"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 27 de abril de 2020

Cuentos indómitos. La búsqueda del agrimensor



















"...de agua poco a poco se van llenando
las huellas de unos pies que ya han desaparecido".

Zbigniew Herbert. Episodio.




Durante todo el día estuvieron buscando al agrimensor desaparecido. Hallaron el equipo con los instrumentos en la orilla del Piri Poty. El pantalón y la ropa interior, sobre los juncos. El calzado, a cierta distancia. Sospecharon lo peor, pero no acertaron. Los buceadores más experimentados rastrearon el río. Removieron el lodo del fondo. Apartaron algunos troncos de árboles y la exuberante hojarasca náufraga. Inspeccionaron un tramo considerable, incluso las pozas más negras. Ni rastro del hombre. Ahogado no parece, dijeron los mirones que se acercaron. Y la corriente habría retenido el cuerpo en la presa, informaron los guardias. Un misterio, afirmó un fotógrafo local ávido de sensacionalismo. Un enigma, replicó el representante de la empresa del agrimensor. Tal vez se metiera en el agua y alcanzase la otra orilla, sugirió el pastor de una secta religiosa que convertía cualquier detalle físico en un símbolo de salvación. El juez de guardia, al que alguien avisó en falso, aseveró categórico: encuentro no más que indicios de una turbia oscuridad en este caso. Nada aporta pruebas de que el agrimensor haya perecido. Puede que tan solo haya perdido la cabeza. Todos los presentes se miraron perplejos. Era un empleado muy equilibrado, certificó a favor del desaparecido el otro agrimensor. Miren, tranquilizó el juez, lo mejor es dar parte a los puestos de policía de los pueblos cercanos y esperar a  que se le localice. Eso sí, ordenen que se provean de ropa para el caso de que se den de bruces  con él. No es cosa de que le tomen como exhibicionista. Llámenme si encuentran de verdad el cadáver, tengo más quehaceres. Luego levantaron el operativo y dejaron al arroyo de nuevo apacible y solitario, como casi siempre solía estar.

Pero los ríos suelen ser más anómalos de lo que se piensa la gente. Porque, ¿cuántas dimensiones tiene un río? ¿Basta con cuantificar las distancias de su curso en ambas direcciones? ¿Qué datos proporciona medir su profundidad? ¿Son las cifras las que resuelven el carácter y la personalidad de un río? Los barqueros, ¿navegan exclusivamente para alcanzar un puerto certero o se sienten además superiores? Los bañistas, ¿se sumergen en él solo para refrescarse o echan un pulso que consideran heroico? Las tierras que hay a cada lado de sus riberas, ¿alimentan su feracidad únicamente por las aguas que las riegan o intentan generar nuevos ríos subterráneos? Los viajeros, ¿los atraviesan como si salvaran un obstáculo o imaginan visiones tentadoras al atravesar el vacío de la luz de los puentes?  En un río hay una atracción poderosa que desconcierta a toda clase de hombres. Quien se aproxima a él no se limita a cumplir una función práctica, sino que fantasea, se reencarna, se alza con soberbia sobre el elemento. El agrimensor lo sabía. Sabía que su fuerza era también una invitación. Pero, ¿se trataba de la convocatoria de la mujer aparecida o más bien de la búsqueda que late recóndita en cada hombre lo que le arrastró hasta un mundo ignoto?

La joven Piri Poty se acercó al agrimensor. Te están buscando arduamente, le dijo. Él se limitó a encogerse de hombros. Era de esperar, es parte del protocolo de una investigación. ¿Sabes que antes o después pondrán tu nombre en la lista de los que desaparecen de este mundo sin dejar rastro?, insistió ella. El hombre se hallaba relajado. Me trae sin cuidado. Me basta con estar en tu cercanía. ¿A ti no te buscan? La chica hizo un gesto desenfadado, casi arrogante. De mí no han sabido nunca. Si me han visto, no me han reconocido. Soy invisible para la mayoría. Solo puede verme quien explora dentro de sí mismo. Solo puede llegar a mí quien anhela alcanzar dimensiones que las medidas ordinarias de la vida no pueden proporcionar. No te escogí por casualidad. Lamentaba que tu oficio no te facilitara el salto al conocimiento. Pero no tengo la impresión de que me hayas conducido a ningún lado, Piri Poty, objetó el hombre. Me siento como si no hubiera lugar alrededor mío. Ni suelo donde pisar. Ni vínculos a los que estar sujeto. Ni pasiones que envenenen. Como si me viera carente de necesidades. ¿Acaso no estamos en ninguna parte y todo estará un mero sueño? Piri Poty se levantó, horadando con sus formas de mujer la mirada del agrimensor. Aventando con el aire floral de su cuerpo la quietud imperturbable del hombre. Luego, tomó unas piedras de la orilla y las hizo saltar horizontalmente sobre la planitud del agua reposada en una carrera sin fin. ¿Acaso ves que los guijarros detengan en algún punto su trayectoria?, dijo. Imagina, pues, que nosotros tampoco.





(Fotografía de Leonard Nimoy)


sábado, 25 de abril de 2020

Una Grândola a cuarenta y seis años vista (O un relato lisboeta)




"Quem me roubou o tempo que era um
Quem me roubou o tempo que era meu".

"Quién me ha robado el tiempo que era único
Quién me ha robado el tiempo que era mío".


De Nocturno mediodía, de Sophia de Mello Breyner Andersen




Hoy me he asomado a la ventana, siguiendo la propuesta, pero no me salía la canción. La tenía tan metida y con tantas aristas que no salía. Han cantado por mí Graça y Joao. Y el vecindario. Luego han llegado Joaquim Maria y Andreia, tan afro como siempre. A Joaquim otros llaman Machado, como el escritor carioca. No solo por el nombre sino por sus relatos transoceánicos y porque dice que dejará escrito un poema a la que entonces quede de viuda. Andreia huele tan bien, tan diferente, que aturde. Inhalo el aroma de su cabello brioso, sorprendente por su naturalidad. Exagero el gesto. Me gusta crecer en África, le digo descarado, disimulando en lo posible que envidio a Joaquim. A ella no le engaño. Pero no naciste en África, me responde juguetona. Le devuelvo la pulla. Siempre cabe la adopción, ¿no? Eres tan incorregible, y me da, dúctil, un codazo. Han traído pasteis de Belem. Joao guardaba un Madeira desde hace años. Hoy es el día, ha dicho poniendo en nuestras manos unas pequeñas copas talladas, dice que heredadas de su abuela. Joaquim le ha tomado el pelo. Qué van a ser de tu abuela, si iba contigo cuando las compraste en un tenderete de la Feira da Ladra y, por cierto, qué bien regateaste. Joao hace como que se enfada y luego dice: lo importante de una copa es su doble efecto convexo a cóncavo. Que se pueda acariciar su continente pero dejar que nos provea su contenido. Pasa con todo, prosigue el filósofo de nuestra tribu. Si hay cueva, hay refugio. Si hay pavor mayor razón para buscarlo. Esto es válido para el hombre y para la mujer. El vino, que se compone de ambos sexos, también busca la hondura. Ahí está, dice Joaquim, lo cóncavo empieza en la copa y acaba en la sima de nuestras vísceras. Todos reímos. Entre nosotros la risa es el brindis supremo. Pienso entonces en las oquedades abandonadas o en los vacíos sin ocupar que ha habido en mi vida, y de alguna manera en las de todos los demás. Echamos un leve trago, lento, mudo. El silencio nos une. El recuerdo de los otros tiempos se va por el desagüe de lo no aprehendido. No os pongáis mustios, rompe Joao la parálisis. Se imponen otros tragos. Andreia viene hacia mí. Sospecha que me acecha un golpe melancólico. Su juventud es sabia. Extiende su copa desde sus dedos largos. Pon, sé generoso, dice, como el vino. Este es un mundo de sentimientos coincidente o discordante, apostilla Joaquim. La proximidad y el alejamiento juegan un irrenunciable y confuso baile, ¿no os parece? Graça me hace un guiño. No recuerdes, dice a continuación. O mejor dicho, no te arrepientas de lo que rememoras. Todos se asoman a la calle y cantan de nuevo. A mí ya no me sale la canción.






jueves, 23 de abril de 2020

Cuentos indómitos. El agrimensor asilvestrado



"Nunca se sabrá si la vida es lo que se vive o lo que se muere. Lo único cierto es que no vivimos otra vida que la que nos mata".

Un personaje a otro en el film paraguayo Miramenometokéi, de Enrique Collar.



Mi trabajo de agrimensor es peculiar. Mido y delimito espacios del campo,  lo cual me permite conocer de cerca las propiedades públicas y privadas sobre las que actúo. No siempre soy bien visto. Mi aparición suele provocar suspicacias, no solo entre los propietarios pudientes que temen que haya una intervención no deseada sobre sus superficies, sino entre los arrendatarios modestos a los que cualquier acción sobre las tierras del amo les inquieta, pues ellos mismos también se la juegan. No soy más que un técnico y prefiero no entrar en disputas. Por supuesto, de sobra sé que he ofrecido mis servicios no solamente a reestructuraciones agrarias sino también a intereses urbanísticos que han modificado de abajo a arriba los tradicionales usos campesinos. Pero insisto, soy un profesional que disfruta de su trabajo. Para mí la triangulación de los espacios es pan comido, y se ha desarrollado en mi interior una aptitud, acaso ya era innata, en que el ojo suele coincidir con los datos que me proporcionan los aparatos. Cuando el hombre se identifica hasta tal extremo con el trabajo y forma parte de las herramientas puede que pierda algo de humanización. O que se humanice de otro modo. Me lo quiero tomar como parte de algo evolutivo en lo que uno no puede dar marcha atrás, ni falta que hace.

La otra mañana tenía colocados los aparejos en distintos puntos de aquella zona yerma, aunque yo diría que más bien abandonada a propósito, cuando apareció la muchacha asilvestrada. Esta vez iba cubierta con un vestido de algodón muy desahogado que la hacía aparentar más alta. ¿Qué se ve por esa cosa?, dijo, señalando el trípode que sostenía el instrumento de nivelación. Se ve lo que no se ve a simple vista, y jugué con las palabras. ¿Como los rayos x de los hospitales?, dijo ella. No, no, y reí, se ve de otro modo, pero previamente hay que saber mirar. ¿Quieres que te eche una mano?, se ofreció. Mira que yo recorro estos solares y otros hasta por la noche y a ojo de buen cubero nunca me pierdo. Es como si mis pies tuvieran un cálculo de las distancias tan instintivo que no necesitan siquiera la luz. Te creo, la dije aparentando no sorprenderme. Debe ser porque eres de aquí, bueno y de todas partes, como me dijiste el otro día. Ella se pegó como mi sombra. Me gustaría ser tu ayudante, y trató de mirar por el visor. Bah, no entiendo nada, prefiero mi ojo vivo, pero podría llevarte el trípode o ese maletín. Suspiré con suave desdén. ¿No tienes nada que hacer? Mira que te aburrirías conmigo, que esta tarea lleva mucho tiempo, y traté de quitármela de encima. Si tú me dejas hacer como que te ayudo yo te puedo enseñar lugares en los que nadie penetra habitualmente, sugirió con un aire extorsionista poco disimulado. Entonces pensé que puesto que era tan vehemente mejor sería tenerla de aliada que no de moscón.

Mientras yo tomaba medidas desde distintos ángulos, y quitaba y ponía el trípode en la distancia entre la carretera y el río, ella se dedicó a danzar de aquí para allá. El sol caía con agobiante densidad. ¿Te seco el sudor?, y venía de vez en cuando y con los bajos del vestido secaba mi frente, frotaba mi cuello, restregaba mi espalda. Estás más calado que el Piri Poty, y echó una carcajada. Cuando acabes nos damos un chapuzón. De pronto se quedó seria. Dime, todo esto que estás haciendo, ¿va a ser para que cambie el paisaje de este lugar? Me pensé la respuesta. No sé lo que tendrán previsto hacer las autoridades y la Cámara Agraria, así como otras instituciones que deben estar por medio. Pero seguro que el paisaje será otro. No te puedo decir si mejor o peor, pero vete haciéndote a la idea, mujer, que ya no será tu paisaje. Piri Poty frunció el ceño y no dijo nada. Se alejó. No la volví a ver hasta que acababa la labor y recogía los trastos.

Te prometí un chapuzón, me recordó. Nos acercamos al arroyo. Dejé el equipo a la orilla. Se quitó el vestido de un tirón, deslizando acto seguido su generosa naturaleza por el ribazo. Qué gusto, dijo desde la corriente. Nos hacía falta. Ahora tú; ven, no temas, apenas cubre. La vi alzarse y sumergirse como una ave acuática. Sin saber si saltaba sobre el lecho del río o si era la misma corriente la que le impulsaba. En cada salto me parecía más mujer.  Más cálida, más oferente. No sabía yo qué hacer. Temí haber rozado la insolación. El calor me pedía el baño. Su actitud me hacía dudar. Insistió: vamos, ¿a qué esperas para quitarte la ropa? Busqué una excusa. Que si no sabía nadar en caso de que me llevara a zonas más hondas. O que no había traído traje de baño. O simplemente que temía un corte de digestión. Piri Poty comenzó a bracear. Se deslizaba como una culebra, permanecía de repente quieta como un caimán, salía a la superficie como una gansa juguetona agitando la cabeza. Yo veía desde la orilla que en cada movimiento de la chica se revelaba un ser de otra especie. Ha sido el sol, me dije, sintiendo que me recorría una incandescencia turbadora. Mira que no me fío mucho de los ríos, dije para justificarme. Yo lo conozco bien, es mi guarida, replicó a carcajada abierta. Verás cómo medimos este territorio que no nos lo va a quitar nadie. Me inquietó que me hiciera tan suyo, pero lo interpreté como parte de su desparpajo. Una alegría sin normas ni freno y que me atraía más y más a cada instante. ¿Acaso temes a tu propia desnudez?, me gritó desde el medio del arroyo.

El sol me había obnubilado. Me quité el pantalón y entré en el agua como si fuese a recorrer si no el camino más seguro del mundo al menos el más deseado. Piri Poty se puso muy contenta, vino hacia mí, me tomó de la mano. Vamos hacia una parte donde podremos nadar mejor. En aquel meandro la vegetación proyectaba una sombra agradable y, sin embargo, me pareció temerosa. El agua estaba más fría. La transparencia de otros tramos del río desaparecía allí. Piri Poty se sujetó a mi cuerpo. Ardes aún, susurró. Yo no tenía en ese instante una clara noción del calor ni de la corriente ni del paisaje ni de la medida del tiempo y del espacio. Sumérgete conmigo, dijo la chica. Clavado a su cuerpo sentí que la corriente me arrastraba a la profundidad. En ese momento solo pensé en el equipo de instrumentos que había dejado a la orilla. Luego me pareció que mi respiración era anaeróbica. Mi cuerpo, el de otra especie reproductora. Mis movimientos los de un aprendiz conducido por una maestra que oficiaba conmigo un rescate a otra vida.





(Fotografía de Leonard Nimoy)

martes, 21 de abril de 2020

Mirando al mar soñé




"Ella lo ha hecho por mí. Se ha quedado absorta contemplando un paisaje de nieve. En un mes en que cerca de ella y de mí no hay ni nieve, ni lluvia, ni sol, ni nubes, ni claros, simplemente porque mirar tras los cristales de lo que hay solo deja ver imágenes opacas. Una realidad inmediata aún tétrica. Una contención turbia. Una confusión en la que quien se contempla se confunde más. Unas consecuencias inmediatas sombrías. Una sociedad oscura, en fin, que no dice lo que piensa porque no sabe qué pensar. Porque acabará pensando lo que quien manipule más la conduzca a pensar. Pensar es una broma en este país. Nadie tiene en cuenta que lo que acontece en cada momento tiene su origen atrás. Ni apenas se considera el pasado más próximo, porque todo ha sido vivir alegres y confiados. Pero ¿seguiremos confiando en nosotros? Al rechazar el pasado, temes al futuro, le dice la camarera Hanako a su amante Richard en la película Richard Sorge. Tal vez es una frase zen para una actitud demasiado dicharachera y de vivir al día como la que practicamos por estos pagos. Así que ella, desde su imperturbabilidad, y yo, desde mi apatía, seguiremos estos días contemplando un paisaje de nieve que nos lleve lejos para no estar en el presente".


Este es el mail que me pasa Max desde su confinamiento, tras unos días de silencio absoluto. Por un momento he pensado: mejor que se hubiera callado. Pero cuando releo la carta medito: ¿y si tiene razón?



sábado, 18 de abril de 2020

Cuentos indómitos. La mujer silvestre






















La conocí mientras estaba sentado una mañana de calor temprano junto al manso Piri Poty. Asomaba de vez en cuando la cabeza sobre los juncales y canturreaba divertida algo así como: te'o aí, te'o aí. Luego emergió, produciendo con los labios un silbido serpenteante que se multiplicó sobre la corriente. Me sobresalté. Sus largos cabellos de azabache enmarcaron unos senos bien afirmados. No se asuste, balbuceó con un agudo deje indio, siempre que voy a salir del arroyo me despido. Y el río me despide. Me enseñaron a ser agradecida con las aguas. Es un río sencillo, dije un poco confundido, y no parece río si se le compara con otros de regiones más vastas. Pero me gusta. La adolescente salió, chorreando a lo largo de su ya madura desnudez. No se sabía dónde empezaba en aquel cuerpo el hontanar y si sus areolas no eran sino la base frutal de un ilimitado crecimiento silvestre. ¿Qué cantabas?, pregunté. Ella se sacudió, salpicándome. Una vieja cantinela que repite siempre lo mismo: triste muerte, triste muerte, pero no es triste la canción, porque en realidad habla de la muerte de la muerte. Yo me aturdí de nuevo. Es formidable que se cante algo así. ¿Crees en la muerte de la muerte? Ella no se arredró. Naturalmente, me enseñaron a creer en ello. Pero no basta con creer algo, ¿verdad?, sugerí. Habrá que comprobar si los deseos pueden llevarse a cabo. Ah, dijo la joven todo festiva, a mí no me cabe ninguna duda. Yo misma lo he logrado. Como me viera poner una cara incrédula, cambió de tema.  ¿Sabe usted qué significa Piri Poty?, me preguntó según se colocaba una blusa alba, amplia. No sé guaraní, reconocí. Apenas ató uno de los cordoncillos y a continuación se embutió a duras penas en unos jeans raídos. Normal que no lo sepa, es una lengua aún viva que la hablan cada vez menos vivos. ¿Usted lo entiende? Pero la hablamos los suficientes para que ella, la lengua madre, no muera. Hice un gesto de comprensión, como diciendo: aún tengo que aprender mucho de esta gente. Pues bien, prosiguió la chica, Piri Poty  quiere decir en español flor de junco. ¿No es hermoso? Vio mi cara de admiración. No diga que no, afirmó mientras expandía su cabellera  húmeda. Es hermoso en las dos lenguas, pero mucho más por la intención de quien pusiera el nombre al riachuelo. ¿Quieres decir que no pensó tanto en la esbeltez del junco y sí en la flor minúscula y que pasa casi desapercibida?, se me ocurrió. Ajá, a veces lo he pensado, pero son cosas mías, no me haga mucho caso, dijo. Oiga, no le había visto a usted antes. ¿Se hospeda en San Joaquín? De momento sí, y no quise dar más explicaciones. ¿Es que eres de allí? Nunca he querido ser de allí, respondió la adolescente. De donde soy yo solo puedo habitarlo yo. ¿Le extraña? Un poco, y me inquietó aquella manera de expresarse tan rara. Todo el mundo es de alguna parte, no es cuestión de que quiera o no, sino que las circunstancias le obligan. Otra cosa es que no le guste o no esté cómodo donde vive, a mí me ha pasado alguna vez. La chica bostezó y se estiró sin pudor alguno, afinando cada curva de su perímetro intocable, inaprensible, como si fuera un resorte natural que ni ella forzaba ni mucho menos inhibía. Nunca vi a una mujer tan plena y tan sin tiempo, como si fuera parte de la tierra o de los ríos. Como si su apariencia femenina no la limitase a ser simplemente humana. Entiendo, me atreví a seguirla la corriente. Vives en una aldea próxima o en una choza del camino que va hacia Cecilio Báez, ¿no es así? Vamos, que formas parte de los irreductibles. La mujer fluvial me tuteó entonces. Eres buen adivino, ¿o solo observador? Pues sí, soy irreductible, pero ya te he dicho que voy y vengo, ¿no lo has entendido? Ah, una nómada, o tal vez una salvaje, y reí. ¿Quién te dice que no?, saltó con mirada diabólica. ¿Y que entro y salgo no solo de las haciendas y de los villorrios, sino de cada pecho que me habla con delicadeza? Ah, por cierto, visitante indiscreto, a mí también me llaman Piri Poty, aunque pocos me vean. Solo los que yo elijo.





(Grabado de Frans Masereel)

jueves, 16 de abril de 2020

Cuentos indómitos. El hombre que quería contar su propia muerte




"AQUILES.  Patroclo, ¿por qué nosotros, los hombres, nos damos siempre ánimos diciendo: 'He visto cosas peores', cuando deberíamos decir: 'Lo peor está por venir. Llegará un día en que seamos cadáveres'?

PATROCLO.  Aquiles, no te reconozco.

AQUILES.  Pero yo sí te conozco. No basta un poco de vino para matar a Patroclo. Esta noche sé que, después de todo, no existe diferencia entre nosotros y los hombres cobardes. Para todos hay algo peor. Y lo peor llega al final, viene después de todas las cosas y te cierra la boca como lo hace un puñado de tierra. Siempre es bello recordarse: 'He visto esto, he sufrido esto otro', pero, ¿no es inicuo saber que la cosa más cruel no la podremos recordar?"


Cesare Pavese. Diálogos con Leucó.



Marsias Guzmán, cansado de mirar en su pasado, decidió levantar acta del día posterior a que terminase su existencia. Una mañana al despertar se le ocurrió comunicárselo a su confidente secreto. Después de tanto tiempo sin tener noticias tuyas, ¿me vienes ahora con esta fantasía?, le replicó al otro lado del teléfono la mujer a la que recurría ocasionalmente para medir el temple y las horas de los cuerpos. Él se obligó a explicarse. He dedicado mi vida a explorar territorios de la historia y a bucear en los comportamientos humanos para encontrar su sentido. Tal esfuerzo me ha proporcionado saberes y he obtenido satisfacciones. Como bien conoces tú mejor que nadie he vivido experiencias que me han enriquecido y al apostar por el mejoramiento de mi hacienda personal he tenido quiebras pero también ganancias, porque he sabido aceptar lo que la vida brinda no solo como fortuna sino también en su opuesto, la desdicha. Me he vanagloriado de atraer compañías de amistad y de amor, así como he acabado asumiendo, no sin dolor y rabia, la pérdida de muchas de ellas. ¿A dónde quieres ir a parar?, le cortó la mujer temiendo una vorágine de vanidades pero también de lamentaciones. Bien, no seré más prolijo, pues contigo sería repetir lo que no ignoras de mí. Pero hay experiencias pendientes que me gustaría dejar bien atadas. Di lo que sea de una vez, saltó la mujer a la que acababa de arrancar del sueño. Me tienes en ascuas. Marsias Guzmán bajó la voz y casi silabeando la espetó: he decidido contar lo que se siente cuando uno muere y está ya bien muerto. La amante generosa no supo si reír o colgar el teléfono. Rebajó la tensión al considerar que la confidencia era una quimera más de aquel hombre tierno pero difícil de comprender en ocasiones. Le contestó con sobria mordacidad: bien, parece razonable, ya me lo contarás cuando llegue tu momento último, pero ahora quiero seguir durmiendo. Espera, voceó el hombre. No falta mucho para ese final. Ella se burló con resignación: ah, ¿ya sabes también eso? Y le colgó.

Pero Marsias no era un hombre que se rendía fácilmente ante cualquier contrariedad. Me da igual que ella no me me crea. Más se admirará de mi intrepidez en su día. Pero yo tengo que planear un registro no solo de sensaciones físicas sino de toda clase de percepciones emocionales de mi muerte, Encerrado en aquel gabinete repleto de libros decidió ponerse a la tarea. Los libros, con haberme enseñado mucho, resultan insuficientes para saciar mi curiosidad. Aunque algunos autores cuentan lo que vieron tras la muerte no los creo. Además no me interesa la ficción sobre lo que no hay después. Lo que mueve mi interés es el tránsito al vacío y poder dejar constancia lo más exacta posible de él. Tengo que buscar una prolongación de mí mismo para ese instante en que, aun sabiéndome sin vida, pueda reflejar los movimientos y los sentidos más inapreciables de mi cuerpo. No es cuestión de laboratorio sino de cálculo de posibilidades.

La Muerte, que había intuido la desazón obsesiva del hombre, se plantó ante él. Estaba la puerta del jardín abierta, no se sorprenda, le habló a Marsias con tranquilidad. ¿Viene a traerme el pedido de la tienda?, preguntó. Ella se sentó. Vengo para echarle una mano. Sé de sus preocupaciones sobre el día después de su fin. Marsias no le concedió importancia a aquella visita que en otro momento hubiera considerado impertinente, pero se asombró de que la aparente recadera estuviera informada. No obstante, tal era su ansia de buscar modos de avanzar en su proyecto que aceptó de buen grado cualquier propuesta. ¿De qué modo puede ayudarme?, dijo. Imagine que yo fuera la Muerte, avanzó la otra. Y que cuando me lo llevara a usted me encargase yo misma de dejar a sus amigos el testimonio de cuanto usted ve, oye y siente en su estertor. Marsias Guzmán se echó hacia atrás en su sillón de tapizado raído. La miró incrédulo. No veo cómo. Usted es tan mortal como yo y nadie puede trasladar a otro sensaciones que no sean propias. Puede ser una recadera muy eficiente de labores cotidianas pero imposible que usted pudiera ser una intermediaria con el que se va. No se fíe, y la Muerte se echó hacia adelante. He sido recadera de todo cuanto se vive. He trasladado mensajes de consolación y sentimientos de amor, también misivas de frustración cuando no de rechazo, así como avisos sobre riesgos de salud o propuestas de trabajo, e incluso comunicaciones envenenadas de odio y amenazas. No me costaría nada escuchar de sus propios sentidos lo que perciba cuando esté a punto de no ser nada ni nadie y relatar la experiencia después a quien me dijera.

Marsias Guzmán se quedó pensativo. No era descabellada la idea. Podría arrepentirme o fallarme a mí mismo en el momento fatal, pensó. ¿Cuánto me costaría esto?, preguntó con un acceso inhabitual de realismo en él. Oh, no, por favor, nada de compra y venta. Yo hago los favores por devoción, replicó la Muerte. No me gusta que nadie me deje a deber nada. Además usted me cae bien. Esa tenacidad por querer saber lo que nadie logra saber es merecedora de admiración. Entonces Marsias, que se sentía comprendido, tuvo un impetuoso arranque. En ese caso, ¿cree que podríamos entrar en detalles? Ella, con una mirada inquisitiva que al hombre no le gustó, tamborileó con los dedos en la mesa. ¿Tiene prisa o mucho interés en que las cosas se hagan cuanto antes? Porque un asunto de ese calibre hay que llevarlo a cabo en el momento justo. Marsias Guzmán se inquietó. Oh, no, yo solo quería ideas, planes, proyectos, diseños. Mire usted, le replicó la Muerte. Todo eso estaría bien si se tratase de organizar una vida o levantar un edificio, pero ¿de verdad cree que hay que planificar lo que no es sino la definitiva y más inevitable desorganización que cabe esperar de un individuo? ¿Piensa que merece la pena transmitir a los demás lo que se vive en el momento de dejar de vivir, cuando cada experiencia además de única es a la carta de cada cual? ¿Iba a ser válida su vivencia postrera para otros individuos o sería simplemente un rasgo de prepotencia absolutamente inútil?

Entonces Marsias se levantó. Avanzó hacia el armario, sacó una botella demediada de Oporto. Tomemos una copa, dijo. Este Oporto es exquisito. Déjeme que lo piense. Y chocó el dibujo fractal del vidrio con el de la otra copa.





* Dedicado al escritor chileno Luis Sepúlveda, fallecido hoy a causa del coronavirus. 



(Ilustración de William Blake)

lunes, 13 de abril de 2020

Cuentos indómitos. La alegría del sepulturero




















Era el más alegre de la localidad. Ni en las circunstancias más luctuosas dejaba de animar con alguna expresión a los deudos de un fallecido. Si bien con extrema cautela. Cuando se encontraba solo en el cementerio realizando las tareas propias de su oficio no se inhibía de cantar las tonadas más clásicas y las canciones del momento más pegadizas. A la vez que trabajaba y cantaba dialogaba a su manera con los muertos. Qué buenos tragos nos echamos, decía ante la sepultura de M.L. O bien al pasar junto a la de otro conocido: ay pillín, cómo me acuerdo de aquella vez que nos corrimos la juerga en la ciudad de H. Y mirando la lápida de otro cómplice de diversiones: suerte la tuya, nunca supiste cómo te la jugaba tu mujer. Y en este caso reía casi soez y falto de respeto.

Un día claro y cálido se acercó por allí la Muerte, simulando que era una forastera de visita. El sepulturero daba los últimos toques a la colocación de la lápida impoluta de una tumba. ¿Reciente?, preguntó la visitante curiosa. De ayer mismo, respondió el hacendoso trabajador. Y ella: ¿joven o viejo? El hombre, que había parado de canturrear, adquirió un tono lúgubre. Una muchacha en su mejor juventud, dijo con voz quebrada. La Muerte simuló sentirse afectada, pues temía que el otro, experimentado en los personajes que pasaban ocasionalmente por aquel lugar, la reconociera. Un accidente, supongo, añadió la Muerte. Una enfermedad extraña según el forense, informó el sepulturero. Y bajando inútilmente la voz, porque allí no había nadie más: pero yo creo que murió por amor. Qué horror, tan joven y morir por amor, replicó la hipócrita. ¿O fue de amor? Por, por, insistió el funcionario. Ya conocí otro caso, porque ¿sabe usted?, el amor primero tantea, luego entra con precipitación, más tarde afila sus garras dentro del individuo y por último lo devora. Y nadie sabe realmente qué ha pasado porque todo el mal tiene lugar dentro de la persona a la que afecta. La Muerte, que estaba por tirar al otro de la lengua, prosiguió: ¿de tanta brutalidad es capaz el amor? Ah, sí, rio, puede ser tan brutal que a unos ata de por vida y a otros sentencia de por muerte, como es el caso. 

La Muerte caviló. Me he encontrado con un filósofo de verdad, alguien que extrae conclusiones de la vida real y no solo de las teorías indemostrables. Prosiguió la conversación. Pero si circunstancias de esta clase son trágicas, ¿cómo es que usted no cesa de cantar con tanto ánimo? Mire usted, no se sorprenda, dijo el sepulturero. Llevo toda la vida en esto. Para mí más que para nadie la muerte es un acontecimiento que no se puede sortear llegado el instante fatal. Me duele el sufrimiento de cualquier vecino o familiar, pero no dejo que influya en mí. El canto me sale de dentro, sin más, porque algo me dice que la vida debe continuar más allá de cada entierro o cada herida de los deudos. Eso está bien, es muy saludable, agregó la Muerte con cinismo. Pero dígame, le provocó, ¿ha pensado alguna vez en verse tal como yacen aquí otros? El sepulturero miró con desparpajo a la otra. No sé por qué, pero sospechaba que me iba a preguntar algo así. Claro, en cada ataúd que sepulto me veo también en gerundio. Solo espero que el que actúe en esa ocasión lo haga bien y no cause desperfectos, que yo siempre he realizado esta labor con sumo cuidado y cariño. 

La Muerte, que no sabía cómo ni por dónde pillarlo, estuvo a punto de echarse a reír, pero esta actitud refleja no le está permitida. Admiro su talante, dijo despidiéndose del hombre. No les deje nunca -y en este adverbio se demoró con gesto mefistofélico-  a los vecinos sin su buen hacer. Jamás lo haré, no le quepa duda, apostilló enérgico y convencido el sepulturero. Le diré algo que acaso ya habrá escuchado. Dormir y cantar apartan a la muerte. Y siguió rematando el trabajo. 






(Francesca y Paolo de Rimini, ilustración de Gustavo Doré para La divina comedia


domingo, 12 de abril de 2020

La Vida Futura. ¿Solo una película?



La vida futura” (W. C. Menzies, 1936) ¡Alas sobre el mundo! | Un ...


En lo que me pienso otra entrada de ocurrencias indómitas pongo este film, retitulado en España como La vida futura. Es una película de 1936, dirigida por William Cameron Menzies, producida por Alexander Korda, sobre un relato del gran H.G.Wells. No olvidemos que de Herbert George Wells era también La guerra de los mundos. Relato que llevaron a las pantallas en 1953, y que me sobrecogió cuando la vi de niño con mis padres. Anteriormente el gigante Orson Welles había ideado la emisión radiofónica -la de La guerra de los mundos- en 1938 e hizo creer a la población estadounidense que de veras invadían el país los marcianos. Pues bien, el que traigo aquí, La vida futura es un film estimulante, sobre todo para el pensamiento: reflexiones, proyecciones, cuestionamiento de pasados y presentes...No quiero decir más. Las circunstancias actuales de la pandemia llevan a encuentros con películas -al fin y al cabo una película es una interpretación, por muy imaginativa que resulte- que nos creíamos obsoletas y hueras. Pero que si sabemos utilizar nuestra capacidad racional y nuestro acervo cultural, sumado a lo que acontece actualmente, nos sugieren mucho. ¿Sobre catástrofes? ¡Sobre los humanos y sus sociedades! Puede ser solo una película, pero me he preguntado: ¿será solo una película?








miércoles, 8 de abril de 2020

Cuentos indómitos. La noche que huyó el diablo rojo




















...Diavolo rosso
dimentica la strada
Vieni qui con noi
a bere unaranciata
Contro luce tutto il tempo
se ne va...

...Diablo rojo
olvida el camino
Ven con nosotros
a tomar una naranjada
Contra la luz
el tiempo desaparece...

Paolo Conte, Diavolo rosso




¿Cómo medir el tiempo una vez que ha transcurrido? Ahora puedo decir sin ninguna duda: fueron años malos. No, más complicado: fueron muy peligrosos. Pero entonces el tiempo se bebía por horas. Y eran tan intensas que ¿quién de nosotros se resistía a catar de lo prohibido? Y tú me emborrachabas de ingenuidad. Por qué me dejaba arrastrar por ti ahora lo sé. O creo saberlo, pero qué más da. Entonces yo quería dejarme llevar. Y hasta me hiciste creer que tenía un papel. Tú y el grupo. ¿Me miraron los demás como tú lo hacías? Pero te moviste muy bien. Involucrándome con los tuyos me tenías más cerca. ¿Mejor o peor? Que a ellos no les gustó mi presencia, o al menos no les convenció, era obvio desde el primer momento. Ni siquiera dominaba vuestra jerga. Y ¿hasta qué punto participaba del modo de pensar o, no, mejor dicho, de enfocar las cosas por vuestra parte? Aquella visceralidad endulzada con sublimes principios nunca la soporté. ¿Eran pensamientos? ¿Eran ideas? ¿Había proyectos detrás de lo que hacíais y proclamabais a los cuatro vientos con tanta saña? Los principios nobles, porque algo había de ellos en vuestro limo ideológico, debían ser paralelos a los míos. Pero lo que en otras condiciones pudo ser una convergencia fértil y amable en este caso no pasó de una escalada de enfrentamiento que me iba dejando al margen. Pero yo no quería perderte. Esa fue mi debilidad. Y mi hundimiento.

Aquella noche yo no podía más. Me citaste en una taberna cerca del Mercato delle Erbe. Diavolo Rosso, qué apropiado, pensé cuando me senté a la mesa en un rincón. Pero el vino piamontés que otras veces paladeaba a dúo contigo se me antojó agrio, dolorosamente ajeno. Hubiera preferido que me hubieras llamado para uno de esos encuentros de los que nos teníamos que esconder de todos. De unos por seguridad, de otros porque no aprobaban nuestras íntimas ceremonias. Ya me habían avisado los tuyos. Si por tu culpa ella cae o nos pones en riesgo te la cargas. Fueron claros y contundentes, aunque más que nada como un signo de marcar el territorio. Tú seguías siendo del grupo y los demás me lo recordaban en cuanto reavivaban los celos. ¿Cómo podían ser tan poco consecuentes con lo que predicaban manteniendo envidias que iban más allá de sus virilidades heridas? ¿No se daban cuenta que, dada la actividad que exigía tanta precaución, era añadir fuego al desasosiego y la tensión?

No pude evitarlo. Yo te veía diferente y tú me entraste con tal vértigo, aun desestabilizando la fraternidad de la tribu, que no podía resistirme a ti. La caja de los celos se destapó imprudentemente. Francesco no fue el que más molesto se sintió, aunque tú le hubieses dejado. Francesco era el más comprensivo de todos y, de no ser por la vorágine que precipitamos, hubiera dejado de compartir antes que nadie aquellas veleidades dolorosas que denominabais resistencia. Pero le envenenó el más oscuro del grupo, Giulio. Qué te voy a contar, ya lo comprobaste. Giulio arrastraba una obsesión recóndita por ti. No me digas que no te habías dado cuenta. Por supuesto, no se atrevía a manifestarte nada. Jamás te correspondió con una mirada fija y cualquier tema puramente humano que saliera en las conversaciones lo desviaba al foco esencial. La razón de su vivir, llegó a decirme un día, era la causa. Si yo se lo discutía él buscaba una excusa para zanjar comentarios. Tú sabías cómo era Giulio y seguro que captaste esa aprehensión reprimida que azuzaba por ti. Las mujeres sabéis interpretar lo que hay entre líneas e incluso lo no escrito. Tú ya habías optado por nuestra relación y Giulio sintió una doble traición. No era solo por el hombre que le disputaba a la mujer anhelada. También por el hombre que cuestionaba sus reacciones extremas y quería evitar una deriva de condenación para todos. Entonces apareció Elia. ¿Cuánto tardó en insinuarse conmigo? ¿Cuánto tardaste tú en reaccionar con el animal fiero y protector de su propia guarida para no perder la presa? Aquello desbordó a Giulio. Temió que quedara cuestionado su liderazgo, algo que yo nunca me planteé disputárselo, a la par que una vez más se intoxicó con la idea de que mermaba su poder y era necesario ratificar ante todos que lo mantenía. ¿No era sino una forma de enajenación?

Y entonces Giulio eligió el peor camino. La fuerza contra los inocentes. La barbarie contra las alternativas pacíficas. La desesperación que produce la carencia de pensamiento. La angustia por el abandono de la búsqueda razonable. Esperé en el Diavolo Rosso apoyando un libro sobre la mesa gélida de mármol. Pasado el tiempo prudencial de otras veces empecé a preocuparme. El texto que leía de Silvina Ocampo era turbador, pero en mí se doblaba la desazón. Que varios clientes se levantaran y saliesen con cierta urgencia me descolocó del todo. Solo quedaba en un rincón Tiresias, un ciego del vecindario al que habían puesto ese nombre por razones obvias. El camarero me miró desde la barra con inquietud. Tiresias, que cantaba en ocasiones sus propios poemas, pronunció esta vez unos versos que no me parecieron impropios. "Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate". ¿Qué esperanza? ¿Qué abandono? ¿Qué señal me llegaba del cielo improbable por boca del invidente? Fue un reflejo tardío. Dante me avisaba desde un infierno para decirme que otro infierno se abría para mí. Tomé el libro, golpeé la mesa en mi descuido, tiré el vaso de vino rojo. Antes de llegar a la puerta tres hombres, aparecidos de improviso, me derribaron. Sentí que los cristales de mis gafas se rompían contra las baldosas. Que las rodillas quebraban. Que mis brazos se hurtaban al resto del cuerpo. Por fin te tenemos, dijeron entre imprecaciones e insultos. Este es el peor de todos, el ideólogo. Vigiladlo bien, dijo una voz autoritaria, ronca.

He sabido de lo sucedido después de mi detención. Algunos me acusan de la tragedia que se cebó con vosotros. No, querida mía, yo no te delaté. No me chivé de nadie. Pagué mi propia debilidad.








(Ilustración de Balbi López Santos)

lunes, 6 de abril de 2020

Cuentos indómitos. La Muerte y los amantes















Cierto amanecer en que la Muerte, que jamás descansa, se hallaba de mal humor hizo una visita inusitada. No vengo a separarlos, dijo la Muerte a la pareja de amantes. Vengo a que me expliquen su tenaz insistencia en pasar toda la vida juntos. Los amantes, se incorporaron perplejos desde su lecho, sin tiempo siquiera para mostrarse molestos. ¿Porque nos ve yacer piensa que estamos juntos? La Muerte se sintió desarmada. Es lo que he visto toda la vida de los humanos, replicó haciendo ostentación de su experiencia observadora. Si se muestran de una manera es porque sienten de esa manera, ¿no? Los viejos amantes se miraron con sorna. ¿No sabe usted que la proximidad no implica siempre pasión? ¿O que nuestra complicidad puede ser aparente? A la Muerte no le gusta que le lleven la contraria, creyéndose más sabia que nadie. No me engañen porque soy perra vieja. Dos que no se aguantan no se acercan. Dos que no se hablan no se tocan. Dos que no se aprecian no quieren saber el uno del otro. La amante se puso delante del hombre y le contesté enérgica a la Muerte. Usted cree saberlo todo. Pero, aunque fuese como usted dice, ¿quizás ignora que siempre hay un instante de debilidad en que los cuerpos se imponen a la separación? ¿Y que nosotros vivimos juntos siempre para esperar ese instante fugaz que nos haga sentirnos vivos en el amor? Pues bien, ese instante tenía lugar precisamente esta noche. Y usted ha llegado para desbaratarlo impúdicamente. La Muerte se sintió incómoda, pues advirtió que acaso los amantes no estaban privados de razón. Y en cualquier caso era su razón gozosa y ella había interferido deshumanizando la situación. Yo no estoy para deshumanizar nada de lo que han organizado los vivos en su mediocre existencia, pensó. Y cuando actúo lo hago respondiendo a una exigencia también humana: el fin de lo vivo. Hoy no era el caso.

La Muerte reculó en la habitación. Quiso hacerse invisible, y hasta estuvo casi dispuesta a pedir perdón. Avergonzada por haber pagado con ellos su mal humor tomó la salida de la casa. Entonces los amantes, que no habían creído en ningún momento en las inocentes intenciones de la funesta visitante, se abrazaron divertidos. Esta ha pensado que no la hemos tomado en serio, se dijeron con alborozo. Por eso está bien que la hayamos tratado con desdén. Además no hemos aguantado ninguna clase de moral a lo largo de nuestra vida y no iba a ser ella la que tuviera hoy que predicar nuestro último día. Y siguieron solazándose, abusando de sus ya menguadas fuerzas. 





(Fotografía de Kusakabe Kimbei, del Museo Oriental de Valladolid)


sábado, 4 de abril de 2020

Hokusai: he aquí el Arte y la Vida




Somos movimiento, incluso cuando estamos parados. La marca indeleble del pintor para intentar desmarcar quietud de movimiento es la sagrada montaña. Mera contraposición formal. Ni siquiera ella permanece inmutable sino para el ojo aparente. El imaginativo verá la montaña en su esplendor de sacralidad o bien en el bullicio magmático profundo. Pero ese casamiento entre quehaceres humanos y flujo fluvial, qué bien lo celebra. Admírese el trazo inverso del oleaje de la corriente, la contención del dique, la arremetida de hombres y mercancías, viajeros sobre los hombros de porteadores profesionales, palanquines para los pudientes o mercancías voluminosas. La perenne curvatura de las formas en la naturaleza que el pintor percibe. Hokusai delimita la orilla y el río, el horizonte lejano y el primer plano. Pero el ritmo vertiginoso sobre las aguas invade toda la escena. La ocupa y al ojo y la voluntad de este espectador le traslada a una época y a aquel país. Uno permanece abstraído observando la imagen y esta no cesa de moverse, se desliza, salpica. Cuánta agitación entre quehaceres naturales y humanos. Y de pronto se escuchan voces, roces, quejas, se huelen sudores, se humedecen nuestras pieles, se nos pega el vestido al cuerpo, urgimos que los pies mojados sean puestos a buen recaudo en la otra orilla. Hokusai, maestro no solo de aprendices sino de mirones como yo. Cuánto placer en la imagen que nosotros, tantos años después, abstraemos. He aquí el Arte, transcurriendo la Vida.

En Chitón se cuentan historias:

https://ehchiton.blogspot.com/2020/04/el-aprendiz-de-artes.html



jueves, 2 de abril de 2020

Cuentos indómitos. El escritor que no sabe por qué escribe y la Muerte




"¿La escritura? Apresta olas nómadas
para su tinta y susurra a sus costas
que se mantengan vírgenes, sin puertos".

Adonis. El libro (I). Poema   Lam



¿Para qué escribe?, le pregunta la Muerte al escritor. No sé, responde él, nunca lo he pensado. Si me lo planteo escribiría peor. ¿Debo, acaso, escribir para algo? A la Muerte aquella repuesta le intriga. He aquí un hombre que escribe sin saber para qué. Al menos, le replica ella, escribirá para alguien. Él se rasca la barbilla. Duda, luego le he pillado, piensa la Muerte. Pues ignoraba que tuviera que escribir para alguien, le responde el escritor encogiéndose de hombros. ¿Es obligatorio escribir para otros? La Muerte, que contiene en sí todas las razones de la vida para acabar reduciéndolas al vacío, persigue el recóndito amor propio de aquel individuo. Todos los que yo conozco que escriben lo hacen a diestro y siniestro para que les lean. Eso les motiva y les llena de orgullo. ¿Usted no siente necesidad de ser reconocido? El hombre le mira estupefacto: si no me conozco, ¿cómo podría esperar que otros me valorasen o simplemente se interesaran por mí? La muerte sabe que todo el mundo tiene su punto débil y urde para dar con él. Se pasará la vida, amaga, escribiendo por escribir, sin mayor eco, arrastrará años para confundirse molesto y frágil entre su cuerpo deforme sin hallar respuestas a la tarea que se trae entre manos. El escritor no se altera. Si usted llama tarea a este ejercicio de cada día, es cosa suya. Una tarea es realizar algo que acaba aportando un uso beneficioso para otros, y yo no pretendo nada de eso. En ese sentido, lamento decepcionarla, pero no me siento nada productivo. La Muerte se sorprende de la resistencia del escritor. Dígame, al menos sabrá sobre lo que escribe. El otro la mira divertido. Me hace preguntas que no se me habrían ocurrido hacérmelas jamás. Un día me puse, otro día seguí, miré el cielo al amanecer, observé las estrellas en la oscuridad, dormí unas noches y otras me rendí a la vigilia, olí la fragancia del campo en todas sus horas y estaciones, cumplí con el amor cuando se me brindó, y así llevo años. ¿Debería preocuparme por otras cosas? O es un sabio o es un tipo abandonado de sí mismo, pensó la que desteje el tiempo de los hombres. Pero yo soy muy tenaz, no en vano nadie se me resiste antes o después. Ya entiendo, se dirigió más amable al hombre. Usted lo que persigue es sentir las vibraciones de su cuerpo, el flujo de los sentidos alocados, la musicalidad que no puede ser transmitida porque le recorre desde los cabellos hasta los dedos de los pies como si de la energía telúrica se tratase. ¿No es por ahí por donde se guarda para usted el placer de la sintaxis y la búsqueda de las palabras adecuadas como forma de hurgar en las heridas y las curaciones de la vida? Aquel escritor, ya provecto y con mirada triste pero cargada de vida, no se lo pensó dos veces. Mire, dijo a la otra, solo sé, y disculpe si me cuesta expresarlo, que mientras escribo evito mi muerte.




(Ilustración de Balbi López Santos)

miércoles, 1 de abril de 2020

Días de confinamiento para escuchar a Purcell (por ejemplo)





Vienen bien estos días para escuchar a Purcell o a quien se quiera. La música y el canto animan la compañía de lectura de sillón o la agricultura de terraza. Va uno a acabar cogiendo gusto a la reclusión, me dice sarcástico Max por teléfono. Naturalmente esto es de lujo hoy por hoy, le respondo. Si hubiera desabastecimiento, enfermedad o se padeciese agorafobia sería otra cosa. A ver si vas a tener mono cuando te suelten, y ríe. Luego añade: por cierto, me hace gracia el eufemismo propagandístico de yo me quedo en casa que repiten por todas partes. Hay que ver qué suaves son las madres ursulinas, ¿verdad? No vaya a ser que el niño pueblo español se espante o no obedezca. Aunque no le veo muchas opciones. ¿Será que nos encanta que nos traten como niños? ¿O nos están preparando con guantes de seda y vaselina para otras fases menos inocentes y de paso hacernos más infantiles? Max, Max, le digo, mira que estaba a gusto sin dar vueltas a la misma rueda. Él: de acuerdo, no quiero perturbar tu pax romana, y me cuelga dejando un eco de carcajada maldita. 

Voy a seguir con las voces cantoras. Me ha resultado tan entrañable este coro de Leiria, Portugal...