Recuerdo de la niñez el afán de mi madre al anochecer ante el aparato de radio. Recluida en la cocina, espacio cálido donde se hacía la vida en invierno gracias a la bilbaína, mi madre giraba con paciencia la rueda de la radio hasta dar con la frecuencia que buscaba. Cuando lo conseguía ponía el sonido muy bajito, arrimaba la oreja y trataba de escuchar lo que decía La Pirenaica. A mí me intrigaba que la voz se fuera y volviera una y otra vez, entre ruidos y alejamientos. No sabía entonces que la tal Pirenaica era interferida por el régimen imperante. No sabía que detrás había todo un sistema de transmisión de señales de radio que interfería otras transmisiones no deseadas por la dictadura, principalmente las de aquella emisora. Y que se hacía desde un inhibidor de frecuencias. No era nuevo, en la Segunda Guerra Mundial ya se había utilizado con amplitud, y al sistema de anulación o reducción a propósito de otras frecuencias los ingleses lo denominaron jamming.
Ignoro si hoy, en tiempos de satélites y ordenadores por doquier, el jamming sigue en vigor a alguna escala, aunque supongo que ha sido superado con creces por otros sistemas de interferencia más efectivos. Tal vez persista la misma y antigua intención. Tal vez el jamming llega sin darnos cuenta, no con ruidos y pérdidas de frecuencias, sino a través de emotivos y seductores procedimientos que se incorporan a nuestra mente para que nosotros nos dejemos llevar por ellos. Un jamming que fabricamos con nuestra aceptación cada uno de nosotros. La mano última, en la ardiente oscuridad de un mundo que se quiebra y nos confunde a velocidades inesperadas, mueve todo tipo de artilugios, psicologías, éticas e ideologías para hacer dúctil y maleable al hombre. Como se solía decir de los minerales aprovechables. Y es que o somos útiles -es decir, productores eficientes y baratos, más consumidores incesantes, más seres domesticados que protesten lo mínimo- para el negocio que domina o mejor que nos muramos, parece decirnos a gritos esa interferencia generalizada que asalta despóticamente la frecuencia individual de nuestro libre albedrío.
Como recuerdo de un tiempo y un país, donde no solo la voz no se podía acallar del todo sino, y sobre todo, en que el oído no se pudo taponar como quisieran, adjunto la sintonía y el comienzo de emisión de una emisora clave más para la expectativa y la esperanza que para los logros políticos.