Una vez, cuando el niño se hizo muy mayor, encontró en un mercadillo de su ciudad varios calendarios de pared de años diferentes. Tenían todas las hojas de los meses. Le hicieron recordar los viejos tiempos.
La sencillez de aquellos calendarios de pared manifestaba la modestia general de medios en el comercio o la industria. Solo una lámina acartonada que reproducía alguna gesta de conquistadores o tal santo obrando un milagro. Del cartoncillo pendía grapado el fascículo de los meses.
En el hogar del niño nunca se guardaron calendarios enteros, ni siquiera la última hoja. En aquellas décadas de la España casposa, pobre y callada (se puede invertir el orden de los adjetivos, como en el juego de trileros, y se llegaría al mismo punto) el calendario se quitaba de la pared por San Silvestre y directo al fogón. Otro año que ha caído, decía el padre del niño, y que tengamos salud para el nuevo.
Las clases del colegio comenzaban en octubre. Durante muchos años no empezaron el día uno, como sería de lógica académica, sino el día dos. El 1 de octubre era la Fiesta del Caudillo (sic, amplíen la foto y comprueben) Los del parte de Radio Nacional, después de sonar los acordes de la Generala adaptada, también lo llamaban la Exaltación del Caudillo. No había manera de que el niño entendiera qué significaba aquello de la exaltación, se pasó parte de su infancia sin entenderlo; qué suerte.
Hasta que un profesor de formación del espíritu nacional, que había sido excombatiente de algo, nos explicó a los niños que la exaltación era como una gloria que lleva consigo el reconocimiento de una persona por algo muy notable realizado y etcétera. Que en premio a sus hazañas había sido nombrado Jefe del Estado y etcétera. Entonces nos recordó por milésima vez más la gesta de aquel gran hombre que nos salvó a todos de los peligros y etcétera, por lo que los españoles debíamos estar eternamente agradecidos al Caudillo. Párense los etcéteras. Firmes.
Los niños de entonces estábamos muy agradecidos de no tener clase el primer día de octubre. La tensión de los días anteriores ante el inmediato comienzo de las clases, aquello de comprar libros y cuadernos, forrarlos, disponer el plumier, preparar el guardapolvos, pensar en que íbamos a estrenar aula, el reencuentro con los amigos y la expectación por los nuevos, todo eso nos tenía en guardia nerviosa. Ya se sabe que el primer día es el primer día. Así que la fecha era providencial, de tal modo que el primer día resultaba ser el segundo. Cosas de las matemáticas españolas.
El día exaltante resultaba, pues, ser exultante. Y gozoso. Pendientes de que el padre o la madre pasase revista a los preparativos, naturalmente. Y dieran instrucciones severas.
De tal modo que al día siguiente nos parecía que íbamos más relajados para formar filas, cantar los himnos de rigor, rezar las oraciones, recitar los ríos, salir a la pizarra y decir sí a todo.
Entonces es cuando el niño junto con otros niños entró en la clandestinidad. Un estado más propio de la infancia de lo que nos imaginamos. Empezar a decir no a ciertas cosas. Y crear espacios donde el mandato o la prohibición se saltasen. Para ello había que ser muy clandestino. Si uno piensa en lo importante que fue la educación a la contra, la que emergía de comentarios entre chicos, por ejemplo, o en la aceptación de alguna propuesta aventurera, llega a la conclusión de que llevábamos dentro una capacidad innata de rebeldía. Timorata y excesivamente prudente, unas veces. Reactiva y repentina en otras ocasiones. Pero había que preservarla y mostrarla solamente en determinadas ocasiones. El miedo a la plural autoridad -la familia, la religión, el colegio- era un hecho abrumador. Y el castigo amenazante, la consecuencia de descuidarse y bajar la guardia.
Creo que fue entonces cuando el niño empezó a darse cuenta de cuánto les gustaba a los mayores celebrar aniversarios, conmemorar acontecimientos y cumplir ritos. ¿En eso consistía el año? ¿En eso sigue consistiendo?
Fin de la miscelánea.