No es ninguna novedad que todos los individuos disponemos de dos rostros. Con ello queremos decir que somos capaces de manifestar conductas opuestas que no sé si revierten precisamente en el fácil conocimiento y comunicación de nosotros mismos y del prójimo. En mi caso no es una metáfora de circunstancias, sino que es un hecho físico incuestionable y secreto. Una de mis caras mira hacia adelante. Otra hacia atrás, generando un movimiento rotatorio porque ya se sabe que el campo visual es muy limitado. ¿Que si soy un monstruo? En absoluto. La propiedad feliz de la que me dotó la naturaleza es que solo yo sé de la existencia y posicionamiento de los dos rostros. Nadie más observa rareza alguna más allá de mi cabeza rapada y mi gesto formal.
El que disponga de dos caras no quiere decir que me encuentre en guardia permanente, ni que utilice el don para jugar malévolamente a dos cartas con el prójimo, que podría hacerlo, ni que pretenda beneficiarme de informaciones que pueden llegar de manera anticipada a las que recibe el resto de los humanos. Digamos que el uso que hago de mis dos rostros es meramente contemplativo. Por ejemplo, puedo estar al borde de un acantilado contemplando delante de mí el mar y su bravura. Pero a la vez estoy disfrutando con la visión de espaldas de la ondulación de un monte, una actitud que para todo el mundo supondría una elección. O contemplas el monte o te quedas con el oleaje. Para mí no. Para mí es cómodo y completo llenarme de ambos horizontes. Me pasa parecido cuando camino por la calle y me encuentro con conocidos. Para cualquiera de vosotros o recibís al que te llega de frente o prestáis atención a quien te va a abordar desde atrás. Yo me porto correcto con mis amistades, me vengan por donde me vengan, sin hacerlas de menos. Ellas, sin saber mi secreto, lo agradecen porque de este modo no abandono precipitadamente a una para atender a la otra. Mis dos caras son condescendientes y me hacen quedar bien. Ah, y la satisfacción de no tener que elegir entre preferencias.
Pensaréis que tiene que ser un lío para mi cerebro. Que procesar dos visiones contrapuestas o diferentes debe generar ansiedad y desequilibrio. No lo percibo de ese modo. Por supuesto, los humanos estamos obligados siempre a elegir, siquiera por un instante o respecto a algo nimio, sin mayor trascendencia. Obviamente hay muchas ocasiones en la vida en que situaciones de envergadura o graves nos ponen en la tesitura de optar y a veces sin posibilidades de una marcha atrás. Por supuesto, a mí también me sucede alguna vez. Pero la doble y temporizada contemplación de ambientes contrapuestos me facilita disponer de un estado de ánimo presto a digerir con mayor seguridad los grandes momentos de la existencia.
Es probable que a medida que os cuento todo esto sintáis envidia o, simplemente, que no me creáis. Hace poco me ha sucedido algo extraño. Era un día de luz intensa. Caminaba por un lugar apartado y tranquilo. Hay que favorecer el ejercicio de la contemplación personal. De pronto ante mí apareció una mujer, agradable y hermosa, que me dijo de sopetón que era la vida. Así de categórica. La sorpresa y el asombro de mi rostro de delante lo debió notar ella porque rápidamente se justificó. Soy la mujer sin tiempo, la que permanece, la que no sabe de dejadez ni de abandono, la que ni aumenta ni disminuye. Su imagen, frágil pero saludable, y sus palabras optimistas se armonizaban al unísono mientras yo permanecía atónito. Pero a su vez mi otro rostro, el que mira hacia atrás con tanta agudeza como el frontal, me ofrecía una visión distinta. Una sombra densa, imprecisa al principio, luego más próxima, se acababa ajustando al perímetro de mi cuerpo. Esa sombra, cuyo calor me abrasaba, tenía todos los rasgos y características de mis órganos, mis dimensiones, mis gesticulaciones. Fue muy contundente refiriéndose a la mujer oferente que me había hablado por delante. Ella te ofrece eternidad y yo te digo adiós. Pero ella miente. Qué difícil fue para mí en ese instante sujetar el desafío de la mujer atrayente que revelaba su intemporalidad y a la vez sentirme incapaz de ignorar a aquella sombra que me arañaba con ansia, pegada ya a mi propio volumen, dispuesta a arrancarme a tiras la piel, diciéndome sin decirlo que era yo mismo mermado y desprovisto.
Yo lo entendí de inmediato. Fue un instante de dilema. Ahora pienso que un aviso. ¿Cómo puedo corresponder con dos caras a la vida y a la muerte a la vez?, comenté en voz alta. La vida, o la mujer que se decía vida, me dijo entonces: rechaza tu otro rostro y quédate solamente con el que me ve a mí. Mas la sombra que me agarrotaba lo oyó, y exclamó sin contemplaciones: no podrás vivir exclusivamente con el rostro que mira hacia adelante, pues entonces ya no serías depositario de ningún don, y la naturaleza no te reconocería. Además, yo te alcanzaré igual, pues al perder uno de tus rostros te sentirás peor que los humanos comunes y tendré más fácil mi posesión sobre ti. Le respondí a mi sombra impune: es la mujer que me ofrece vida la que me permitirá sobrevivir, y si tengo que elegir no dudaré. Entonces la sombra, mi muerte, me respondió con cierta cólera: ¿es que aún no sabes que lo que mata es la vida?
(Montaje fotográfico de Aleksandr Rodchenko sobre Georgi Petrusov, 1933)