(Variaciones XIX)
No dejo de contemplar la bóveda estrellada del mediodía. Mientras echo pausadamente por encima de mi desnudez cazos de agua fresca. Mientras mi cuerpo exudora cuanto precisa desalojar. Los otros cuerpos se mueven entre la neblina del vapor, como sombras que no me son del todo ajenas. O yacen sobre unas superficies lisas, desapareciendo entre sus meditaciones. Estoy apoyado en el mármol húmedo que reviste el muro. Aislado de las demás carnosidades que hablan bajo o callan. Fugado de mis ocupaciones habituales. Escaseando los recuerdos. No sé dónde comienza y dónde acaba mi ser líquido. De vez en cuando cambio de posición. Alterno el ejercicio de los brazos para que no haya ninguna zona de mi piel que no reciba la ablución. El vaho es un territorio extenso al que sólo escapan las aberturas del firmamento. Te toma y te disuelve, incluso ciega tu propia capacidad de alcance. Cuando alguno de los bañistas pasa cerca de mi se queda mirándome levemente. Luego asiente un saludo lacónico pero respetuoso con la cabeza y busca una zona desocupada donde dejarse caer. Los habituales de este lugar saben que fuera de los baños soy un extraño, y podrán tildarme con mayor o menor acritud o curiosidad de extranjero. Pero este recinto me convierte en alguien de los suyos. No hay como compartir costumbres para que a uno se le acepte o se le admita la aproximación. Las ideas en sí mismas son siempre foráneas, incluso para los de casa, por su poder de abstracción y por su alto contenido de improbabilidad. Ni siquiera los símbolos, como lenguaje y estereotipo de las creencias acendradas, constituyen el puente para vincular al advenedizo. Pero los usos y la familiaridad en el comportamiento, por muy esforzado que resulte, sirve para ser reconocido. Hay algo de ritual en ello, y los demás lo advierten, pero disculpan mi falta de naturalidad siquiera porque comprenden y estiman mi esfuerzo. Es probable que muchos de los que vienen por este hamam se conozcan de hace tiempo, y es lógico que hablen. Puede que los que se traen negocios aprovechen para intercambiar impresiones. Pero aquí lo importante es evadirte. Estar centrado y sentirte que te abandonas. Arrinconar en la ropa y las zapatillas que has dejado a la entrada las preocupaciones y los anhelos que te zahieren. El agua es el elemento excusa. Es verdad que actúa contundente e inapelable sobre el cuerpo. Lo refresca, lo ventila, lo libera de oxidaciones. Pero se trata también del vehículo necesario para que te sientas alejado de la tensión y de las obsesiones. Trato de respirar en profundidad, desafiando las sucesivas capas de vaho. Cuando me canso de sentir tanto chorro de agua, me siento. La toalla se funde con la piel. Entorno los ojos. De pronto recuerdo que hace dos días que me despedí de la mujer y sé que estará indignada por no haberla llamado. No es que se me haya olvidado. No he querido hacerlo. Ella sabe perfectamente lo importante que era para mi realizar este viaje. Debo afrontarlo en mi propio silencio. Como ahora, en que me siento purificado en mi flacidez anímica. Alzo la cabeza hacia la bóveda. Me siguen pareciendo líquido los tenues pero firmes haces de luz que me bañan el rostro. Me intriga la estrella opaca. Trato de interpretarme en ella.
En las termas, bajo la cúpula estrellada ¿Estambul? ¿Itálica? Fuera del tiempo nos lleva esta evocación, que a mí me remonta a momentos pasados algunos meses atrás. La Toja. Salutem per aquam. Pero es más que descanso. Es una cierta cultura de mediterránea de lo masculino, que ya se pierde. La cúpula estrellada en la que se pierde la mirada del hombre, relajada la mente, cuyo cuerpo despierta de nuevo.
ResponderEliminarNada que ver con los spas y otras "fragancias" de advenencia americana o nórdica, supongo. Un desafío este otro de los hamam a la materia y al reencuentro de las materias. Me pensaré eso que dices de la cultura masculina mediterránea que se va perdiendo. Muy metafórico tú respecto al efecto de la contemplación del cielo raso estrellado. Obviamente. Gracias.
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