"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 31 de julio de 2021

Aquel mensaje ambivalente (Serie negra, 13)

 


¿Es una cita o es un poema? Una cita puede ser un poema y un poema puede ser una cita. Depende de lo que esperes de cada mensaje escrito. Tú, ¿qué esperas? Yo no espero, solo leo. Déjame leer. Te dejo pero depende de si quieres que sea un poema o una cita. Prefiero la cita. Tal vez te pierdas entonces el poema. Porque pueden ser incluyentes, pero también lo contrario. Qué duda. Te propongo no elegir, sino que algo exterior a nuestros deseos decida por nosotras. Eso tiene poco mérito, es como si cediéramos nuestra personalidad a la moneda al aire o a los posos del café. Pero, ¿acaso no es arriesgado poner en manos del deseo una de las opciones? Lo es, y por eso es emocionante. ¿Quieres decir que perseguimos emociones? Perseguimos que las emociones propias nos lleven a las emociones de otros. Como una confluencia, quieres decir. Tal vez como lo imprevisto. Analizar cada palabra, línea a línea, de lo que pone este mensaje desmonta las posibilidades de disfrutar de la emoción de lo desconocido. Probemos entonces lo desconocido. Probemos si un poema lleva más lejos que una cita. Intentemos si una cita reúne en sí algo más que un poema. Qué indecisión. ¿Lo habrá planteado él así para dividirnos? Tal vez, y no me hace gracia alguna que compitamos entre nosotras. Él puede echar su suerte a dos bandas y nosotros tenemos que acogernos solo a una. Eso ya es conflictivo para nosotras. ¿Y si le devolvemos la apuesta doblada? ¿Cómo? Decidir que tú eres el poema, por ejemplo, y yo la cita. O a la inversa. Entonces le partiremos a él. Tendrá que optar. ¿Y si está planteando que uno son dos y dos son tres? ¿Y si lo que pretende es que los tres seamos uno? Tendrás valor tú... ¿Tú no? ¿No será ir demasiado lejos? Ah, yo no me quedo atrás. Respondamos, pues, al mensaje. O mejor, acudamos sin más a la cita. ¿Dónde dice que es la cita? No dice lugar. ¿O de quién es el poema? No pone nombre del autor. Una vez más las emociones a la papelera. Una vez más las emociones pendientes. Los deseos se hacen de rogar. Sí. Salvo que...Oh, sí.



(Fotografía de Elio Ciol)

miércoles, 28 de julio de 2021

Cuánto llevas (Serie negra, 12)

 


Me sentía como un robó cuando hacía la calle, me dice Fernanda. Todos lo mismo. Que cuánto llevaba, que qué hacía, que si con cama o sin cama, que si era en un piso de los alrededores. Y yo repitiendo las mismas tarifas, aclarando lo que ya estaba claro, dando las mismas señas, una y otra vez. Siempre he creído que muchos no venían a informarse sino que los pobrecicos buscaban la proximidad por si caían migajas. Porque yo era de las que tenían pudor y reglas, y nunca traté mal de primeras a ningún hombre, pero luego estaban las zalameras, las que cogían la mano del preguntón o que ponían la suya donde al hombre se le supone, para tentarle, para inclinar la balanza de la duda. Markétin pero sin clase. En este oficio o te hacías valer o eras de usar y tirar. Y no lo digo solo por el cliente de paso, sino por las otras, por los protectores y aprovechados de las otras, por los de la brigada, que te pedían que fueras chivata o se lo hicieras gratis. Fernanda habla sin afectación, retirada del oficio pero bondadosa como pocas de los amigos que le han quedado, más allá de las solicitudes. Ella vive en el primero y yo en el último, desde donde se puede contemplar las agujas de la catedral. Yo pongo el café y tú las vistas, me dice a veces para hacer tertulia. Necesita rememorar y ser escuchada.  ¿Sabes?, yo tenía mis fieles. Si ellos me respetaban yo les respetaba y nunca me aproveché. Sabía perfectamente si quien acudía a mis servicios era funcionario, catedrático, cura, militar o simple paleta. Si estaban casados, solteros o viudos. Sus maneras de hablar, de vestir, de mirarte y sobre todo de oler delataban sus ocupaciones. Por supuesto, había los urgentes, a los que nosotras llamábamos los del shangai, que se creían de recorrido largo pero eran de despacho rápido, y luego los morosos, que no acababan ni de empezar, y también aquellos que se quejaban de todo, que si muy cara la atención para lo que les habías hecho, que si lo intentamos de nuevo sin pagar otra vez, como si una fuese cáritas. Podría hacer una lista de tipos y no te lo creerías. Los había accidentales, que no exigían ni ponían reparos. Pero a mí me atraían los tímidos, qué se le va a hacer, aunque algunos explotaban su timidez para que yo fuese más cariñosa. Me gustaban los sinceros, que apenas hablaban pero que se abrían y se dejaban abrir con sus maneras tiernas. Algunos decían que venían a aprender del amor, y yo les decía: chico, esto no es la academia de corte y confección y no doy títulos. A muchos jóvenes se les notaba enseguida que iban para casarse y necesitaban no mostrarse torpes ante su novia. Pobres. Cosas del macho peninsular, que dice mi amiga Pepa. Los peores eran los cohibidos, los acomplejados, aquellos que no sabían si iban o venían, y que a veces salían por pies, pero para mí los más cómodos. ¿Y qué decir de los viejos? Regateando y exigiendo hasta el último instante, menos mal que caían en el primer asalto y huían despavoridos. ¿Que si los había imaginativos, me preguntas? Más que imaginativos eran charlatanes de fantasías, pero yo les cortaba rápido. Todo tiene un precio superior, a medida que la calidad del producto es más alta, les aclaraba a tiempo. Fernanda se apoya en la barandilla del balcón. Ah, si yo hubiera tenido estas vistas cuando me ganaba la vida entre los adoquines. Pero fue lo que fue y la vida no vuelve. Un consuelo: no vuelve para bien pero tampoco para mal. O eso espero. Y apura la taza de café, que no aquella de achicoria que dice que ella tomaba en otro tiempo. Pero que era depurativa, asevera.




(Fotografía de Joan Colom)

domingo, 25 de julio de 2021

España y la dignidad, 1950 (Serie negra, 11)

 


No sé bien si la dignidad es una cualidad, un atributo, un derecho o una apariencia del ser humano. Filósofos, moralistas, políticos y religiosos la han traído y llevado para sus usos y justificaciones desde cátedras, discursos, gobernaciones y púlpitos. De hecho es un concepto variado, con diversos significados. Con frecuencia se ha enarbolado el término para ocultar o no reconocer situaciones reales de hondo calado. La pobreza, por ejemplo. La Real Academia dice que dignidad, en el sentido que yo busco, es la cualidad de digno. Y digno significa merecedor de algo. Parece una definición fría y tajante, pero es muy precisa y a mí me parece que justa. El pobre sería, por lo tanto, y aunque no lo precisara la RAE, un individuo o colectivo de individuos merecedores de algo. De algo más. Simplemente, de salir de la pobreza. Ello ya implicaría más precisiones. España está subdesarrollada, se decía hace unas décadas. La cualidad digna de aquella España sería, entonces, salir del subdesarrollo. En realidad los términos desarrollo y subdesarrollo fueron eufemismos para ir ocultando la basura de la pobreza y de la miseria. O las pobrezas y las miserias, que de ellas habría que hablar en plural. La física, la moral, la política, la cultural. Las fotografías antiguas ilustran a la perfección la vida, mejor que las palabras. La fotografía de una familia digna -pobrísima seguramente pero digna- se revela así como una apariencia. 

Sus medios de sostenimiento serán muy escasos pero hay que ver la dignidad y el orgullo de los padres, dice el médico en la tertulia vespertina. ¿Y el tesoro divino de todos esos hijos despiertos, qué angelitos, verdad?, apostilla el cura. Así me gusta la madre, firme en el cuidado de la prole y entregada de lleno a sus labores, comenta el alcalde nombrado a dedo por el gobernador de la provincia. ¿Qué me decís del padre, con esa prestancia y altivez que parece que fuera un mayoral en lugar de un pocero?, juzga el orondo cacique con más hectáreas. ¿Y lo alimentados y sanos que se les ve a todos? suelta el boticario. La raza española, siempre tan digna y bizarra, señores, pone la guinda el secretario municipal que acaba de sumarse a la partida. ¡Órdago!, salta estrellando los naipes sobre la mesa.    



(Fotografía de Carlos Saura)

jueves, 22 de julio de 2021

Atenea, la que empuña la jabalina (Serie negra, 10)

 


Se lo dije a mi amigo. Tenemos perdida la partida de antemano. Ellas son imbatibles. Han colocado las bolas para que creamos que van a hacer una jugada simple. Luego se desmarcarán y harán otra. Fácil que simulen que son torpes y es ahí donde nos habrán tendido la trampa. ¿Crees que estas dos dejarán que tomemos la iniciativa para ponernos después la zancadilla?, dijo mi amigo apurando el brandy. Yo diría que son expertas en representar que están a la defensiva, respondí. Pero saben calcular muy bien los pasos. No te hagas ilusiones. La de gafas de sol no te mira a ti. Y su compañera le susurra un movimiento táctico. Les gusta impresionar. Por ejemplo, creerse Atenea empuñando la jabalina tras el parto de Zeus. Guerreras pero protectoras, enérgicas pero cultas. No nos conviene ir a su terreno si ellas no quieren. Cualquier desliz podría causarnos una desgracia, como la de Marsias al descubrir a la diosa bañándose desnuda. Mi amigo se dejó tentar por cierto nerviosismo. ¿Y qué tiene que ver aquí la mitología?, dijo. Nada, lo que yo quiera ver o soñar. No salía el hombre de su extrañeza. ¿Cómo puedes saber lo que ellas pretenden? Mira, simplemente porque he jugado otras veces y he perdido.



(Fotografía de Leopoldo Pomés)

martes, 20 de julio de 2021

Los aplausos cónicos (Serie negra, 9)

 


Siempre he pensado que el aplauso tiene forma geométrica. Debe ser que muchos comportamientos humanos están modelados por la geometría, de modo análogo a como lo están los órganos del cuerpo. Un aplauso colectivo es cónico. Como un altavoz antiguo. Como un embudo. Como la luz de una linterna. Como la cima de un volcán. Como los cascos de los guerreros mongoles. Como los rayos de un transparente de iglesia barroco. Como un capirote de penitente o de condenado inquisitorial. Como un cucurucho de feria. Como la proyección luminosa de un flexo en el interrogatorio policial de una novela negra. Como el vórtice de un huracán. Como un clarín. Como una mirada cautivadora que se apodera de tu mirada. Un aplauso parece responder a un acuerdo. Pero no lo es necesariamente. Puede tratarse de una orden encubierta. ¿Recuerdan la claque en los viejos espectáculos de teatro? Un aplauso quiere demostrar la satisfacción que produce lo que se dice en un acto. Un aplauso es un premio al que luego la prensa añade aquello de fulanito fue recibido con aplausos y acogido con calor humano. Un aplauso puede ser un disco rallado, como los aplausos enlatados de un telefilm de comedia. Un aplauso acaso sea manifestación de agradecimiento. Mas ¿espontánea o preparada? Un aplauso debiera ser todo lo contrario de un pitido, y sin embargo cuántas veces no confluyen en un hermanamiento, supongo que cónico, la percusión y el viento. En mi niñez aprendimos a aplaudir antes que a leer. Las monerías son anteriores al ejercicio lector. Cuando pasaba el tirano en su Rolls blindado aplaudíamos (nos hacían aplaudir, o bien: teníamos asumido de motu propio aplaudir) Cuando el Séptimo de Caballería llegaba para liberar a los defensores del fuerte aplaudíamos (si se cortaba la proyección por defecto de la película pateábamos, que es otro ejercicio de percusión interesante) Cuando el ciclista escapado de la Vuelta aparecía en un repecho de la carretera sudando la gota gorda. Cuando los nuestros ganaron...ah, ¿pero quiénes eran los nuestros? Y los nuestros de entonces ¿son los nuestros de ahora? ¿Seguimos teniendo a los nuestros? ¿Por qué me convence ahora tan poco la expresión los nuestros? Y así hay a lo largo de la vida una sucesión de cuandos a los que concedíamos el aplauso. Los aplausos resuenan contra las paredes que acogen a los propios aplausos, porque la mística del aplauso se atiene también a una ley física. Los primates aplauden ante situaciones de logro y de gozo y me quedo pensando en lo buenos enseñantes que son. De ellos aprendieron las sucesivas especies que acabaron estableciéndose en esta nuestra. Que el aplauso haya devenido en un extendido ritual, bien suene más apagado o bien resuene más eufórico, lo que hace es demostrar cuán gregarios somos. Capacidad de arrastre del aplauso. Capacidad de arrastre de quien se beneficia del aplauso, que suele ser alguien tras las discretas bambalinas de nuestras vidas. Aplaudimos entre la muestra de satisfacción y la concesión al reconocimiento del otro, de aquel que es objeto del aplauso. Pero realmente, ¿qué y a quién aplaudimos cuando aplaudimos? El aplauso como redundancia. Y como resonancia. Cónicas, por supuesto.



(Fotografía de Nicolás Muller)

domingo, 18 de julio de 2021

Los dedos de la pianista (Serie negra, 8)



Adoro sus dedos de pianista, hermana. Admiro la labor de soporte que ejecutan sobre sus labios, antes de que salgan de estos una palabra inadecuada. Usted mira un punto del horizonte próximo que le altera. Si es debido a una ligera conmoción, a una duda que le asalta o a una situación difícil de interpretar nos lo debería decir usted. Pero no lo hará. Por recato, pues ha aprendido a proteger sus pensamientos. Por pudor, pues quiere ser modesta consigo misma. Por humildad, pues sabe que no debe envanecerse. Por el mismo autocontrol que le han enseñado durante el noviciado. Está en esa edad fronteriza entre ser sincera por instinto o verter una opinión conforme a unas reglas. La entiendo perfectamente. Yo también fui así, aunque mis votos laicos mudasen persiguiendo experiencias. Porque para mí recorrer el mundo fue ir también al encuentro con lo desconocido. En eso usted y yo nos parecemos. Por caminos diferentes queremos saber de lo incógnito. Sus dedos de pianista no envidian a una pianista de oficio. ¿Sabe que los míos no difieren mucho de los suyos? Mis dedos interpretan la sinfonía de Dios, me dice usted esforzándose en la prudencia. No sé responderle porque yo no sé interpretar tal sinfonía y ni siquiera sabía que estuviera compuesta. De momento los míos ejecutan ya composiciones propias de la edad. Sus notas tienen la inspiración que el reumatismo de mis ancestros me han ido legando poco a poco. Pero claro, a usted y a mí nos separan años. ¿Sabe? Los años son también notas del universo. Tienen su música, su letra, sus variaciones, sus arpegios. Y los tramos del camino unas veces van de andante, otras de moderato, a veces suena allegro, en ocasiones peligrosamente prestissimo, y poco a poco todo se torna largo. Mis dedos ya lo han ido comprobando. A usted, hermana, aún le queda recorrido, aprovéchelo. Y aunque piense que se ha adaptado para siempre a un tipo de música que cree que merece su entrega total a veces notará que algo dentro de usted desafina. ¿Qué hará entonces? ¿Limitarse a contemplar sus dedos de pianista que van perdiendo su finura? ¿Repetir sin creatividad alguna los viejos sones, cada vez más imperfectos, más inseguros, más monótonos? ¿Permanecer sorda o, lo que sería peor, insensible a sus voces interiores desconocidas? Me ha agradado conversar con usted en esta distancia que va de ficción a ficción y a la que los seres humanos llaman realidad. 



(Fotografía de W. Eugene Smith)


jueves, 15 de julio de 2021

El hombre que veía en dos direcciones (Serie negra, 7)

 


No es ninguna novedad que todos los individuos disponemos de dos rostros. Con ello queremos decir que somos capaces de manifestar conductas opuestas que no sé si revierten precisamente en el fácil conocimiento y comunicación de nosotros mismos y del prójimo. En mi caso no es una metáfora de circunstancias, sino que es un hecho físico incuestionable y secreto. Una de mis caras mira hacia adelante. Otra hacia atrás, generando un movimiento rotatorio porque ya se sabe que el campo visual es muy limitado. ¿Que si soy un monstruo? En absoluto. La propiedad feliz de la que me dotó la naturaleza es que solo yo sé de la existencia y posicionamiento de los dos rostros. Nadie más observa rareza alguna más allá de mi cabeza rapada y mi gesto formal. 

El que disponga de dos caras no quiere decir que me encuentre en guardia permanente, ni que utilice el don para jugar malévolamente a dos cartas con el prójimo, que podría hacerlo, ni que pretenda beneficiarme de informaciones que pueden llegar de manera anticipada a las que recibe el resto de los humanos. Digamos que el uso que hago de mis dos rostros es meramente contemplativo. Por ejemplo, puedo estar al borde de un acantilado contemplando delante de mí el mar y su bravura. Pero a la vez estoy disfrutando con la visión de espaldas de la ondulación de un monte, una actitud que para todo el mundo supondría una elección. O contemplas el monte o te quedas con el oleaje. Para mí no. Para mí es cómodo y completo llenarme de ambos horizontes. Me pasa parecido cuando camino por la calle y me encuentro con conocidos. Para cualquiera de vosotros o recibís al que te llega de frente o prestáis atención a quien te va a abordar desde atrás. Yo me porto correcto con mis amistades, me vengan por donde me vengan, sin hacerlas de menos. Ellas, sin saber mi secreto, lo agradecen porque de este modo no abandono precipitadamente a una para atender a la otra. Mis dos caras son condescendientes y me hacen quedar bien. Ah, y la satisfacción de no tener que elegir entre preferencias.

Pensaréis que tiene que ser un lío para mi cerebro. Que procesar dos visiones contrapuestas o diferentes debe generar ansiedad y desequilibrio. No lo percibo de ese modo. Por supuesto, los humanos estamos obligados siempre a elegir, siquiera por un instante o respecto a algo nimio, sin mayor trascendencia. Obviamente hay muchas ocasiones en la vida en que situaciones de envergadura o graves nos ponen en la tesitura de optar y a veces sin posibilidades de una marcha atrás. Por supuesto, a mí también me sucede alguna vez. Pero la doble y temporizada contemplación de ambientes contrapuestos me facilita disponer de un estado de ánimo presto a digerir con mayor seguridad los grandes momentos de la existencia. 

Es probable que a medida que os cuento todo esto sintáis envidia o, simplemente, que no me creáis. Hace poco me ha sucedido algo extraño. Era un día de luz intensa. Caminaba por un lugar apartado y tranquilo. Hay que favorecer el ejercicio de la contemplación personal. De pronto ante mí apareció una mujer, agradable y hermosa, que me dijo de sopetón que era la vida. Así de categórica. La sorpresa y el asombro de mi rostro de delante lo debió notar ella porque rápidamente se justificó. Soy la mujer sin tiempo, la que permanece, la que no sabe de dejadez ni de abandono, la que ni aumenta ni disminuye. Su imagen, frágil pero saludable, y sus palabras optimistas se armonizaban al unísono mientras yo permanecía atónito. Pero a su vez mi otro rostro, el que mira hacia atrás con tanta agudeza como el frontal, me ofrecía una visión distinta. Una sombra densa, imprecisa al principio, luego más próxima, se acababa ajustando al perímetro de mi cuerpo. Esa sombra, cuyo calor me abrasaba, tenía todos los rasgos y características de mis órganos, mis dimensiones, mis gesticulaciones. Fue muy contundente refiriéndose a la mujer oferente que me había hablado por delante. Ella te ofrece eternidad y yo te digo adiós. Pero ella miente. Qué difícil fue para mí en ese instante sujetar el desafío de la mujer atrayente que revelaba su intemporalidad y a la vez sentirme incapaz de ignorar a aquella sombra que me arañaba con ansia, pegada ya a mi propio volumen, dispuesta a arrancarme a tiras la piel, diciéndome sin decirlo que era yo mismo mermado y desprovisto. 

Yo lo entendí de inmediato. Fue un instante de dilema. Ahora pienso que un aviso. ¿Cómo puedo corresponder con dos caras a la vida y a la muerte a la vez?, comenté en voz alta. La vida, o la mujer que se decía vida, me dijo entonces: rechaza tu otro rostro y quédate solamente con el que me ve a mí. Mas la sombra que me agarrotaba lo oyó, y exclamó sin contemplaciones: no podrás vivir exclusivamente con el rostro que mira hacia adelante, pues entonces ya no serías depositario de ningún don, y la naturaleza no te reconocería. Además, yo te alcanzaré igual, pues al perder uno de tus rostros te sentirás peor que los humanos comunes y tendré más fácil mi posesión sobre ti. Le respondí a mi sombra impune: es la mujer que me ofrece vida la que me permitirá sobrevivir, y si tengo que elegir no dudaré. Entonces la sombra, mi muerte, me respondió con cierta cólera: ¿es que aún no sabes que lo que mata es la vida?




(Montaje fotográfico de Aleksandr Rodchenko sobre Georgi Petrusov, 1933)

lunes, 12 de julio de 2021

Tras la última noche con Gerda (Serie negra, 6)

 


La dejé apacible. Me habían llamado para cubrir una operación de tropas cercana y salí de madrugada. No sé quién tiene más obsesión por capturar imágenes, si yo o ella. De hecho hay infinidad de tomas que no sabemos ninguno de los dos quién las hizo. ¿Tiene eso alguna importancia? Ayer Gerda se encontraba exhausta y es mejor que se haya quedado. Cuando despierte rabiará. Me llamará oportunista, infiel y otras pestes, y se calmará. En esta funesta guerra hay oportunidades para la leica a todas horas. Antes de partir me he quedado un rato contemplándola. Qué hermosa durmiente. La postura en escorzo de su cuerpo hubiera sido una pose sugerente para un pintor barroco de los que han abundado hace siglos en este país roto. Me conmueve su abandono al sueño. Ha mascullado algunas palabras, ininteligibles, intranquilas. De vez en cuando cambiaba de posición con cierta violencia, y se retorcía como si toda ella fuera parte de la arruga de las sábanas o de su pijama. No me imagino que su piel juvenil, tan tersa y delicada, pueda verse estriada y reseca dentro de unos años. Aunque vete a saber dónde estaremos de aquí a unos años, con esta vida tan insegura como azarosa que llevamos. Apasionante sí. Por eso aprovechamos nuestros encuentros. No he levantado la mirada de Gerda mientras dormía. Ella también suele observarme a mí. Una vez desperté mientras su rostro dulce parecía cuidarme como un ángel. Pero hoy me siento extraño. ¿Y si no la volviera a ver? ¿Y si la partida al frente me tiene deparada una sorpresa maldita? O bien a ella, que le gusta ir a su aire. No solemos pensar en las desgracias personales. Si lo hiciésemos nos faltarían arrestos para hacer nuestro trabajo. Y un arrojo con precaución es parte del oficio. ¿Cómo pararnos a pensar en el riesgo cuando una situación nos pide que hagamos de notarios de la historia? La gente a la que apoyamos se lo merece. Ese tiempo que he dedicado a admirarla, que me ha hecho sentirme enamorado de la mujer yacente tanto o más que de la activa, me ha sorprendido. No soy dado a conceder patente de creencia a las intuiciones. Soy más bien de reflejos, porque evidentemente el día a día hace que agudices instintos. Pero esa sensación nerviosa que he tenido al acariciar su costado antes de irme me ha dejado preocupado. A veces me hago preguntas. Ambos participamos de mil preguntas y buscamos justificar nuestros actos con mil respuestas. Las respuestas nunca están en nuestra mano, suele decir Gerda. ¿Por qué estamos en este país que antes jamás habíamos conocido? ¿Qué nos reclama? ¿La justicia maltrecha para que hagamos lo posible por restituirla a los legítimos? ¿La defensa de los miserables? ¿Nuestro carácter aventurero? ¿Todo lo que está sucediendo en nuestros países de origen? Ay de nuestros países de origen. Nosotros que somos apátridas. Que no reconocemos otra patria que la Humanidad, dice Gerda. Pero hoy la Humanidad está aquí, por eso estamos nosotros, y por eso hay gentes de todas partes que hacen causa con este país. ¿Será suficiente? He recordado estas conversaciones y he salido con cautela de la habitación. Me llevo en el corazón el sueño de la durmiente.





(La fotógrafa Gerda Taro en imagen de Robert Capa)

sábado, 10 de julio de 2021

El horror de una piltrafa (Serie negra, 5)

 


La paliza, el escarnio, las balas, mi cuerpo desplomado. El agua me mantiene a flote. No a mí, sino a los restos en los que ya no habito. He aquí una masa informe, un contorno desfigurado por la vísceras que han abierto mi abdomen, una hinchazón de la que huyen los peces. Mi pensamiento ha volado conmigo, mi conciencia ha emprendido la fuga. ¿Qué sentido tendría inquirir en lo vivido si lo que ya no soy solo sabe testificar como esta masa inerte, desposeída de un pasado y, por lo tanto, de sus apariencias? Paradoja. Llega un momento en que un hombre deja de ser un hombre para ser una piltrafa. Si pudiera recordar pensaría en mi madre. Su grito agudo al verme, no a mí, sino a esta basura, rasgaría su vientre. Tal vez dijera: te daría de nuevo mi entraña para que seas el hombre que debiste ser. La vida de un hombre no nació -no debió nacer- de cada madre para que acabara en desecho. ¿Abortarían las madres si supiesen que sus hijos iban a terminar convertidos en una ruina repudiada, vilipendiada, susceptible de odio y rechazo? Ese no es mi hijo, pensaría mi madre. No lo hice así. O bien, ¿cuándo emprendiste aquella senda que te condujo a la deriva? ¿O tal vez fui yo, tu madre, quien hizo caso omiso de tus andanzas o aprobé por interés tus decisiones, ciegos como estábamos todos en un mundo en el que no queríamos ni sabíamos ver? Digo ciegos, diría mi madre, diría yo, y no engañados. Esta fría humedad que no siento. La frialdad del abandono, aquí, en la acequia, la frialdad del desprecio absoluto, la frialdad de la repugnancia que sentirán hacia mí otros hombres. Y el cuerpo maltratado que se irá corrompiendo no tendrá otro mérito que seguir el curso de la naturaleza que se disuelve. Se han cruzado tantas crueldades. Mejor que nadie reclame mis restos. Mejor que mi madre, si ha sobrevivido, no sepa de mi degradante fin. Mejor que esté desprovisto de un nombre, de un pasado, de un recuerdo. Ni el olvido supondrá para mí la expiación.





(Guardián de las SS ahogado fotografiado por Lee Miller)

jueves, 8 de julio de 2021

La fotógrafa que se duchó en la bañera del asesino (Serie negra, 4)

 


Dicen que era el baño y la bañera de un gran asesino. Ella llegó allí, persiguiendo imágenes. Para una fotógrafa una guerra es una pléyade de imágenes en constante y contradictorio movimiento. A mí me daría repelús meterme en la bañera de un criminal de la talla de aquel personaje. Pero necesitado te veas, decía mi abuelo, probablemente también el de la fotógrafa. Los sudores, la suciedad acumulada, los piojos, el cansancio, el encuentro con el amante que anda aquí al lado, bien valen un buen baño. Hay algo más. La euforia de saberse entre los vencedores proporciona el gustazo de ocupar la casa deshabitada. La fotógrafa lo debió de sentir así. Cabe que pudiera ser todo un montaje de ocasión, es decir, que los fotógrafos saben poner en pie una escena y perpetuarla, sea cual sea su verdad. Ahí a la vista las botas de la guerrera y la ropa o un macuto sobre la banqueta. En distancia la pose del personaje propietario del baño echa un pulso visual con una escultura de mujer desnuda cuyo significado no me alcanza. No los veo en diálogo. Ni al dictador ni a la bella neoclásica de mármol. ¿Real? ¿Trucado? ¿Todos los objetos se encontraban in situ? Qué importa. Sumergida en el amplio recipiente impoluto la mujer dirige la vista a un extremo del baño que no se nos precisa. Se abstrae. Pendiente del aseo y laxa en su ejercicio, repasa el entorno. Transcurren pensamientos fugaces, intuidos, probablemente inexactos, en su mente. Se hace preguntas. ¿Cómo sentiría aquel hombre, responsable de tantos crímenes, el baño? ¿Se trataría de una expiación? ¿En algún momento se vería abocado a la contrición por sus actos malvados? La abluciones siempre han tenido una antigua y larga interpretación de limpieza de culpas. Pero este individuo, se le ocurre a la fotógrafa, ¿se sentiría limpio de culpa tras el baño? ¿Lo utilizaría solo como coartada? ¿Se trataría de una limpieza formal para encajar su cuerpo en un uniforme de los múltiples que tuvo, cual disfraces? Él, que era tan esotérico y oportunista que incluso llegó a robar un símbolo ancestral, originario de la India, para hacerlo símbolo personal, de su partido y de su gobierno malditos, ¿tuvo alguna vez intención de purificarse? ¿Llegaría alguna vez a comprender el sentido de rotación de la vida que encarnaba la antigua simbología? La fotógrafa medita a la vez que se frota los hombros. Las metáforas no sirven para revelar la verdad, piensa. Mientras, la 45 División de Infantería del Séptimo Ejército de los EEUU la espera para incorporarse a la tarea. David, su partenaire, está cerca. Se tientan.



(Lee Miller fotografiada por David Scherman en la mansión de Hitler en Munich)

martes, 6 de julio de 2021

El hombre del sifón (Serie negra, 3)

 



Me gusta el término francés bon vivant. Si yo fuera de la Real Academia lo acogería castellanizado y unificado en un vocablo como bonviván, aunque soy consciente de que su uso es minoritario y ya sabemos que la RAE solo asila palabras de uso generalizado. Y no siempre. Además no es un término futbolístico de masas ni de nuevas tecnologías que la gente va haciendo circular, y el lado hedonista de la vida de algunos individuos siempre ha sido un tanto menoscabado. Cuando no condenado como pecado, capaz de arrojar a sus practicantes a las tinieblas exteriores. Aunque el bon vivant que empuña un sifón parece haberse arrancado aquí por una jota, que no dudo que pudo aprenderla en alguna ocasión, más bien me da la impresión de que está pidiendo que llegue la ración de ajoarriero. Seguramente el personaje tenía sobradas tablas, y enarbola el portentoso recipiente, entonces de uso y de moda, no como amenaza pero quién sabe, que le convierte en el centro del universo. O al menos de la mesa. Tuviera lugar la escena en Casa Marceliano o en otro lugar el gringo hace por sentirse de la idiosincrasia del suelo que pisa. No hay nada que más hermane que la comida y la bebida. Y el canto acompañante. Son placeres compartidos que no hay que ocultar a las miradas ajenas, y que pueden ser envidiados por muchos. El ademán cariñosamente energúmeno del personaje sujetando el sifón hace pensar. Pronuncio una, dos, tres veces sifón. Dos sílabas donde el sonido fricativo y la acentuación aguda apenas obligan a abrir los labios. Qué palabra vinculada al comer y al beber que se ha perdido. Qué objeto desusado, que a estas alturas se me antoja -piropo de la nostalgia- que no carecía de belleza y técnica. Qué misterio el de aquel agua carbonatada que nunca me agradó y que duchaba el vino tinto. Qué ejercicio ágil el de pulsar la palanca, a veces con intención aviesa de empapar al personal. El hombre del sifón parece tomar carrera para un lanzamiento. O tal vez sentía ya latir la pulsión de su Boss calibre 12, de dos cañones, que un tiempo después iba a utilizar contra sí mismo. Sin fiesta, sin celebración. A veces los bon vivant (mejor no castellanizo) acaban de manera turbulenta.



domingo, 4 de julio de 2021

Los caballeros toman limonada (Serie negra, 2)

 



Diríase que esos cinco señores que están tomando un refresco no se lo están pasando bien. A tenor de sus rostros y el mutismo que muestran ante la presencia del fotógrafo no se puede decir que sean grandes amigos. Pero es engañoso, pues les vincula una intensa complicidad. Sin embargo, es como si de pronto el hombre de la cámara les hubiera pillado en un renuncio. Ninguno de ellos esboza un gesto amable, ni una sonrisa condescendiente, ni un rictus relajado. Más bien parece que todos tratan de escabullirse. Pero acaso no están fuera de juego, aunque transmitan esa impresión. Facciones agrias y ausentes, pues. ¿Asunto de negocios? ¿Problemas de familia? ¿Agotamiento por la jornada? ¿Duelo por algún fallecimiento? La gravedad de esos rostros, tras la que se intuye una contención severa, hace presagiar que aquello que se traen entre manos no es amable, ni feliz, ni desinteresado, ni tienen la seguridad de que vaya a salir bien. En ese silencio colectivo hay una gravedad especial, seguramente única. De ellos dicen los cronistas que tres eran capitanes, uno comandante y el otro nada menos que general. Así, sin uniforme, no lo parecen, pero hay algo especial en todos ellos que indica que están acostumbrados a dar órdenes y a acatarlas. Pero por sí mismo ese rol profesional no indica mucho más, pues militares había en buen número en la época de la fotografía. Lo que les otorga una característica especial es que todos ellos son conspiradores. Y uno de los cinco, en concreto, el mayor conspirador y no solo del grupo. ¿Tal es la razón de que todos se muestren con el ceño fruncido, la mirada incierta, la postura desinhibida, el aire taciturno? Obscura mística la de estos hombres. La imagen tiene ochenta y cinco años. Primeros días de julio. La terraza de un café en la plaza principal de una capital de provincias del norte del país. En vísperas de las nombradas fiestas con encierros de aquella recoleta ciudad. En vísperas de algo más.


viernes, 2 de julio de 2021

Un cuento retrógrado, que no solo pretérito, y además esdrújulo (Serie negra, 1)

 



Se llama Conchita. ¿Cómo se iba a llamar si no? Es la más pequeña entre las pequeñas y le gusta desfilar porque todas desfilan. Es hija de aquella que está mirando para otro lado, allí entre las mayores. Es observadora, pero discreta. No entiende bien por qué las mayores hacen descansar la mano izquierda sobre la muñeca del brazo derecho y las pequeñas deben hacerlo de manera contraria. La camarada jefa, ¡presente!, así lo ha decidido. Dice que hay grados y que en esto de la sección de mujeres hay que ir ascendiendo poco a poco para no dejar de ser mujer. O dicho de otro modo: hay que ser mujer y poner garbo, algo que las pequeñas ni saben bien qué es ni les sale. Y luego viene todo lo demás. Mujer que se conserve pura como la Virgen, mujer que conciba hijos para la patria, mujer religiosa y santa, mujer fiel, obediente y sumisa al esposo, mujer entregada a lo más sagrado que hay -¿antes o después de la Patria?- que es el hogar, mujer que haga bien sus labores, mujer que renuncie a cualquier actividad personal que no sea sino la propia de la mujer, mujer exaltada y compensada por su sacrificio, si bien no reconocida, mujer que desde la abnegación transmita alegría y cuidados y mimos a cuantos la rodean. Todo eso le cuentan a Conchita y a las otras pequeñas las mayores sobre lo que debe ser la mujer, pero ella no entiende casi nada, si bien se siente coqueta en su uniforme, presta en sus correajes, elevada en su camisa azul mahón, pudorosa con su falda larga, respaldada por el aguerrido grupo de camaradas de más edad. España tiene nombre de mujer, pero es viril, grande e indivisible, les sermonea la camarada jefa, ¡presente! Y Conchita sigue sin entender nada de nada, porque España, como dice su madre, es no pasar hambre y para eso nos hacemos de lo que sea. Pero tampoco Conchita entiende del todo a su madre, y en ese momento del desfile lo único que más teme es no saber estar marcial y recatada, con el riesgo de recibir la regañina de la camarada jefa, ¡presente!



(Encontré esta fotografía en internet sobre una parada de mujeres falangistas en Melilla en 1937, me parecía sugerente y la interpreté)