"Yo he dado el reino de mi edad a la noche de los cuerpos
para saber si hay una luz detrás de la puerta cerrada".
Pero no la había, Alejandra. Algunos de los que nos precedieron no llegaron a tiempo de comprobarlo. Otros creyeron abrir la puerta que debía depararles la luz y la negrura les engulló. Otros permanecimos con la mano en el pomo, indecisos, y dimos un paso atrás. Pasó el tiempo de permanecer en la estancia que creímos ocupar. Se difuminó el clamor salvaje de la edad. Se nos negó la promesa del reino que apenas distinguimos. Porque todo era ficción. Nuestras ideas, nuestras fuerzas, nuestras alegrías que proclamaban vida en ciernes sobre el erial. El tránsito fue una galopada, es cierto. Y el ritmo de nuestras propias pisadas, que multiplicaban el número real de los advenedizos, nos hizo crecer como fantasmas. Alguna vez pienso incluso si realmente existimos. Ni siquiera quedan imágenes nítidas de la noche de la carne tímida. De todo aquello permanece la dispersión. Eso es lo único real. Una extensión de vacíos. Una navegación perdida de voces. Y una cifra larga de rostros que hoy no reconoceríamos seguramente. ¿A qué nos dimos, a quién nos entregamos, Alejandra? Como un solo cuerpo alzamos una arquitectura invisible. ¿Qué contemplábamos al asomarnos desde sus agujeros en construcción? Fantasías. Pero tú y yo, Alejandra, nos encontramos un tiempo después. Cuando ya no querías estar.
(Fotografía de Evgeniy Shaman)