¿Sabéis? Esta noche, mientras dormía, vino a verme la Muerte, empezó a contar Baobab. El pavor atenazó a los chicos. Un montón de ojos saltones desafiaron entusiastas los últimos rayos del sol. El más timorato llegó a echarse para atrás en el corro. La asaetearon a preguntas intrépidas. Uno más curioso la espetó: ¿cómo era? Otro: ¿y qué te dijo? El más ingenuo: ¿y te llevó?
Baobab se creció ante la expectación del auditorio. Si la Muerte es como yo la vi no daba casi miedo, pero confundía. Cuenta, cuenta, la interrumpió aquel tropel alborozado y tenso. Y ella empezó a inventar. En el rato que estuvo charlando conmigo cambió varias veces de apariencia. Ella no se dio cuenta de que yo la había reconocido, pues disimulé muy bien. Además quería saber de qué era capaz. Oh, sonó el eco prolongado de aquel coro infantil. Sí, unas veces iba andrajosa como un vieja decrépita. Pasó de largo. Al cabo de un rato volvió a presentarse, pero vestida de dama elegante como las de esas tribus ricas que hay al norte. También desapareció. No tardó en mostrarse como cazadora, algo que me extrañó porque a las mujeres no las dejan los hombres cazar. Pero a mí no me la pegó. También la ignoré. Como no me hacía la enterada optó por cambiar de disfraz. Y apareció como una vaca. ¡Como una vaca!, exclamaron entre risas los niños. ¿Y mugía?, soltó el ingenuo. El chico ansioso no dudó: ¿Y como león, no? Los demás les hicieron callar. Cuando más me asusté fue cuando se convirtió en una niña. Los chicos se sobrecogieron pero no dijeron nada. No era como nosotros, en realidad no sabría decir de qué tribu podía ser. Me dijo que quería jugar conmigo. Esto me desagradó mucho. ¿Cómo podía la Muerte recurrir a hacerse pasar por una niña? Así que tuve que plantarle cara. ¿Se puede saber por qué te disfrazas de niña?, me puse enérgica. Ella, que siempre hablaba con amabilidad, me respondió con mal carácter que no iba disfrazada de nada. Que era todas las personas que yo estaba viendo. Si podía ser una vaca o una vieja o una señora rica, ¿no puedo ser una niña encantadora y juguetona?, dijo con descaro.
Los niños, que no perdían el hilo de lo que contaba Baobab, se movían excitados como cuando escuchan en la cercanía de la aldea los rugidos de un león o el silbar ladino de una serpiente. Baobab no ignoró que los niños esperaban respuestas. No estaba dispuesta a que la Muerte llevara las de ganar. Señora quien sea, una no puede ser a la vez muchos, le respondí yo. Baobab, me reprendió ella. Es que yo no soy una persona cualquiera. ¿No has oído hablar nunca de la mujer de las mil caras? Entonces empecé a asustarme un poco, dijo Baobab a los chicos bajando el tono intrigante de la voz. Y recordé que mi tío me había contado que en una región que recorrió le habían hablado de la mujer de las mil caras. Pero siempre había pensado que era invención de mi tío. ¿Qué le contestaste a esa mujer?, le preguntó a Baobab la niña más atemorizada del grupo. Pues que no, que nunca había sabido de ese personaje. Eso hizo que la Muerte se enfadase de nuevo. No soy ningún personaje. Soy de carne y hueso como tú. Y extendió la mano para que se la tocase. El corro, crispado, dio un respingo como un solo hombre al escuchar esto. ¿La tocaste?, preguntaron todo revueltos a la cuentacuentos. No, no me atreví. Pero ella, que estaba molesta, insistió. ¿No imaginabas que puedo ser como son las personas de esta aldea o de otras o de cualquier confín del mundo? Puedo ser de distintas edades, alta o baja, rica o pobre, lista o tonta, silenciosa o vociferante. Como cada uno de vosotros. Y yo no voy a ser menos que vosotros porque estoy dentro de vosotros.
Baobab, al contar esto, señaló uno a uno a cada niño. Encarnando el papel de la propia Muerte. Ninguno se movió. Luego hizo una parada, como si de pronto hubiera perdido la inspiración. El efecto de pánico sobre los chicos no menguó el interés por el relato. Sigue, Baobab, vamos, sigue, la azuzaron. La verdad, retomó la niña aquella historia, es que yo estaba a punto de echar a correr despavorida, porque no sabía por dónde podría salir la Muerte, pero me hice la loca cuanto pude. Y entonces se me ocurrió ponerme a mirarme a mí misma como si no me afectase su presencia. Busqué qué había de la Muerte en mi cara, en mi pelo rizoso, en mis brazos, en todo mi cuerpo, en mi manera de ser y de hablar y de reír. La Muerte lo advirtió enseguida, porque será dañina pero es muy lista. Luego se apaciguó. No te mires tanto, me dijo con dulzura, que tú no podrás verte más que como vida que eres, y además ni se te ocurra ahora buscarme dentro de ti, porque tu vida será larga. Duerme tranquila. No volveré ya más por aquí.
Baobab se creció ante la expectación del auditorio. Si la Muerte es como yo la vi no daba casi miedo, pero confundía. Cuenta, cuenta, la interrumpió aquel tropel alborozado y tenso. Y ella empezó a inventar. En el rato que estuvo charlando conmigo cambió varias veces de apariencia. Ella no se dio cuenta de que yo la había reconocido, pues disimulé muy bien. Además quería saber de qué era capaz. Oh, sonó el eco prolongado de aquel coro infantil. Sí, unas veces iba andrajosa como un vieja decrépita. Pasó de largo. Al cabo de un rato volvió a presentarse, pero vestida de dama elegante como las de esas tribus ricas que hay al norte. También desapareció. No tardó en mostrarse como cazadora, algo que me extrañó porque a las mujeres no las dejan los hombres cazar. Pero a mí no me la pegó. También la ignoré. Como no me hacía la enterada optó por cambiar de disfraz. Y apareció como una vaca. ¡Como una vaca!, exclamaron entre risas los niños. ¿Y mugía?, soltó el ingenuo. El chico ansioso no dudó: ¿Y como león, no? Los demás les hicieron callar. Cuando más me asusté fue cuando se convirtió en una niña. Los chicos se sobrecogieron pero no dijeron nada. No era como nosotros, en realidad no sabría decir de qué tribu podía ser. Me dijo que quería jugar conmigo. Esto me desagradó mucho. ¿Cómo podía la Muerte recurrir a hacerse pasar por una niña? Así que tuve que plantarle cara. ¿Se puede saber por qué te disfrazas de niña?, me puse enérgica. Ella, que siempre hablaba con amabilidad, me respondió con mal carácter que no iba disfrazada de nada. Que era todas las personas que yo estaba viendo. Si podía ser una vaca o una vieja o una señora rica, ¿no puedo ser una niña encantadora y juguetona?, dijo con descaro.
Los niños, que no perdían el hilo de lo que contaba Baobab, se movían excitados como cuando escuchan en la cercanía de la aldea los rugidos de un león o el silbar ladino de una serpiente. Baobab no ignoró que los niños esperaban respuestas. No estaba dispuesta a que la Muerte llevara las de ganar. Señora quien sea, una no puede ser a la vez muchos, le respondí yo. Baobab, me reprendió ella. Es que yo no soy una persona cualquiera. ¿No has oído hablar nunca de la mujer de las mil caras? Entonces empecé a asustarme un poco, dijo Baobab a los chicos bajando el tono intrigante de la voz. Y recordé que mi tío me había contado que en una región que recorrió le habían hablado de la mujer de las mil caras. Pero siempre había pensado que era invención de mi tío. ¿Qué le contestaste a esa mujer?, le preguntó a Baobab la niña más atemorizada del grupo. Pues que no, que nunca había sabido de ese personaje. Eso hizo que la Muerte se enfadase de nuevo. No soy ningún personaje. Soy de carne y hueso como tú. Y extendió la mano para que se la tocase. El corro, crispado, dio un respingo como un solo hombre al escuchar esto. ¿La tocaste?, preguntaron todo revueltos a la cuentacuentos. No, no me atreví. Pero ella, que estaba molesta, insistió. ¿No imaginabas que puedo ser como son las personas de esta aldea o de otras o de cualquier confín del mundo? Puedo ser de distintas edades, alta o baja, rica o pobre, lista o tonta, silenciosa o vociferante. Como cada uno de vosotros. Y yo no voy a ser menos que vosotros porque estoy dentro de vosotros.
Baobab, al contar esto, señaló uno a uno a cada niño. Encarnando el papel de la propia Muerte. Ninguno se movió. Luego hizo una parada, como si de pronto hubiera perdido la inspiración. El efecto de pánico sobre los chicos no menguó el interés por el relato. Sigue, Baobab, vamos, sigue, la azuzaron. La verdad, retomó la niña aquella historia, es que yo estaba a punto de echar a correr despavorida, porque no sabía por dónde podría salir la Muerte, pero me hice la loca cuanto pude. Y entonces se me ocurrió ponerme a mirarme a mí misma como si no me afectase su presencia. Busqué qué había de la Muerte en mi cara, en mi pelo rizoso, en mis brazos, en todo mi cuerpo, en mi manera de ser y de hablar y de reír. La Muerte lo advirtió enseguida, porque será dañina pero es muy lista. Luego se apaciguó. No te mires tanto, me dijo con dulzura, que tú no podrás verte más que como vida que eres, y además ni se te ocurra ahora buscarme dentro de ti, porque tu vida será larga. Duerme tranquila. No volveré ya más por aquí.
Esta historia cameló tanto a los niños que fueron propagando por ahí que Baobab no iba a morirse nunca. Tal vez fue su tío Ngongo quien ingenió ponerla, en el dialecto de la etnia, el sobrenombre de la niña que se burló de la Muerte.
(Máscara del Reino de Oku.
Museo de Arte Africano Jiménez-Arellano Alonso, de Valladolid)