Cuando Alisa y yo atravesamos zonas de reciente construcción me hace parar. ¿Sabes qué pienso a veces? Que las ciudades son huevos de serpiente. Siempre incubando imágenes nuevas que se comerán a las viejas, las deglutirán al ritmo que marque su fisionomía y que, a su vez, al día siguiente pueden ser pasto de su propia ambición. Letales con su propio veneno incluso para ellas mismas, pero de paso arrasarán lo que pillen por delante. ¿Ves aquel edificio que mantiene la decoración de la metralla?, dice con sarcasmo. Aún no le ha tocado la dinamita inmobiliaria, pero todo llegará. De momento queda bien así para que el viajero de paso compare. Lo nuevo es puro exorcismo. Con la altivez de los edificios que los arquitectos recrean se pretende la purificación de una ciudad que había retrasado su crecimiento hasta el límite. En ellos no se vive. En ellos moran los reptiles que mueven economías y, por lo tanto, manipulan vidas. Nuevas imágenes, sí, nuevas realidades físicas de la ciudad que no hay que confundir con la totalidad de la trama urbana. Las ciudades, amigo mío, y esta menos que ninguna, no tienen garantizada su existencia eterna. No es una novata Alisa en el conocimiento de la geografía de su propio suelo. Tampoco es dada a lamentar las marcas de la crueldad del asedio. Ahora esa vieja casa es como un cromo en un álbum, dice Alisa cuando ve que miro con más atención las antiguas paredes agujereadas que el nuevo templo de los negocios. Pero no quiero mostrarte solamente los cromos de una colección negra, sería injusto. La reconstrucción está siendo imparable, es un buen síntoma siempre que los fantasmas arcaicos y los intereses de entes supremacistas no jueguen con la vuelta a la desgracia. ¿No pretenderás que entremos en el centro comercial por muy nuevo y macro que sea?, suelto alarmado. Los hay por todas partes en Europa y no hay apenas diferencias. El barrio de Marijin Dvor ha prosperado mucho, cierto, pero lo último que me apetece es respirar aire acondicionado. No, y Alisa ríe alargando la vocal. Prefiero que paseemos por la ribera del Miljacka, aunque también te canses de ver cornejas.
(Fotografía de Inés González)