Un antiguo francotirador arrepentido hace pedagogía a la contra en un corro de hombres de edad, mayormente. La metralla de las casas son huellas. Pero no hay que seguirlas, pues no conducen a ninguna parte. Pero no hay que borrarlas, cada vecino debe tenerlas a la vista por si se vuelve desmemoriado. Y para que los que tuvieron que irse vean algo más de lo que oyeron. Y para que los que sobrevivieron reflexionen sobre el odio y su espiral sin salida. Y para que el viajero que viene a visitarnos sepa que la historia no son los libros ni los relatos sino las heridas infligidas y sufridas. Esos agujeros, dice el arrepentido con complejo de culpa, son cordones umbilicales que nos vinculan a nuestra propia barbarie. Aún nos atan a ella y no acaban de cicatrizar y caer. Muchos no quieren cortarlos porque no ven la barbarie como el cuerpo madre. Aún buscan en sus tradiciones e identidades la justificación. Ni perdonan ni se arrepienten. Por ellos las fachadas de muchas casas se habrían revocado borrando los boquetes. Yo mismo causé la historia de este modo tan destructivo. Porque, en contra de lo que es creencia generalizada, la historia no se hace ni se escribe, se causa, se provoca. Se vive con el riesgo al acecho en su propio embrión. ¿Por qué la historia acaba siendo siempre devastación? Mientras habla en la tertulia escucho comentarios. Desde entonces está trastornado, dicen algunos. De qué se arrepiente, a buenas horas, dicen otros. El mal sí se hizo y él fue de los que lo ganaron a pulso, desvaría uno desde el rincón. Ahora dice que es de los nuestros. ¿De los nuestros y se obstinó desde aquel nido a hacer la vida imposible a los que iban al mercado?, le disputa otro. Él, que ha oído cada opinión, y ha escuchado ya tantas, no se atreve a llevarles la contraria. El maestro de la escuela cercana, que no es ni joven ni viejo, me lo aclara. No es un hombre muy hablador. Estuvo varios años preso, luego desapareció de la ciudad. Hace lo posible para pasar desapercibido, pero a veces viene a la plaza y se siente extrañamente obligado a perorar. Los turistas le hacen fotos y él les muestra la metralla en muros y taludes, y les acompaña por la orilla del río. No pide dinero, aunque está en la miseria. Cuenten en sus lugares de procedencia lo que les cuento, les dice a cambio.
(Fotografía de Inés González)