"Un hombre hay que se escapa, por milagro,
de tantas agonías".
Pedro Salinas, El contemplado, Variación XII.
"Un hombre hay que se escapa, por milagro,
de tantas agonías".
Pedro Salinas, El contemplado, Variación XII.
Creo que a los que habitamos en este país nos sobra crispación y nos falta bondad para con nosotros mismos.
Me telefonea a hora intempestiva una voz casi olvidada. Allo, Héctor, dice. ¿Recuerdas cuando escuchamos por primera vez Las hojas muertas? Era otoño, como ahora, y justo ahora cae otra hoja de nuestro pasado. ¿Siempre llamas a tus viejos amigos, respondo, cuando un personaje olvidado pasa a ser olvidado del todo? Mi tono entre incómodo y escéptico no parece alterar a la mujer de la llamada nocturna. Yo sí recuerdo, insiste. Fue un día a la salida del liceo nuevo de Montrouge. Tú parecías tan enternecido por aquella canción que ya había cantado Montand y que acababas de descubrir de voz de la Gréco. Me llevaste al bistró de tu abuelo y pusiste la gramola a todo pasto para mí. No pegaba allí, en medio de los humos y las voces de carreteros y taxistas, aquella melancolía hecha poesía y hecha mujer. Pero tú estabas emocionado. Sandrine, me dijiste, estoy leyendo a Prévert, y abriste aquel libro, Palabras, y recitaste un poema titulado El otoño, que entonces me pareció cursi y tú decías que era surrealista. No me acuerdo de tanto, replico algo desaborido. Pues yo no lo he olvidado, dice la voz al otro lado del teléfono, y lo recita a su vez:
Un caballo se desploma en medio de una avenida
Las hojas caen sobre él
Nuestro amor tirita
Y el sol también.
Héctor, ¿por qué nos atraían las voces melancólicas cuando apenas estábamos descubriendo la atracción de la vida? ¿Porque nos gustaban los poemas de Prévert o porque ambos éramos unos corazones frágiles? No lo sé, respondo a Sandrine. También yo podría preguntarte: ¿Me llamas por la muerte de Juliette Greco o porque la canción te vuelve más frágil? Sandrine: A estas alturas no podemos ser más frágiles de lo que fuimos, o acaso lo somos de otro modo, con otra naturaleza. No, no te voy a recitar los dos primeros versos del poema, ya sabes, Me gustaría tanto que recordaras / aquellos años en que tú y yo éramos amigos...Pero lo acabas de hacer, Sandrine. Y si te pones así, yo podría acabar con otros versos del final del poema, aquellos que dicen: Pero la vida aleja a los que se aman / muy dulcemente, sin ruido...Silencio al otro lado. ¿Estás ahí, Sandrine?, digo. Sí, brindemos por otra hoja caída de nuestra memoria, dice una lenta y pesada voz que apenas reconozco.
Cuando paso por el museo me coloco en un ángulo discreto de la sala y las contemplo. Estas sibilas musculosas y abstraídas no miran al cielo, aunque su cabeza en altura diagonal lo parezca. Tampoco escudriñan el futuro, pues bien saben ellas, como cualquier humano, que el futuro es vana invención.
Me admira la pose soberbia y firme con que tratan de alejarse de un humano cualquiera. A este le limita el presente, que tantea unas veces teniendo en cuenta el pasado, otras arriesgando alocadamente. Pero si un hombre, reflexionando sobre sus actos, trata de articular lo acontecido atrás y cuanto le involucra en su actual situación su mirada se extravía hacia el espacio horizontal cuando no hacia el subsuelo. Más de un artífice labró a su hombre pensante en actitud de caída.
A mí me gusta más escuchar a las adivinas que contemplarlas. Y pienso por un momento si la manera de mirar no será a su vez un modo de escuchar por mi parte. No deja de fascinarme esa lograda postura de misión premonitoria con que les ha dotado el artista. ¿Qué esperáis?, les pregunto. Me parece oír su repuesta: ¿Qué esperáis vosotros? Pero ellas, sin girar su rostro, sin osar inclinar la cabeza hacia el paseante mediocre, se limitan a tamborilear tenuemente sobre sus carrillos. Porque las sibilas no responden por las buenas a cualquier mortal, sabedoras de que ellas no están para sacarnos las castañas del fuego. Cuántas veces fracasarían en sus intentos de consejo durante los lejanos tiempos en que eran utilizadas por los hombres de gobierno. Cuando estos acudían hipócritamente a ellas para justificar después sus desatinos y malas decisiones. Una duda tonta me asalta: ¿desearán en nuestros días recurrir a ellas los dirigentes de las élites de poder? Confiados en sus equipos directivos, seguros de sus asesores, atenidos a las cifras, aferrados a una telaraña de mecanismos y delegaciones, haciendo que hacen y diciendo no más de lo que dicen, los gobernantes se equivocan una y otra vez. Y la enorme masa de población que fiamos nuestro destino a quienes controlan y dirigen la sociedad somos tan ciegos de dirigirnos mendicantes a ellos como si fueran adivinos.
Miro a las profetisas con la intriga de niño crecido, y me susurran que ellas no se responsabilizan de las acciones humanas ni se hacen eco de nuestros fallos. Su imagen quedó postergada para siempre en los viejos relatos épicos. Pero las tallas del artista me transmiten sus mensajes ocultos. Creed más en cada uno de vosotros mismos, me llega en su dialecto de la Fócida. Mientras no lo hagáis y luego os pongáis de acuerdo no superaréis vuestras incertidumbres y desasosiegos.
Conjunto de sibilas, obra de Alonso Berruguete (Paredes de Nava, 1490 -Toledo, 1561) del Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
Se las veía contentas. Todo el empeño hacendoso que ponían cada día en sus trabajos y atenciones con los demás lo dejaban fluir al empujar la barca. El día se había despejado, las aguas amansaban las orillas, el lago atraía el vuelo de aves tenaces a la captura de los peces saltarines. Podría decirse que todo emanaba complicidad con las mujeres. El aire suave que mecía los juncos, la luz que protegía la quietud del lago, el paisaje extenso que proponía a la mirada una huida sin fin. Incluso el Fuji parecía más regio que nunca, desplegando su amplio kimono de plata. Iban agitadas, como adolescentes. Sus vestidos no eran impedimento para poner en acción los remos. Me provocaron entre risas y gestos. Adiós, abuelo Tsurumatsu, ¿no quiere venir? Anímese, donde caben cuatro caben cinco, y la embarcación puede con todos. Yo les respondí: divertíos, ya he navegado lo mío. Pero ellas insistían en provocarme. Nuestros remos son los más sólidos que usted haya podido manejar. Seguí el juego: No lo dudo, pero siempre me tuve por mejor timonel que remero, así que no podríais conmigo. Insistían tanto que casi me hicieron creer que me lo proponían en serio. De pronto pusieron un tono de confidencia. ¿Sabe una cosa, abuelo Tsurumatsu? Nos fugamos, no vamos a volver, véngase con nosotras hasta el otro lado del lago y quien sabe si de la prefectura. Usted ya ha vivido mucho tiempo en el pueblo. No volváis si no queréis les dije, pero el pueblo perderá su sustancia, aunque probablemente vosotras ganéis más. Por cierto, si cuando se os eche en falta me preguntan si os he visto, ¿qué digo? Dígales que vio cómo nos secuestraba el pájaro Yatagarasu y nos llevaba a todas por los aires, pero que esta vez en lugar de tener el ave tres garras tenía cuatro.
Chitón cuenta de la excursión de las mujeres en el enlace:
https://ehchiton.blogspot.com/2020/09/las-mujeres-de-la-naturaleza.html
(Ilustración de Katsushika Hokusai)
El día que hice esta fotografía la conocí. Si dijera que es la que miraba al fotógrafo con atención no aclaro mucho, pues todas estaban expectantes, circunspectas y pendientes del flash. No se encontraba ella entre las más escondidas ni tampoco entre las que esbozaban sonrisa. Tampoco era de las de rostro más grave y menos todavía de las de apariencia ausente. Ninguna de las presentes podía ausentarse ante la eternidad de una fotografía. No voy a entrar en características anatómicas ni en formas de vestir, muy similares tanto en unas como en otras. De las alturas de aquellas mujeres ¿qué podría decir para dar pistas? Las de las primeras filas, dominantes en el grupo, no se llevaban mucho entre sí. Y la que daba más alta se debía a un sencillo calzado pequeño burgués que decía más de su desclasamiento que de su talla. Me niego a señalar que se trataba de la joven situada en tal posición a contar desde la izquierda o desde la derecha. Ni de si se colocaba junto a la de rizos o tras la de busto generoso. Y tampoco me parece oportuno indicar si llevaba un uniforme de oficio o un vestido a la moda. Aquel día todas estaban galanas y, no obstante la aglomeración, se respiraba flagrante. En resumen, que decoro y buena presencia no les faltaba a ninguna de nuestras obreras. Si diré que ella, y debo revelar ahora que fue con la que conviví un tiempo después, hasta la separación de sangre y fuego a que nos condujeron las circunstancias no deseadas, mostraba doble mirada. O triple, o cuádruple. Con aquellos ojos que procedían de un campo abierto y extenso, un espacio que sugería algo así como que nunca hubiera tenido origen y no revelase poseer destino, me observó mientras colocaba el trípode, a la vez que ordenaba el agrupamiento para que pudieran salir todas, misión imposible, en la imagen. No fue fácil hablar con ella al final de aquella sesión pasajera. Todas las demás la reclamaban como si su opinión fuera decisiva. Yo tenía que volver al periódico y ella se veía obligada a atender a muchas de las asistentes, precisadas de consignas y ahítas de resoluciones que debían dar a conocer entre las mujeres de la ciudad. Estaba ya a punto de recoger la cámara para irme cuando, sorprendiéndome, interrumpió su tarea, se acercó y me dijo: ¿Cuándo va a salir el reportaje? Yo le respondí, aun no sabiéndolo con seguridad: mañana mismo si no tiene inconveniente el redactor jefe. ¿Puedo hablar contigo después de la publicación si no me ha gustado algo? Yo pensé: y si te ha gustado también, pero omití decirlo. Le respondí que naturalmente, que era una persona que corrige errores y deshace entuertos. Ella rio, yo me confundí, y entonces vi con claridad lo que había en el fondo de su retina. Fue aquello que observé lo que tiró de mí con fuerza incontrolable y lo que interrumpió para siempre mis días indolentes.
No convenía ponerse delante de esta peligrosa dama. Pero no éramos delincuentes, sino críos, y aquella creación televisiva rezumaba demasiada woman's appeal como para no ceder a los riesgos. Así que nos colgábamos todas las tardes ante la pantalla para ver la serie en que dos actores británicos, Diana Rigg y Patrick Mcnee, encarnaban a Emma Peel y a John Steed: Los Vengadores. Ella. envuelta en sus trajes de cuero negro, ágil como un jaguar, resultaba colaboradora inequívoca de su compañero John Steed para defender al Imperio y el Orden frente al mal. El personaje Peel encarnaba valores propios de los 60, los de mujer liberal, independiente, capaz de valerse por sí misma y de demostrar tanto carácter o más que el patrón masculino al uso. Características representadas por los trajes simbólicos, ya fuera el ajustado combinado chaquetilla o jersey y pantalón de cuero, o el de trajes de diseño minifalda que empezaban a ser rompedores en la moda de los felices sesenta. Mary Quant estaba ahí.
Recuerdo que a la hora vespertina, sentados el grupo de amigos en un banco para nuestras entretenidas confidencias ya rebeldes, era inevitable comentar la serie. También incidir en las ironías de corte británico, ese humor especial que a veces disimula que lo sea, con que siempre se remataba cada capítulo. También captar las sugerencias y tentaciones de una complicidad de pareja que parecía ser solamente de trabajo pero que traspasaba el guión para que los chicos díésemos un paso al frente y releváramos al actor. Al fin y al cabo aquel woman's appeal que emanaba la mujer de negro, en una serie rodada en negro, ¿no estaba diseñado para complacer el sentido íntimo del espectador? Mi amigo M. se enamoró perdidamente de Diana Rigg y no hubo manera de quitársela de la cabeza hasta que conoció a una chica de carne y hueso, también intangible y efímera por entonces, pero al menos de visibilidad de este mundo.
(Diana Rigg ha dejado la vida con 82 años. Los espectadores de las últimas generaciones la habrán visto actuar en Juego de tronos. Pero esta Diana, por su papel y por su edad, ya no cumplía el rol de vengadora de la serie. Y se han perdido a la apasionante detective)
"Acampados estamos muy lejos de la tierra patria, en el mar apoyados".
Homero, Ilíada, XV 740
Hay días en que uno siente la vaciedad y la vergüenza. Los que ya nada tenían tienen menos. ¿Qué clase de matemática aplica el orden del mundo humano?
Incendios en los campos de refugiados de Lesbos. Un campo levantado para albergar a 2.800 personas, pero donde estaban recluidas casi 13.000. Grecia. Unión Europea. Mare nostrum. ¿Nostrum?
Y en mi ciudad hay gente se queja de que el covid 19 les haya dejado sin las fiestas tradicionales. Para tradición la de la miseria humana. Ay.
(Fotografía tomada de El País/ Fotografía tomada de Deutschland Welt)
Nunca hubiera imaginado que yo -y tú y tú y tú, todos los que leéis esto- fuera, fuéramos, cuanto describe la Taxonomía. Estábamos hiper clasificados por los criterios de la ciencia biológica y yo no me había enterado. ¿Dónde encajará la siguiente especie, la que nos suceda cuando la nuestra flaquee o simplemente mute? ¿Cómo será denominada? ¿Quiénes se encargarán de modificar la Taxonomía? Pero bien pensado, los sucesores ¿se entregarán a la misma obsesión clasificatoria o resolverán el control con otro lenguaje más simplificado? Merece la pena leer de corrido la tabla de lo que somos, ya digo que según la Taxonomía. Con tanta nomenclatura ¿no se supera toda discusión ontológica, señores filósofos?
Taxonomía | ||
---|---|---|
Dominio: | Eukaryota | |
Reino: | Animalia | |
Subreino: | Eumetazoa | |
(sin rango) | Bilateria | |
Superfilo: | Deuterostomia | |
Filo: | Chordata | |
Subfilo: | Vertebrata | |
Infrafilo: | Gnathostomata | |
Superclase: | Tetrapoda | |
Clase: | Mammalia | |
Subclase: | Theria | |
Infraclase: | Placentalia | |
Superorden: | Euarchontoglires | |
Granorden: | Euarchonta | |
Orden: | Primates | |
Suborden: | Haplorrhini | |
Infraorden: | Simiiformes | |
Parvorden: | Catarrhini | |
Superfamilia: | Hominoidea | |
Familia: | Hominidae | |
Subfamilia: | Homininae | |
Tribu: | Hominini | |
Subtribu: | Hominina | |
Género: | Homo | |
Especie: | H. sapiens |