I. Hace mil años. La foto de unos Sanfermines lejanos rescata una memoria perdida. En vano. Entre la imagen y la actualidad hay mutaciones. Una, la de los cuerpos a contraluz que nos ofrece a estas alturas con sus arrugas el tiempo transcurrido. Otra, la desaparición inevitable de dos de los que posan. No, no es una nostalgia formal lo que le puede embargar a uno. Tampoco la huella del paso de los días. Acaso sí la conciencia de lo perdido. La pérdida tiene nombres, no solo de personas, sino de situaciones y ámbitos que casi hemos olvidado. Entonces, cuando me encaro con una fotografía que me trae el pasado me encaro con mis propias emociones, con lo que fue y pudo haber sido. Cuando una fotografía refleja el tiempo de la infancia todo resulta especial. Una fase de dejarse uno llevar, de descubrir, de empaparse, de no sentir responsabilidad -vendría más adelante- y sí mucha obligatoriedad. Pero dominaba el bienestar, la empatía, el sentido lúdico. Hubo un tiempo que fue, en que hubo todo ello. Después, humo. Algún día, cenizas.
II. Y entonces me da en pensar en la actualidad. Qué año este 2020 tan diferente de todos, tan sorprendente, tan rompedor. Ha multiplicado desgracia y ha destrozado el modus vivendi de muchísima gente. Y vete a saber todavía su alcance definitivo. Quién nos los iba a decir. Pero es un año subversivo como pocos porque ha hecho saltar por los aires parte de la idiosincrasia española. Que un agente externo, pero que cunde en nuestros cuerpos personales y colectivos, nos fuera a modificar de tal manera las tradiciones, las costumbres, los rituales y el juego no lo podíamos esperar jamás. Algunos dicen: no pasaba algo así desde la guerra. ¡Comparar con aquella gran desgracia nada menos! ¿Excesivo? Pero quién nos iba a decir a nosotros, españoles alegres y confiados, dados a conmemorar lo imaginario más que lo real, y lo real siempre adulterado y adaptado a conveniencia, que nos íbamos a quedar sin Fallas, Semanas Santas, sin Ferias de Abril, sin Sanfermines, sin Moros y cristianos, sin castellets, sin Rocío, sin queimadas de los antigos cértigos, en fin, sin innumerables fiestas locales de vírgenes y santos, que otra cosa no habrá en los territorios insulares y peninsulares, pero fiestas a porrillo. Años sin toros ni fútbol ni deporte en general, al menos en su acepción de asistencia de masas, pues el negocio es mucho en algunos de ellos y, aunque se siga muriendo media España, esa identidad nacional, el fútbol, portadora de tantas esencias patrias, sigue su liga: ¿cómo iba a morir con los que mueren? Año que pasará a la historia como el año en que los españoles se quedaron sin juego y sin religión exhibida, pues que hasta las misas se suspendieron, y los fervorosos ahora ya no pueden recurrir a hacerse los cristianos primitivos con sus ósculos y apretones de manos y abrazos, porque aquí el juego y lo religioso son los dos mecanismos tradicionales que han unido -el que no se dejaba, a las tinieblas exteriores- a quienes no eran de fácil tendencia a unirse por labores más constructivas. Año, en fin, en que se verá alterada otra de las liturgias de los últimos años, las vacaciones. Y no quiero avanzar más características del año raro, año duro, año de imprevisibles consecuencias, que cada cual de vosotros, lectores de esta entrada, sabéis como nadie desarrollar.
III. ¿Reflexionar sobre el virus estrella y asesino de la temporada? ¿Sobre uno o mil virus que forman parte de nuestro hábitat de terricolas? Los virus no necesitan ser pensados. Sí conviene a la especie autoelegida profundizar en su ámbito, labor necesaria e interesante, inteligente sobre todo, aunque siempre deficitaria. Ver cómo se explican por mediación de la existencia de todas las especies animales, que es donde actúan. ¿Se puede, y hasta qué punto, llegar a un mundo desde otro mundo? El constante desafío desde la cultura en su cuna. El intento imprescindible para procurar la supervivencia de especie.
IV. Y ahora, una vez habiéndome permitido a vuestra costa este desahogo retórico, me voy a dedicar a seguir con los cuentos indómitos, que uno necesita entenderse a sí mismo en la ficción -qué humano, qué Sapiens Sapiens o Sapiens Neardentalensis, qué español, caballero o bellaco, soy- mejor que en la difícilmente comprensible realidad.