Una vez estuve junto a la tumba de Kafka, de los Kafka, el Dr. Franz y sus padres Hermann y Julie, y creo que incluso de algunos más, un rectángulo de gravilla blanca presidido por un monolito, un prisma de granito o de caliza, no recuerdo, que es lápida, que es también geometría que brota de la tierra con múltiples caras y remata en un vértice que si lo sobrevoláramos nos parecería una estrella, y había una fotografía que no sé a dónde habrá ido a parar en la que se me podía ver, me la hicieron mis jóvenes acompañantes, con aire circunspecto, grave, de circunstancia que no era fingida no obstante la kipá que el discreto y amable guardián anciano me había colocado en la cabeza al llegar al cementerio, si bien yo estaba un poco encogido, algo desgarbado, ciertamente abrigado porque siendo verano hacía frío y lluvia en Praga y, aunque sentía emoción interior por estar allí, un lugar de peregrinaje de minorías, pues el cementerio nuevo judío no suele estar en las guías, y eso es bueno y provechoso para los que huimos de las guías cuando viajamos, en mi cara se me advierte cierto gesto tenso porque si mal no recuerdo mis jóvenes acompañantes no habían venido al cementerio de buena gana, lo habían hecho por condescender, por respetar mi obsesa devoción de visitar a un muerto del que solo había recibido vida hasta entonces, a través de sus obras, y me parece que en alguna ocasión ellos, mis jóvenes acompañantes, lo comentaron: a quién se le ocurre, dijeron, ir a visitar ciudades del extranjero y visitar cementerios, y más este en el que no había ningún otro visitante, lo cual agradecí, pero aquel no era un cementerio al uso, a nuestro uso quiero decir, sí al uso de la minoría judía que quede en la ciudad del Moldava, y precisamente esa visión de un cementerio que rompía con la imagen acostumbrada para nosotros de los cementerios ordinarios de los pueblos y ciudades españoles era lo que me cautivó, y fue entonces cuando también mis acompañantes comprendieron y cedieron al enfado y algo les caló de aquella especie de señorial ciudad de los muertos, una ciudad hecha para transmitir placidez, siendo el suelo una alfombra generosa y continua de hiedra, y los árboles, altos y frondosos, formaban los nervios de una bóveda umbrosa, avenidas o, mejor, sendas para pasear y abstraerse, y no, no solamente para meditar sobre lo de siempre y lo mensurable, sino sobre la atracción de la belleza al servicio y honra de los muertos, y así lo comenté con quienes venían conmigo, ya con otra disposición y más receptivos a lo que descubría la mirada y ellos, estos, entraron en la razón que subyace en todo lo oculto, aquello que aún no habíamos captado antes, y decían es verdad que esto, el cementerio, no carga con las connotaciones tristonas y melancólicas a las que nos tienen acostumbrados los cementerios tradicionales que hoy día, además, están sumamente hacinados, cementerios como parcelas de edificaciones, semejantes a líneas de apartamentos de costas o de barriadas de los cinturones industriales de las ciudades, cementerios divididos por clases y ausente de toda estética, donde las zonas de cipreses que aún perviven como herencia casi romántica se terminan pronto, es lo único, las lindes de cipreses y sus sepulcros ochocentistas, que un cementerio español transmite cierta belleza heredada del pasado, aunque no se quita el aire necrófago, carcomido por la religión y una visión pesimista de la vida, pues las cruces no han hecho otra cosa sino hacer más mediocre la perspectiva de la vida, un legado perverso y en modo alguno reconfortante, y aquella visita al cementerio nuevo judío de Praga se iba convirtiendo sobre la marcha en un espacio no solamente de observación, sino de debate, algo que todos no queríamos sino apenas apuntar, y dejar las conclusiones para cuando lo hubiéramos abandonado, para no perdernos la contemplación inmediata, el asombro por la fusión de los pequeños monumentos funerarios y la naturaleza, y así aquello nos parecía un parque, un espacio de esparcimiento y relajación, y naturalmente que allí imperaba también un grado determinado de competitividad, pero las tumbas tenían otro carácter, templetes de basaltos, dioritas, granitos verdosos que le dan un aspecto más noble, más estructurado, y si todos los cementerios son o suelen ser denominados ciudades de los muertos, este era como una ciudad para el recuerdo tras la vida con un empaque que hacía honor a la parte de la ciudad de Praga donde aún permanece la huella de un emporio burgués, modernista y culto, y alguien de los que me acompañaban dijo que el cementerio debe ser tal cual lo veíamos, un territorio para el reposo de los difuntos, una prolongación visual de la vida cómoda y agradable donde el visitante o los familiares de los muertos no establecieran ruptura con su vida ordinaria, como si fuera una invitación a pensar: el cementerio, tal como lo hemos creado y mantenemos, es la continuación del salto, pero con el descanso asegurado, aunque a mí esto de que los muertos reposen siempre me ha parecido una metáfora estúpida, después de todo los cementerios son imágenes simbólicas, donde obviamente se guardan o se dice que se guardan, o mejor dicho, se ocultan los despojos de los que alguna vez fueron cuerpos lustrosos y aparentes, pero en realidad aquí no descansa nadie, sino el paseante vivo, como nosotros, y entonces les dije a mis jóvenes acompañantes: con qué placer me quedaría aquí de vigilante o de enterrador o de hombre del mantenimiento, no porque me interesen los trabajos, sino por la apacibilidad que mi cuerpo percibe, si bien, recapacitando admití que Praga es muy fría, que la humedad se mete por todas partes, que los inviernos son largos, y al reflexionar así yo mismo destruía in situ aquella apetencia de formar parte viva del paisaje de muertos...
Ilustración de Robert Crumb