"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





martes, 29 de diciembre de 2020

Cave canem: en recuerdo del cómplice y de la ciudad perdida

 


Fue el primero que detectó lo que se venía encima. Avezado en la defensa de haciendas y dueños tenía sus sentidos sumamente desarrollados. ¿Cómo se llamaba el can? Unos le llamaban Rufus y otros Pugilis. Parecía dominar nuestra lengua y respondía a ambos nombres, pero a mí me reconocía a la voz de Amicus, con una incidencia fuerte en la sílaba mi. Aquel amanecer silencioso, aunque aparentemente normal para la mayoría de los habitantes de la ciudad, el hermoso animal se sintió inquieto. Yo trabajaba para el tabernero y tenía asegurado cobijo y alimento. Conocía bien a mis amos, especialmente a la hermosa Silvia, que me dejaba entrar subrepticiamente en su pieza. Bendita la hora en que sus padres no lo descubrieron, o si alguien sabía de ello se mostró ajeno, bien por bondad o por temor a nuestro enojo, de imprevisibles consecuencias. ¿O acaso nuestro protector no era otro que su hermano Egnacio, que me echaba en vano los tejos? No lo sabré nunca. 

La bella bestia se agitó aquella mañana por razones que entonces me resultaron incomprensibles. Yo sabía que era mi cómplice y que nunca se alteraba cuando me adivinaba en la oscuridad de la noche dirigiéndome al encuentro con la chica. Al principio ni siquiera ladró, se movió de un lado para otro tensando la cadena e incluso dejó que le acariciara el hocico. Puse en alerta, no obstante, todo mi cuerpo. Agucé inútilmente la vista en el entorno negro. Afiné mi oído cuanto pude. Dejé mi piel expuesta a la extraña calima que aún duraba de la noche tardíamente estival. De pronto Amicus permaneció quieto. Más bien rígido, como una estatua de las del foro. Se echó en el suelo como si quisiera sujetarse a él. Mirándome con un gesto que yo percibí de desamparo me paralicé. Era algo raro en él, un brioso ejemplar de defensa. Me agaché para un diálogo silente y tranquilizador, y fue en ese instante cuando tuve también la tentación refleja de adherirme al suelo. Algo se movía allá abajo, unos acompasados y aún tenues latigazos que solo parecíamos sentir el perro y yo. Dudé si librarle de la cadena o dirigirme a las habitaciones de mis amos. ¿Estaría Silvia profundamente dormida tras la agitada entrega a mí? La elección fue rápida. El temblor se hizo notar más intenso. Me disponía a acudir donde la familia del tabernero pero Amicus tiró de mí. ¿Fue un acto de salvación o una reacción de celos? 

Transcurridos tantos años, y siendo yo un liberto que ha mejorado su condición, le cuento a mi hija pequeña Sulpicia aquel acontecimiento del que el perro y yo no salimos malparados. Cuando le digo que al escapar vimos otros perros encadenados que no podían huir de la catástrofe, a la que les conducía su penosa condición, y que ladraban angustiosamente, Sulpicia llora con amargura. Mira a mi Amicus y este la consuela dulcemente. Aquel can, más adicto a mí que a sus amos, me sigue acompañando en el camino sinuoso de la vida. Quién sabe si no nos necesitaremos de nuevo el uno al otro para salir airosos de alguna inoportuna y repentina desgracia.



* No podía resistirme a escribir esta nueva ocurrencia ambientada en la destrucción de Pompeya. Espero se me disculpe por ello.

** Fotografía de una pintura en el mostrador de un termopolio de Pompeya, tomada del siguiente enlace:

https://www.thisiscolossal.com/2020/12/food-stand-pompeii/





sábado, 26 de diciembre de 2020

El alba en que no piaron los pájaros ni cantaron los gallos

 



Flavio Asinio, a la sazón granjero y suministrador de ganado para el mercado de las ricas ciudades de la costa, salió de la noble urbe al borde de que rayara la aurora. Había dejado gran parte de la mercancía que le habían requerido y se disponía a realizar otro transporte que le iba a llevar varias horas. La taberna de Kalós el griego estaba ya abierta y allí se entonó con un aguardiente especial. He tenido un mal sueño esta noche, le dijo al tabernero. Tal vez el calor que no se va, pero estuve inquieto. Soñé que venía a entregar la mercancía como todos los días pero no encontraba la ciudad. Kalós le dio una palmada en el hombro. Mira que tienes sueños retorcidos, dijo con sorna. Seguro que sufrirías lo tuyo por temor a que se te hubiera venido abajo el negocio. Pero ya que me cuentas eso te diré que yo también he soñado tonterías. ¿Acaso alguna de las andanzas de tu mujer?, se la devolvió Asinio. Kalós rio. No vas descaminado. Ella me buscaba y yo la buscaba a ella, pero ninguno de los dos nos encontrábamos. El otro ironizó. Ah, Kalós, eso es propio de los emparejamientos eternos. ¿Vas a volver pronto?, le preguntó el tabernero. Flavio Asinio se estiró. Para cuando vuelva ya habrá caído gran parte del día. No sé qué fiesta a lo grande quiere celebrar la gente guapa que habita al otro lado del foro que necesitan asegurarse un suministro abundante. Por cierto, ¿no te ha resultado extraño que los pájaros hoy no piaran pronto como otros días? Será cosa de la luz, respondió Kalós, ellos son sabios y van por delante de nosotros. Pero también a esta hora deberían haber cantado los gallos, y ya ves qué silencio. Se despidieron. El tabernero dejó de barrer el suelo de su establecimiento y aguzó el oído. Es verdad, pensó. Ni gallos ni pájaros.





(Imagen de cabecera: pintura parcial del mostrador de un termopolio de Pompeya, descubierto recientemente)


jueves, 24 de diciembre de 2020

La bajada del Olentzero común a la capital

 



Pocas eran las veces que el carbonero bajaba a la capital. A sacarse una muela que le estaba trayendo a mal traer. Donde Aznárez a comprar una boina para los domingos, que le podía durar años. Para reponer el collerón de la mula se pasaba por la guarnicionería de Garatea. Aprovechaba sus escasas visitas a la vieja ciudad para sentirse menos aldeano y se tomaba un vermú en uno de los cafés de postín de la plaza. Era víspera de las Pascuas. Hizo todo el camino nevando. Estaba acostumbrado al frío y al calor, y eso que no era de cuerpo excesivamente robusto. Gajes del oficio. No tenía mucho pero se defendía con lo que ganaba de vender el carbón que había fabricado desde crío. Tampoco necesitaba. No dependía de él familia alguna. Además, en aquella tierra nunca había faltado el condumio imprescindible. Y el vino paliaba las exquisiteces que no se podía permitir. Lo que sí echaba en falta era otra clase de calor, porque el apetito de hombre le zarandeaba a veces. Después de la casa de comidas donde cumplió con su estómago decidió pasarse por la parte de la Catedral. ¿Desde cuándo no había vuelto? Preguntó por María la francesa. No está, le dijeron. Un día le vino a buscar un tipo del sur, con porte aparente, y se fue con él. El carbonero hizo una mueca. Esbozó el ademán de irse y le salieron al paso. Pero está la rusa, una rusa auténtica. Ella presume de haber sido amiga del último zar y salió pitando cuando las revueltas. El carbonero no sabía apenas qué era un zar y menos dónde caía Rusia y qué revueltas se habían producido. La idea de estar con una extranjera lejana le excitó. Pero si no habla como nosotros, ¿de qué manera puedo entenderme con ella, pues? La jefa le quitó importancia. Para lo que quieres el idioma es universal y te puedo asegurar que el de esta joven es de una perfección total. El hombre no volvió aquella tarde a su pueblo. Decidió conservar el calor de unas horas y no perderlo por caminos de humedad y abandono.





(Fotografía tomada de manera aleatoria de internet)

domingo, 20 de diciembre de 2020

Cuentos indómitos. La leyenda del cronista de los conquistadores

 




"¿Y esta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La extrañeza! ¡Vivir con extrañeza!

Roberto Arlt, Los siete locos.



Busco a la india vieja. ¿No está?, pregunta Jacinta. No, le responden. ¿Cómo? ¿Se fue? No, le dicen de nuevo. ¿Acaso recién se murió? Desapareció, sin más, entona más explícita la voz cavernosa de una vecina. Pero...no puede ser. Estuve hablando con ella hace escasos días, Jacinta insiste. La vida es así, apostilla buenamente la otra. ¿Usted no lo sabe? La gente puede desaparecer de un día para otro. Sobre todo aquellos que parecían eternos. Bien porque se hayan hartado o porque no quieren que les vean más. No sé qué decirle, a cualquier nos puede ocurrir. Jacinta enmudece, pero se rebela contra la aceptación del misterio. No la vi afligida, suelta. La vecina no cede en sus razonamientos genéricos. Hay desganas que se ocultan como hay procesiones que solo se llevan en las tripas...hasta que uno revienta. Jacinta se extraña de aquella actitud. Pero, ¿han dado parte a la autoridad? ¿Le queda alguien de familia? ¿La han buscado?  La otra toma una azada y se la echa al hombro. Para qué, no es la primera vez, ya volverá, ella sabe. Y las desapariciones no son cosa nuestra. Además, la india anda anclada en su pasado. Quién le dice que no ha ido sino en busca de algo que perdió. 

¿Pregunta por la vieja? La Chigua, doce años que dice tener, pasa por allí. La vi ir ayer por la senda torcida hacia el arroyo, explica sin esperar a que la confirmen nada. Lo hace muchos días, pero luego vuelve. ¿Acaso no sabe que todo el que vuelve es porque ha ido?, se regocija la niña. Pero si no volviera tampoco la echaría de menos nadie. Hace mucho que vive como si no viviera. Jacinta no tuvo tiempo de dar las gracias a la chiquita por la información, mientras pensaba qué hacer. Plantada como se había quedado a la puerta de la india permaneció abstraída, observando a la dicharachera tomar el rumbo de la escuela. Ya era tarde cuando pensó en decirle: avísame cuando haya regresado. Se asombró que el día le estuviera deparando ausencias inexplicables y reacciones tardías. Luego caviló sobre lo que había dicho la Chigua. La senda torcida al arroyo, la llama, como si solo hubiera un camino, como si el río estuviera constituido por un único punto.  

Entonces a la cabeza de Jacinta le vino una vieja leyenda nativa que algunos atribuyen a aquel Ulrico Schmidl, cronista de los españoles, que dice que si se te aparece a la orilla de un río una adolescente que te ofrece beber agua mejor te alejes. Todo quien bebe de la concavidad de la mano de una muchacha oferente desaparece. Cuenta el cronista que lo escuchó de boca de los hombres más prudentes en uno de los poblados de la zona del otro río, el grande, el que puede llamarse río de verdad. Cuando Schmidl preguntó si eso sucedía por las buenas, le respondieron que la púber prometía que quien sorbiera de su mano podría ser otro. ¿Una joven puede prometer algo así?, insistió el cronista. Poder puede hacerlo, del mismo modo que se puede aceptar o rechazar tal propuesta, fue respondido. Allá quien crea a una niña. La trampa no está nunca en la aparecida, sino en el ansia de los hombres que quieren dejar de ser quienes son. Ulrico no salía de su asombro, lo relata él mismo, al ver que aquellos indígenas se veían tentados como las gentes del viejo mundo del que él procedía. Tentados por romper los límites de la existencia, bien fuera conociendo nuevos territorios, escalando en sus categorías sociales o dándose a nuevas actividades que les distrajeran de un destino que parecía irrevocable. ¿No sucedía lo mismo con muchos de los aventureros que habían llegado con él desde Europa?

Las leyendas son bonitas, pero se dan de bruces con la realidad, pensó Jacinta. Aunque hay que reconocer que es seductora la idea de invitar a quien se siente disconforme o hastiado a que intente ser otro. Un convite osado. Pero las seducciones ¿conducen a mundos reales? ¿O llevan a consumirse tanto al seductor como al seducido? Tal vez vivimos por inercia en una orilla de la vida, pensando que la alternativa no es otra que la muerte. Pero ¿y si hubiera otro lado de la existencia? Otro territorio que se abre fascinante para el decidido pero que le vuelve ausente a los ojos de aquellos a quienes abandona. Jacinta sintió escalofríos a medida que sus pensamientos se precipitaban vertiginosos, audaces. Entonces se arriesgó a tocar más fondo. ¿Pudo mi marido elegir otro camino porque el suelo que pisaba le resultaba inestable? ¿De eso iba lo que relataban los diarios del agrimensor desaparecido? Y Ordóñez, ¿recuperó un camino que había perdido en París o bien es su vida ordinaria en San Joaquín la que le tiene agotado y carente de ilusiones? La vereda torcida, decía la chiquilla. Por donde vio ir a la vieja. El río y sus caminos paralelos. Los desaparecidos que no queremos ver. Jacinta se dejó enredar en la suspicacia de sus pensamientos. Esta humedad tan cálida me confunde, se justificó.




(Fotografía de Silvia Grav)


miércoles, 16 de diciembre de 2020

El poeta Catulo en las Saturnales

 


"Comenzó la Edad de Oro (...) En este siglo feliz se desconocían aún esas amenazadoras coacciones materiales que sirven de freno a la licencia (...) Todo el año era primavera. Céfiros y rosas pugnaban ante los ojos; y se sucedían las estaciones sin sembrar y sin trabajar. Se deslizaba un río divino de leche y de néctar y en los troncos de los árboles ser recogían panales de miel"

Publio Ovidio Nasón, Las Metamorfosis, Libro primero.


Las fechas iban a desencadenar el caos controlado. La paralización del orden de actividades y el salto de ritmo de las tareas. Para el esclavo favorito de Catulo era la oportunidad de tomar el lugar del señor. Eso sería ya el no va más. Pero el poeta, ¿a qué debería atenerse? Sabía que sus poemas le habían enemistado con una parte de la Corte y que no siempre contaba con apoyo de los altos funcionarios más ilustrados ni de los libertos experimentados. Pero las Saturnales ¿no bien valían por sí mismas una inversión de roles que el resto del año sería imposible de imaginar? Mas, ¿y si tras las celebraciones los personajes de alta posición, que habían cedido sus puestos imaginarios a los de baja condición, se hubieran guardado la revancha para el día después? No era exactamente así el juego, pero había excepciones.

Catulo conocía del año anterior el caso del esclavo Belonius, que no hizo sino llevar a cabo lo que permiten las tradiciones, convirtiendo a su señor durante varias jornadas en un siervo depravado, creyéndose él que era su amo si no el mismo Saturno, pero que tras finalizar las fiestas fue rebajado aún más a su condición hasta el extremo de correr riesgo su propia existencia. Tulio Alcius, que así se llama el propietario de las tierras fértiles que llegan hasta Ostia, disfrutó como nunca de la inversión de valores. Toda situación era excesiva y excitante para él, y hubiera querido que durase mucho más tiempo, pero aquella enfermedad repentina, adquirida probablemente antes de las Saturnales le trastornó y tuvo que limitar su participación. Más que nada por el qué dirán. Así que a alguien había que culpar. Y el desgraciado Belonius era el más indicado por las circunstancias.

Catulo, en vísperas de las celebraciones, recibió una misiva secreta, aparentemente anónima, que le decía: Que el dios del dardo envenenado te perturbe, y compruebes como esclavo que cuanto has disfrutado hasta ahora poseyendo cuerpos conocidos no significa nada ante lo que te espera desprovisto y rendido al capricho de quien no has elegido. Clodia o Lesbia se reirán de ti cuando te vean desplazado hasta los peldaños más ínfimos del desenfreno, pero quién sabe si ellas mismas no te harán compañía y junto a ti otros próceres que solo entienden del placer cuando caen en sus más depravados instintos.

Fuera quien fuese el autor de la carta no debía ser precisamente un amigo. Y sabía que Catulo mostraba un sentimiento dual y contradictorio acerca de Lesbia, a la que tan pronto la amaba prohibiéndola que se entregase a otro, como la despreciaba permitiendo que cediera a las aberraciones de sus competidores. Pensó que no era el estilo de Lesbia utilizar un escrito, pues era más bien dada al reproche directo y bronco. ¿Y qué decir de Clodia, mujer culta como pocas, a la que no se podía engañar por las buenas? ¿No estaría en guardia, por causa de viejas afrentas, para vengarse de modo más sibilino? Las vías judiciales le habían parecido poco a la patricia, por lo que ¿no debería esperar el poeta alguna clase de trampa aprovechando la disipación de esos días en que se iba a festejar al sol invicto? 

Para los hombres con poder las normas eran más claras. Se podían hacer negocios durante las fiestas, o al menos tantearlos, pero en modo alguno pactar nada resolutivo. Para un personaje como él, más ajeno a los negocios del mercado que a los de las pasiones y en mayor grado al apetito de las letras, la frontera estaba en si una participación demasiado subversiva pondría en mayor riesgo las enemistades granjeadas. Pensó en su antigua dependencia de Clodia. Jamás le había perdonado sus traiciones y desde la desafección amorosa nunca nuestro literato creyó ya en un amor duradero. 

Catulo jamás había dejado de participar en las celebraciones que, en contra de lo imaginado siempre se tomó con prudencia, pero en ninguna ocasión se había visto tan tenso y dubitativo para acudir a ellas. ¿Solo por una carta indigna? ¿O tenía otras preocupaciones, entre ellas perder la confianza de César? ¿O aguantar las correcciones no siempre paternales de Cicerón? No aspiraba a un poder superior, se conformaba con disfrutar de sus villas y de alternar con los amigos de hoy que no sabría si lo serían mañana. La dedicación a sus poemas tenían tanto de adicción como de norma de vida. ¿Iban a ser por sí mismos causa de desafectos, odios, venganzas o simplemente desprecios? Pensó en ello. Y aunque lo sean, no sabría renunciar a expresarme de otra manera, remató. Quien a escrito mata a escrito muere, fue el lema que le condujo el día anterior a las Saturnales a tomar el cálamo y a tintar el pergamino. ¿Pretendía con ello desquitarse en su conciencia o fijar pasquines en las puertas de las tabernas de toda Roma? Y se puso a escribir. 

Yo, Cayo Valerio Catulo, dispuesto a entregarme a la diversión que Saturno nos proporciona en estas fechas, prevengo a mis enemigos para que cesen por unos días sus hostilidades. A las mujeres de mi vida les aclaro una vez más que ahora mi vida es otra y que cualquier intento de perturbarla sería en vano. Si quiero descender a los infiernos del placer lo haré por mí mismo, no porque me empujen a ello palabras malsanas que no llevan firma. Si elijo invertir los roles lo haré para proporcionar mayor satisfacción al que pierde todos los días que los que pueda obtener yo y quienes como yo vivimos en la abundancia todo el año. Celebrad todos el tiempo del cambio. No veáis tras la merma de la luz la desaparición del mundo y frecuentad con alegría las horas que fecundarán el mañana.

En ese final épico sintió sed y se sirvió vino. El aceite de la lucerna menguaba. Alzó la copa y vio su sombra reflejada en la pared. Teatralizó el brindis y la sombra, como una premonición, le ofreció la imagen de un sátiro.



(Imagen. Pintura de la Casa de los Castos Amantes, Pompeya)


NOTA. En fechas aproximadas a las que estamos se celebraban en la Roma antigua las fiestas Saturnales. Iban más o menos desde el 17 al 23 del diciembre del calendario nuestro actual. Cualquier parecido con las fechas que celebra el cristianismo no parece que sea mera coincidencia.

 

sábado, 12 de diciembre de 2020

El último día de Holofernes

 



"A la cual el Señor también dio hermosura, porque toda esta compostura no nacía de lujuria, mas de virtud; y por tanto el Señor aumentó aquella su hermosura, para que pareciese incomparablemente hermosa a los ojos de todos".

Libro de Judit, X. 4. Biblia del Oso, versión de Casiodoro de Reina.



Al levantarse aquella mañana Holofernes para tomar la iniciativa decisiva en su objetivo militar no sospechó que iba a ser su último amanecer. 

De nada había servido que los días anteriores fuese advertido por sus espías de que la mujer de su deslumbramiento se hallaba ejercitando el arte del alfanje. Dejadla que ella, hábil y entregada con sus palabras, enerve su cuerpo en el ejercicio de las armas. Ya se sosegará. Nos ha dado amplias muestras de su elocuencia y nada hace dudar de que su llegada hasta el campamento es para favorecer nuestra causa, pues no comparte con los suyos la obcecación de no someterse al gran rey de Babilonia. 

Las palabras del general eran órdenes para sus consejeros y oficiales que no se podían cuestionar. Sin embargo, Holofernes, que no había sido nombrado por el rey caldeo solamente por su capacidad estratégica y su destreza en dirigir los ejércitos, pensó: sea lo que pretenda realmente esta mujer su hermosura y sospecho que su inteligencia bien merecen que uno corra riesgos. De ningún modo voy a forzar nada con ella. Se sabe objeto de mi mirada pero yo también quiero ser reclamado sinceramente por ella. No caeré en la trampa de sus encantos exteriores, como con otras mujeres de paso, sino que la pondré a prueba. Diga verdad o no sobre el acatamiento al gobierno que represento, al menos debo conseguir que esa aparente atracción mutua quede patente y libre de ocultaciones. Mi rey puede esperar la conquista de la ciudad cercada, pero el frágil y enamoradizo Holofernes que llevo dentro debe consolidar antes otra clase de triunfo que garantice el éxito de la misión.    

La mujer le había estando contando durante varias noches la historia de su vida, sin esconderle nada. Esto agradó a Holofernes. Le había hablado de su posición pudiente, de la pérdida del esposo al que había amado tanto, de la pena y el ritual de luto a que se había entregado, del aislamiento con el que quería corresponder a la memoria de su hombre. Pero un día, dijo la mujer al general, entendí que no puedo vivir enterrada en vida permanentemente, cuando aún tengo una edad fértil en deseo y en capacidad de descendencia. A Holofernes tales confesiones le admiraron y llegó a advertirla. Hayas llegado hasta mi cámara bien con la mejor intención de ayudar a mi empresa o porque te traigas algún plan en secreto para reducir mi eficacia militar, debes saber que admiro tu valor y tu soltura. Entre mis tropas todos pensarán que vas a doblegarte de inmediato a mis instintos naturales. Pero haré algo contigo que no he hecho jamás con nadie. Respetaré tus tiempos de decisión, me inhibiré de frecuentar a ninguna otra mujer, demoraré cuanto sea preciso el último asalto a tus paisanos. Mas antes de arriesgar mi fama y mis recursos a la toma del bastión necesito estar seguro de que soy capaz de ser aceptado, despojado de toda clase de fuerza y de poder, por ti.

La mujer descubrió entonces que tras el general al que precedía reputación de sanguinario existía otro hombre ajeno a la violencia y predispuesto a entregarse con bondad. Un ser cuya fragilidad había sido tapada por las planificaciones militares y el sojuzgamiento a los pueblos. Ella dudó sobre su propia misión. Primero alargando su estancia en el campamento. Luego, dejando de comunicarse subrepticiamente con las autoridades de su ciudad, que esperaban de ella la noticia del éxito de aquello para lo que se había ofrecido. Por último condescendiendo a las tertulias que al atardecer le proponía Holofernes y donde ella iba descubriendo poco a poco el hombre que nadie conocía y que ni él mismo imaginaba que podía alojar.

Una noche, la mujer que se reclamaba de adorar únicamente a su Dios, se abrió con arrojo a participar de su intimidad con el general. Había venido a tu campamento con intención de disuadirte de tu empeño, hombre mío. Ante el tono de sus palabras Holofernes tembló. No eran tanto los ardides que ella había podido ocultar como la manera directa y penetrante de sentirse atraída por él lo que le perturbó. A medida que te he ido conociendo, mujer, me he librado de temores. Ahora sé que no puedes hacerme daño alguno y que ni tú ni yo estamos en esta estancia para librar ninguna batalla que no sea la de conquistar mutuamente nuestras naturalezas. Pero la naturaleza tiene muchos rostros, Holofernes, le respondió la mujer. Ciertamente, replicó el hombre, pero solo hay una que nos vuelve más ajenos y a la vez más auténticos. Ella le acarició los cabellos. Detrás de mi general hay también un filósofo recóndito y seguramente un amante inadvertido por cuantas esposas o allegadas se han dado a ti. Pero conmigo no solo te llevas mi juventud lozana, también te apropias de mi voluntad malsana, de ese lado de mí que en nombre de una clase de liberación iba a entregarme a un acto de violencia. Holofernes no quiso medir el alcance de aquellas palabras, pues ya sentía el calor intenso del cuerpo de la mujer. Mi desnudez más profunda es tuya, le dijo a esta, envuélvela en voluptuosidad y ofrece el deseo más desatado al dios que llevamos dentro. 

En la entrega sin horas de la que se hicieron partícipes, el verbo y los sentidos circularon caóticos de un cuerpo a otro. Holofernes, en un movimiento de contemplación extática sobre la mujer la alzó en un sobreesfuerzo. ¿A quién me estás inmolando?, dijo ella en medio del arrebato que les desconcertaba a los dos. A la vida y a la muerte, susurró Holofernes refrenado por un jadeo que derivó en rugido desgarrador. A continuación el general se desplomó inerte. Ni herida ni sangre ni mucho menos degüello. No había en la cama ningún otro arma que no fuera el amor. 

Lo que aconteció después lo han contado las crónicas interesadas en una dirección diferente a los hechos y con una intencionalidad acaso proterva. Que cada cual se atenga a lo imaginario. 






martes, 8 de diciembre de 2020

Diálogo entre viajeros

 



Teisuke Ryu, marchante de obras antiguas y nuevas, se dirige a la capital a cerrar un negocio. Me interesan las artes de otras épocas, pero también los grabados que jóvenes artistas están llevando a cabo ahora, comenta con Tadahiko, un médico que se ha doctorado en la medicina moderna y que va a tomar posesión de su plaza en la ciudad. Aunque me dedico a comerciar con el arte le diré en confianza que no soy un gran entendido. Pero aprecio lo que me gusta. Es mi norma: aquello que me agrada y entra dentro de mí, me digo, merece la pena ser dado a conocer. Me agrada lo que dice, interviene el doctor, porque mis conocimientos son nulos al respecto y mi sensibilidad escasamente desarrollada para ese mundo que nunca he tratado de cerca. Mi experiencia no pasa del diagnóstico de enfermedades y de la disección de los cuerpos que se rinden a la vida. Ya ve, algo muy alejado del arte. O acaso no tanto, le replica el marchante. Piense que los artistas también intentan averiguar lo que hay tras los cuerpos vivos y cómo se relacionan estos con la naturaleza. Los pintores de este tiempo piensan también que todo es pasajero y en muchos casos fútil y tratan de representar la vida como algo evanescente. Pero yo creo que en el fondo saben captar lo que hay en cada uno. 

Tadahiko quiere hacerse también el enterado. A mí me han dicho que según te acercas a la gran urbe hay muchas casas de té para descansar y también que los barrios de placer han crecido. ¿Tendrá que ver todo eso con una actitud ante la vida por parte de muchos? Sin duda, le responde Teisuke, que tiene sobrada experiencia como viajero de negocios. Cerca de donde nos encontramos hay precisamente una casa donde las mujeres que atienden son especialmente amables. Nadie te obliga a nada. Puedes solicitar sencillamente un rato de reposo escuchando canciones relajantes y tomando té, admirando el porte y la belleza de las jóvenes. Puesto que no sabemos si volveremos a vernos tras este viaje te propongo parar esta noche en una de ellas y aligerarnos del peso de nuestras misiones respectivas. Al joven médico no le pareció mal la idea. Tampoco había tenido nunca la oportunidad de conocer de cerca el mundo de las geishas. Y lejos estaba de imaginar que iba a descubrir a una mujer que no lograba encontrarse a gusto en su ámbito ordinario.




Puedes ver un relato sobre la geisha del espejo en Chitón:




(Grabado de Suzuki Harunobu)


sábado, 5 de diciembre de 2020

El mundo entero en algún lugar mediterráneo hacia 1890


Nostra patria è il mondo intero 
nostra legge è la libertà 
ed un pensiero 
ribelle in cor ci sta.

Nuestra patria es el mundo entero 
nuestra ley es la libertad 
y un pensamiento
rebelde en el corazón hay.


Pietro Gori, Stornelli d'esilio.


¿Vuelves del Ateneo, Pietro? Pietro siempre vuelve de las clases con mejor humor y lo manifiesta enseguida con sus amigos. De allí vengo, y tú deberías ir también, Stefano. Cuando me explican cosas que no sé me acuerdo mucho de ti. Es que no me gusta que me digan lo que tengo que hacer, le replica Stefano un tanto acomplejado. Además, ¿para qué? Si no tengo dónde caerme muerto. Y ya no tengo edad de escuela. Nadie te va a decir lo que tienes que pensar, sino que aprenderás a pensar por ti mismo. Y siempre se tiene edad para conocer un poco más, le corrige su amigo. ¿O es que te gusta ir por la vida dejando que te estafen los que te contratan a días y sin un papel legal por medio? ¿O es que prefieres ignorar las medidas de higiene o las nociones de respeto y colaboración con las mujeres? ¿O no deseas mejorar aprendiendo oficios nuevos, ya que el mundo está cambiando? No puedes pasarte todo el día liando ese mal tabaco picado y metiéndote cada dos por tres un peleón que te va a machacar no solo el hígado sino la cabeza. Ves que otros leen los periódicos y tienes que preguntar lo que dicen, y si quieren te cuentan de verdad lo que ponen y si no te toman el pelo. Cuando leas disfrutarás de lo está escrito en los papeles y los libros. Ah, y algo más importante todavía: elegirás y sabrás distinguir sobre lo que otros te dicen. No hay que escuchar y leer para dar la razón a nadie, sino para tener pensamiento propio y disfrutar de lo leído. Entonces te darás cuenta de que los demás atienden a tu criterio. Me da igual si me engañan o no, nadie nos salva, insiste Stefano, cada vez con menos argumentos. Pietro lo advierte. Malo es que esperes que te salven otros si no lo intentas tú, y el primer paso es rechazar la ignorancia. ¿Crees que lo que nos pasa a nosotros solo ocurre aquí? No, sucede en el mundo entero, Stefano, en el mundo entero.







miércoles, 2 de diciembre de 2020

Estoy en Diciembre hacia 1200, y Antelami me lo recuerda

 




Y ayer de pronto me di cuenta de que tocaba podar las vides. Dejarlas lo más recortadas posible para que el suelo las sintiera suyas de nuevo. Para que las yemas reposen durante todo el invierno. Y estos viñedos, ¿de quién son?, me preguntó el pequeño Francesco. De quien es dueño del suelo, le dije secamente. Y el suelo, ¿de quién es?, insistió. Quise responderle que del señor, de los obispos y de los monjes, pero también incluso de los que de pronto llegan veloces desde otros territorios arrebatando los bienes, y se apropian de él por un tiempo...o para siempre. Pero me lo pensé. El suelo es de la tierra y todo lo que la nutre está en él, contesté al chico liándole más. Pero Francesco de tonto, nada. Eso ya lo sé, pero los frutos se lo llevan siempre otros, por eso le pregunto, padre, de quién es. Me sequé el sudor. Tú poda o, mejor dicho, aprende a podar, y calla. Fue lo único que acerté a decir. ¿Qué podía decirle?



Benedetto Antelami esculpió en altorrelieves los meses de los trabajos y los días de su tiempo para el Baptisterio de la Catedral de Parma. Antelami está en la frontera de dos estilos artísticos, y la iconografía camina ya hacia un nuevo salto. En los rostros de los personajes del calendario ves huellas anteriores que identificas: miradas griegas arcaicas, testas romanas. No obstante se dotan de expresiones acordes con los oficios y las tareas. Los cuerpos adquieren un movimiento más activo y dinámico,  inédito en los siglos anteriores de la Edad Media. Las figuras se van soltando, podríamos decir. Y las vestimentas y los útiles para laborar consiguen un efecto preciso y detallado para reconstruir el momento. Cada figura humana fue acompañada del signo del Zodíaco correspondiente, aunque algunos hoy día están desaparecidos. Admiro y me embeleso con el Calendario de Antelami.  Por eso he vuelto al año 1200, brindando la imagen que reproduce el mes de Diciembre.