumbrada a su ligereza. La isla toda estaba a tu alcance. Se desplegaba ante la suavidad de tus pisadas y te reconocía. Con movimientos lentos retabas las leyes de aquel reino ignoto en el que empezabas a sentirte bien. No te dejabas afectar ni por sibilinas visiones, ni por ruidos inciertos, ni por matices cambiantes de un cielo que no contabilizaba en tiempo. Fue al atardecer cuando empezaste a sentirte hojarasca. Lejanos vientos llegaron a través de los espacios menos angostos entre islas y desplazaron la calidez anterior. Tu cuerpo perdió de pronto su materia animal y se nutrió de aquellos aires agitados y fríos que anunciaban la noche. Abrazaste tus dimensiones en un intento de mantenerte incólume y protegida frente al cambio advenedizo. Algo provocó en ti una deriva que te alarmó. Al rozar con tus dedos las partes más turgentes de tu cuerpo percibiste que acariciaban filamentos, que tus cabellos se transformaban en enredaderas, que tus extremidades se fundían con los ramajes de los caminos y que tu pecho emitía un aroma a plantas nocturnas. Toda tú envuelta en fronda, supiste que la noche iba a ser tuya.
(Katia Chausheva, foto)
sábado, 5 de abril de 2008
Sherezade ausente
¿Quién dijo que el principio fue el desierto? El origen fue fértil, y los dos ríos transcurrían trazando un círculo amplio que se fue ovalando. Y en esa geometría de humedad y espacio, las vidas fueron creciendo y engendraron otras vidas. Y las formas se multiplicaron, en función de la necesidad. Los hombre comieron de la tierra. Y los campos germinaron y las cosechas fueron recolectadas. Los seres se protegieron del cielo. Y los cubículos se adaptaron a los usos y a la subsistencia. Los habitantes necesitaron transcurrir. Y surgió el diseño de las urbes. Y las líneas invisibles entre unas ciudades y otras desbordaron oasis, atravesaron praderas y acariciaron riberas fecundas. Los materiales del suelo hablaron, y los hombres los interpretaron con tesón y con ocurrencia. El barro se elevó hasta cubrir los goces y los llantos. Luego se revistió de cristal hasta revestir los palacios. Las canteras parieron para exultar los hombres dioses, pues sin la materia que los representase no podrían existir. Se trajeron basaltos lejanos para urdir en ellos las leyes más exactas de su tiempo, que regularan vidas y justificaran privilegios. Aun el limo más sensible se hizo cuajar para hornear la fragua de las palabras. Y los pictogramas de la cuña invadieron la tierra desde donde fueron engendrados. Y el misterio del alfabeto rasgó el pensamiento de las vecindades y se desperdigó y se transfiguró por apartadas extensiones. Hubo muchas caídas después, nuevos ascensos de dominios, y luego el extravío. El ajuar de las vidas acabó simplemente elevando los terrenos con la acumulación de detritus y de polvo. El tiempo hizo el resto. Desgaste, ocultación, silencio, olvido. Mucho después, no se sabe bien si por el viento, el azar o el renacimiento de otros hombres volvió a ser habitada pujante la tierra efectiva. Su emblema se llamó Bagdad. La ciudad se contemplaba en el Tigris y éste corría sin temor hacia su hermano, en pos de una fusión incestuosa hacia el mar. Eso sucedió hace mucho, mucho tiempo. O tal vez fue una creación de la literatura y Sherezade lo discurrió para preservar su vida. Por cierto, ¿dónde está hoy Sherezade para asegurar el presente?
(Postal de Bagdad de los años 60 del siglo veinte)
(Postal de Bagdad de los años 60 del siglo veinte)
jueves, 3 de abril de 2008
La muerte de su muerte
Con cada puñalada, a él se le desprendía un trozo de la carne. Al principio los músculos, ostentosos y fieros, se trenzaban para mostrarse al borde de su explosión. Después, las venas se le remarcaron formando con aquella hinchazón una seña de identidad estéril y patética. Más tarde, el cabello se iba escapando de su cráneo desgarrándose en mechones huérfanos. Los pectorales se descompusieron como un prisma cuyas caras transparentes ya no podrían observarse a ningún trasluz. Sus hombros perdieron la altivez y el efecto de percha. Su tronco fue agujereándose desmedidamente con la velocidad y la virulencia con que él mismo acometía a su víctima. Las manos dudaban en sujetar el largo cuchillo, a medida que se cuarteaban y perdían su envés. No vio ya el ombligo y eso le turbó. El vaho de su respiración extremadamente agitada dejó de elevarse. La saliva espumeante le bloqueó la garganta. Sintió una amputación dolorosa y desmedida en su pelvis, y ahí acabó de extraviar la palabra. No pudo mirar su pérdida infame, porque los ojos le caían hacia el abismo negro a través de las cavernas siniestras desde las que había contemplado antes con odio a su mujer. Un ay postrero le mató cuando mataba.
(Connie Imboden presta la fotografía)
(Connie Imboden presta la fotografía)
martes, 1 de abril de 2008
El sonido del mar
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