pasa, pasa, quédate por ahí, echa una ojeada a alguna de esas necedades que he escrito; pero estate como si no estuvieras, eso me ha dicho en cuanto he pisado el umbral de su observatorio; debes ser un espécimen raro, tan solitario como yo, tan necesitado como yo, aunque haya tanta gente que te reconozca y acuda, digamos, a tus prestaciones morales; eso me ha soltado sin pudor y para mi extrañeza; suena mal eso de las prestaciones, le digo; suena asqueroso, pero es muy ilustrativo, ¿no crees?; la gente te busca para que le digas lo que ella teme decirse a sí misma; van a tu encuentro para que les des un empujón, para que tomes la decisión que ellos no se atreve a tomar y les aportes algo de luz, o simplemente que escuches sus desahogos; no es poco, me dice, y es más o menos como yo hago, y si aguantas mi brusquedad es porque tú obtienes algo a cambio también; tan escasa finura me intrigaba, no porque fuera nueva en él esta manera de declamar, sino porque no me daba tregua desde que entré; no tenía intención de cejar en su humor: supongo que eres un ser caritativo en extremo, ¿verdad?, alguien nacido para llegar a acuerdos y no para pleitear, alguien que para los golpes y no los devuelve, alguien que es capaz de dar, sin esfuerzo, y no pide nada a cambio, aunque esto último, insiste con retintín, es difícil que se cumpla en esta especie de los humanos, tan de toma y daca, tan prestadora y contraprestadora; he hecho de mi silencio escudo pero también foso, espacio que permitiera que las yugulares permanecieran a salvo, prolongación en que el tiempo se congela con la apariencia de que no existe; observaba tensión en sus facciones, espera afilada de que yo respondiera, aun sabiendo bien él que no iba a hacerlo, no al menos de modo precipitado ni agresivo; se ha sentido ignorado: ¿no vas a decirme nada?; oh, sí, que has escrito poco y, si me permites, por cierto que nada interesante, le he colado; su carcajada se ha confundido con la apertura fiera de una densa cerveza muy malteada, plena de alcohol y de una espuma que reverberaba por el cuello de la botella; a la mierda la escritura, ha saltado; ¿qué crees, que se empezó a escribir hace escasos milenios para sentirse entretenido algún cortesano de Mesopotamia?; ¿o para corresponder los amores? ¿o para sujetar los sentimientos ajenos y desbocar los propios?; no, no; se comenzó a escribir por aquello que entonces se sentía como más necesario: sobre los derechos de propiedad, sobre registros legales, sobre ordenamientos jurídicos, y las maneras de ir controlando las conductas y pontificando cómo debían regirse las costumbres; se escribía, en fin, para administrar; y eso no era escribir, claro que no; por supuesto esa necesidad puso en pie los alfabetos más rudimentarios; tal vez entonces el lenguaje exquisito y depurado estaba lejos de ser imaginado; tal vez el ojo podía más que la palabra; me pasa el medio litro malteado, apuro un trago, este gesto de compartir es otra cosa, le digo: algo más habría, ¿no?; ni lo sueñes, estaría bueno que a estas alturas fuéramos de incautos; en el principio fue el poder y el poder creó la palabra ordenada; más tarde siguió siendo el poder y así hasta el momento que tú y yo vivimos; se escribe siempre para el mismo fin, el statu quo; no podía controlar mi perplejidad: pero, ¿y las descripciones de ambientes, las relaciones de países, las cartas amorosas, los relatos oníricos, las tramas de aventuras…?; eso son epígonos, dice tajante; lo que permanece es el statu quo; el hombre no sabe vivir sin poseer, aunque su larga mano busque cobrarse con otras monedas o en especie, y siempre en otras vidas;
man is an eternal sophomore (*), dice citando de memoria un
adagia de Wallace Stevens;
(* el hombre es un eterno principiante)
(Fotografía de Aira Manna)