Tal vez fuera efecto de la luz, o de que su mente no estaba todo lo despierta que debiera, pero no se vio reflejado en el espejo. Al entrar en el ascensor se miró de arriba abajo, y en un rictus agrio de desenfado que tuvo consigo mismo se le ocurrió si no podría ser que se hubiera quedado su cuerpo sin entrar. Incluso palpó su abrigo, se atusó la barba con cierta indolencia y echó sus cabellos hacia atrás, en un afán por elevar una imagen que no acaba de hallar proyectada al fondo de la cabina. Estiró su cuerpo de forma muy erguida, incluso más de la talla habitual, como si unos centímetros de más o de menos le supusieran una revelación. Hizo lo posible por sonreír, a pesar de que el talante de aquella madrugada no invitaba a una relajación facial espontánea y sincera. Pero nada de todo aquello funcionó. Siguió sin contemplarse, y él sabía que sin la justa medida especular su existencia quedaba en serias dudas. Gesticuló con sus pómulos, movió las cejas, impulsó un ejercicio de hombros nervioso, bostezó incluso de manera exagerada y ruidosa. Ninguna de aquellas actitudes le permitieron reconocerse. Sospechó que la luz estaba tan mal orientada o que los grados de luminosidad eran tan escasos que buscó la manera de llegar hasta el fluorescente para corregir el defecto. Alcanzó de puntillas la obtusa lámpara, la zarandeó, dio algunos golpecitos en los extremos de sus puntos de fijación. Pero no por ello adquiría más claridad. Al hacer el ademán de volverse a mirar en el espejo pensó si se habría puesto las gafas. Hay despertares olvidadizos o a los que cuesta responder con el orden mecánico habitual. Tanteó con torpeza sus sienes, en busca de las patillas de las gafas. Puede ser que no las haya limpiado, pensó. Las tomó con agitación entre sus manos y miró al trasluz. Las lentes apenas contenían ciertas huellas del movimiento de sus cejas, y no le pareció suficiente motivo para impedirle la visión. Intuyó que podría ser un problema de perspectiva. La caja del ascensor no era amplia y no se creaba suficiente campo para percibirse, argumentó para sí. Pero entonces, ¿por qué otros días no había tenido problemas teniendo en cuenta que él no podría haber mermado de la noche a la mañana? Pero este oscuro pensamiento le turbó. ¿Y si una inexplicable jugarreta de la naturaleza le había devuelto a un estado inapercibido? Había leído algunas cosas sobre factores repentinos que alteran los cuerpos, incluso barajó la posibilidad de que algún extraño proceso interior le hubiera tornado invisible. Cuando no se tiene claro ni el lugar ni el tiempo uno imagina sucesos cuya comprobación no está en su mano, caviló. Volvió a contemplarse nuevamente de abajo a arriba, giró su cabeza para intentar verse la espalda, alzó sus piernas en una dinámica de pedaleo de bicicleta, movió los pies en un vaivén alterno a un lado y otro, se saludó estúpidamente con las manos, agitó los codos mientras adquiría tintes simiescos, buscando calibrar con todo este tipo de movimientos ridículos la confirmación de su permanencia física. Pero el espejo le siguió negando. Según iba bajando el ascensor fue desechando lentamente sus sospechas, sus temores, sus manías, como si a medida que se acercara a la planta baja estuviera descendiendo de una nube de pesadilla. Respiró con más calma, percibía la seguridad de quien va a pisar suelo firme de un momento a otro. Sentirse colgado del vacío podría haberle alterado el curso de la circulación del cerebro, con la consiguiente sensación de irrealidad que lleva consigo, presintió. La idea de que tendría más oportunidades de verse en otro espejo, una vez hubiera salido del ascensor, le devolvió la confianza. Pero enseguida volvió a sentirse inseguro cuando trató de recordar cómo se había visto al levantarse ante el espejo del baño, y sin embargo esa memoria tan próxima le traicionaba.
Bah, es un acto tan ordinario, tan repetitivo, tan de verse cara a cara con un conocido, se dijo,
que seguramente me he mirado pero no consigo acordarme.
Pasa con todos los actos mecánicos que abundan a lo largo de una jornada. Sin embargo, le incomodó pensar de esta manera. Porque si él valoraba algo de manera muy consecuente, era precisamente su posicionamiento severo, firme, escudriñador que manifestaba todas las mañanas al lavarse la cara. O dicho de otra manera, ese tuteo íntimo que le hacía observarse
con diferencia de un día a otro. Ese rastreo de las arrugas que se iban consolidando, de los párpados caídos, de una mirada extraviada, del encogimiento de los músculos donde terminaba la nariz, del incremento de la zona de canosidad que no parecía existir el día anterior. El rostro se le brindaba cada mañana para su propio ejercicio narcisista y también crítico. Y con arreglo a aquella inspección rápida pero sumaria y exigente, decidía en breves instantes con qué máscara revestirse para el cortejo de obligaciones y quehaceres donde se iba a sumergir. Escondió tras un gesto falsamente risueño el dolor que le causaba no poder afirmar su físico en una imagen. Se sentía ansioso por llegar a la calle y deslizarse junto a los escaparates y, con el disimulo de quien pretende observar las mercancía expuestas, tratar de comprobarse. Pero la ciudad que aún no amanece mantiene las luces tibias, los escaparates permanecen ausentes y los vehículos pasan demasiado fugaces para retener siquiera el hálito de un viandante. Sólo los charcos formados por la noche de lluvia se le ofrecían tentadoramente.
(Fotografía que acompaña: Jorge Molder)
Quizá tampoco te llegó el mensaje esta vez, y mira que lo envié con ilusión.
ResponderEliminarsaludos con alevosía nocturna