Leyendo Serotonina, la última novela de Michel Houellebecq que, a mi modo de ver, adquiere más contundencia a medida que avanza el relato (no me atrevo a decir la trama), encuentro esta parrafada:
"Los años de estudiante son los únicos felices, los únicos en los que el porvenir parece despejado, en que todo parece posible, después la vida adulta, la vida profesional, no es más que un lento y progresivo estancamiento, sin duda por eso las amistades de la juventud, las que entablas durante los años de estudio y que en el fondo son las únicas verdaderas, nunca sobreviven a la entrada en la madurez, evitamos volver a ver a los amigos de juventud para no confrontarnos con los testigos de nuestras esperanzas frustradas, con la evidencia de nuestro propio aplastamiento".
Coincido en la relativa felicidad de nuestros años de juventud, entendiendo tal felicidad como otra perspectiva, o acaso se trate de la ausencia de perspectiva, la vivencia al día sin grandes exigencias, o incluso soslayando y saltando por encima de esas exigencias, porque si en algo reconocemos los tiempos jóvenes, y nos reconocemos en ellos, a veces con lamentos, a veces con suspiros, es por su carácter aventurero, daba igual que fueras aprendiz o estudiante, recadero o ayudante en la tienda de tu padre, la aventura llamaba a la puerta cada día, se disimulaba, se ocultaba, se reservaba para un tiempo en que no nos controlasen, y tal aventura conducía en tantas ocasiones a transgresiones de mayor o menor calado, algunas sumamente arriesgadas, peligrosas diría yo, otras de simple confrontación y competencia entre coetáneos o echando un pulso a los plenamente maduros que se elevaban con sus rigores pontificales, sus consejos pétreos, su ordeno y mando habitual, la juventud era no solo un tiempo sino un camino, la vía de escape a dos bandas, de una infancia que se desgarraba de nosotros, o nosotros de ella, habiendo quien le costaba más, asumiendo que era necesaria su superación, y ese espacio definido por su indefinición, la juventud, era un campo abierto, al que se pretendía poner puertas, pero cuyos resortes saltaban al menor movimiento audaz, pero también era un distanciamiento respecto al futuro que se cerniría sobre cada uno de nosotros, donde se iban probando capacidades, tendencias, manías, aptitudes, valores propios de un animal humano que se va haciendo también a contrapelo, hablo de valores en su término relativo, no de virtudes ni de enviciamientos, esots antónimos permanecían larvados, o formándose, nunca te haces a la contra del todo, pero la contra, al menos la contra oculta, la reservada para el momento en que nadie nos fiscalizase, tomaba carta de naturaleza tan biológica como cultural, y se exhibiera tal oposición, digamos, de manera sistemática u ocasional, visceral o dubitativa, era un posicionamiento, un afianzamiento, ser joven era estar ahí, dándolo todo sin advertir las consecuencias, y era aquella actitud la que consolidaba la camaradería, la amistad, la aproximación, porque el trato o la relación entre iguales nunca era entre totalmente iguales, algo que tampoco se da de adulto pleno o de anciano convicto, pues si bien hay elementos homogéneos que se comparten, las reglas del juego que hay que respetar, se supone, entre todos, no todos los adultos tienen tampoco la misma disposición, y he dicho reglas de juego, y ese respeto formal, estaría por ver que fuera sincero y profundo, de las reglas admitidas no es siempre consecuente, ni verdadero, es más que nada defensivo, es demostrativo, si se quiere, pero entonces, en aquellas edades que una vez tuvimos de juventud, nadie se planteaba lo que no fuera el salto de mata, la improvisación, la influencia de lo más deslumbrante, la atracción de lo más sugerente, el morbo del peligro intuido, y aunque dejemos de ver a los amigos de juventud, a algunos forzadamente porque ya no están en la vida, a otros por la dispersión que nos fue caracterizando, si tuviéramos la ocasión de un reencuentro, porque a todos nos pasa antes o después, tal vez quisiéramos que los reencuentros fueran breves, sin dejar huella, un vernos para ver cómo hemos cambiado en lo fisiognómico, o en las ideas, o en las aspiraciones, en lo que hemos estado haciendo en tantas décadas transcurridas desde la juventud, o mejor no, cuanto más queremos ver en los cambios más podemos entrar en choque con nosotros mismos, los otros, de tropezarnos de nuevo con ellos, nos recordarían lo que pudimos hacer y no hicimos, a lo que pudimos llegar y no llegamos, con quienes pudimos estar y no estuvimos o, lo que es peor, nos producirían el destello deslumbrante, angustioso, de la pérdida del tiempo.