"Lo tendió encima y con el cuchillo le extrajo del muslo
el agudo dardo, rodeado de asta de pino. La oscura sangre
le lavó con agua tibia y luego le aplicó una amarga raíz,
previamente machacada a mano, aletargadora del dolor, que todos
sus sufrimientos calmó. La úlcera se secó y cesó la hemorragia".
Homero,
Ilíada. Canto XI, 844.
Se han desatado voces de alarma por la ciudad. Tenía que pasarnos ahora esto, dice el clamor más repetido. ¿A quién hemos injuriado para que se cebe en nosotros el mal oscuro? se escucha de puerta en puerta. Ya perdimos bastantes vidas cuando la ocupación bárbara. ¿Por qué esta nueva desgracia?
Han venido a verme algunos vecinos. Entre ellos Sciros, el cautivo retornado, Bahram, el joven arquitecto que se ha asentado entre nosotros, y el loco, Alónnisos. Los acompaña Thera, que no suele abandonar fácilmente el alfar, salvo por causa que considere grave. Me gusta su capacidad de reacción. Y su presencia me estimula. Venimos a hablar contigo sobre las preocupaciones de la gente, dice. No veo exasperación en el tono de sus palabras. Difícil no haber oído las cosas que se están diciendo, pero vosotros ¿no estáis intranquilos? Sciros está curtido en padecimientos y su capacidad de control es evidente. ¿De qué nos serviría? Además no es la primera vez que una enfermedad toca a algunas familias. ¿A qué nos llevaría poner la voz en grito? ¿No es mejor considerar el problema y ver cómo lo podemos afrontar? Si no es la primera vez que ocurre, algo habréis aprendido de otras ocasiones, les planteo. Y así es, pero hay que detener como sea el coro de lamentaciones que, en parte, están promovidas por quienes nunca aceptan cambiar lo que no funciona en la administración de la ciudad. Que las condiciones higiénicas siguen siendo deficientes es un hecho innegable. El arquitecto interviene. No hay mejor salida que revisar las obras públicas, regenerarlas, mejorar la traída de aguas, modernizar las canalizaciones. Pero es una acción a largo plazo, y antes que nada hay que salir de esta. Thera avisa. Esos de los que habla Sciros, que siempre tratan de influir para que la ciudad esté sometida a su control, ya andan diciendo que hay que buscar a los iatromantes, como la otra vez. Que sus dotes de adivinación podrán dominar al mal y que sus magias cortarán el avance de casa en casa. Pero ¿cómo? ¿Con hechizos y trances que pueden impresionar a los niños pero que ya vimos antes que no nos sirvieron? Me quedo pensando; todos me observan como si yo, que siempre seré un advenedizo, pudiera tener la solución. Al fin hablo, más por evitar que la inquietud se cebe en ellos que porque se me ocurra algo decisivo. Deberíamos primero saber en qué zonas de la ciudad ha prendido más la enfermedad. Y si es posible conocer de manera más precisa a qué casas les ha tocado y cuáles se han librado. Luego deberemos informarnos qué comida han ingerido, de qué aguas han bebido, y si los animales están afectados como ellos. No estaría de más preguntar si han observado más ratas y cuántos han sido mordidos por ellas. Tampoco estaría mal indagar sobre aquellos que se han estado solazando con escasas precauciones, dice el loco con sarcasmo. A punto hemos estado todos de echarnos a reír. Thera es insistente. Unos pedirán buscar a curanderos y otros recurrir al oráculo, pero los primeros no van a hacer nada que no hagamos cualquiera de nosotros en asunto de cuidados y, en mi opinión, la pitonisa no está desde hace tiempo por profetizar nada. El grupo asiente lo que dice Thera, pero parece buscar algo más. Vuelven sus ojos a mí. Nuestro objetivo, propongo, es detener el pánico. Desbaratar a los que propagan falsas informaciones sobre la extensión del mal y que hablan de contagio allí donde tal vez solo se trata de situaciones casuales, muy concretas, sin que tengan que ver unas con otras. Deberíais buscar a un hombre sabio que vive en el extremo de la isla vieja, plantea Alónnisos. De él se dice que tiene experiencia en curar heridas de dardos y tratar males ocultos en lo más profundo de los cuerpos. No es un hombre entregado como otros a rituales y encantamientos, sino a la observación. No invoca ni a dioses ni a mediadores ficticios. No cree en las enfermedades sagradas, idea nefasta que defienden los charlatanes, y afirma que nadie se tiene merecido el mal. Eso sí, dicen que suele hacer muchas preguntas, que se interesa por las conductas de vida y por los alimentos que come la gente, que explora con la mirada atenta y con sus manos todo el cuerpo, no solo la parte aquella de la que un enfermo se queja. Se ayuda además, según para qué males, de instrumentos que ayudan a abrir la carne. Y procura evitar el dolor, y cicatriza la herida con recursos de su propia invención. Y por si fuera poco, enseña sus artes, que él llama físicas, a quien muestra interés y habilidad. Cuando alguien le echa en cara que tiene una conducta impía al despreciar a los sanadores tradicionales que dicen obrar conforme a las indicaciones de Apolo él responde: ¿Acaso no se curaban nuestros héroes entre sí y no les molestaba a los dioses? Anécdotas de esta clase se cuentan de este hombre sabio y bondadoso. Pedid que vayan lo antes posible a buscarlo, no está tan lejos. Tal vez sea parte de la solución para este momento. Y quién sabe si no será una baza favorable para nosotros si le convencemos de que se quede a vivir en la ciudad.
Todos permanecemos asombrados ante las palabras de Alónnisos. ¿Quién podría prescindir de nuestro orate si lo que propone resulta ser lo más práctico para todos nosotros?
(Fotografía de Herbert List)