Y el diente estuvo ahí, y junto a él otros dientes, es decir los de leche, los premolares y otros molares, incluidas las muelas del juicio.
Y sin él nada se hizo, y sin ellos nada hubiera llegado a ser en la especie. En principio los dientes no pasarían de los veintitantos años porque, aunque se empeñaran en masticar todo tipo de carnes y pescados crudos y bayas y frutas diversas, los dientes no lo eran todo en un organismo complejo dotado de estómago, hígado, intestino y otros compartimentos secretos que se conjuraban benévolamente para fomentar la actividad integral del individuo. Porque detrás o encima o dentro o sobre o desde..., haciéndose en fin, siempre estuvo un individuo.
Y el individuo valía por sí mismo en cada tiempo y lugar, por más oscura y prolongada que nos parezca la cuna que nos meció.
Y el individuo siempre existió antes que la persona y el personaje, mal que les pese a la iglesia católica y a los mediáticos de nuestro tiempo.
Y los individuos, bien por azar, bien por adaptación, bien por modificación debida a la observación y a la experiencia, desarrollaron recursos y capacidades. Porque más allá, el desafío estaba escrito: extensas sabanas, densos glaciares, contradictorias oscilaciones climáticas, atmósferas cambiantes, ingente cantidad de especies animales con los que competir o sobre los que intervenir para obtener el triunfo de la supervivencia.
Este diente vino para dar testimonio de la evolución larga y compleja de la especie. Con él llegó la luz, y en sí tal vez no era la luz, sino acaso un mero testigo y reo y víctima y portador de la luz.
En el principio acaso no fue ni el principio.