La humildad de las piñas. Despojadas ya de su fruto. En otro tiempo sobrevaloradas como fuente de energía de cocinas modestas, que eran la mayoría. La belleza de su forma sigue latente, aunque se aje y se consuma. Me gusta contemplarlas cuando salgo al campo. Tomarlas entre mis manos, pringarme con la resina, frotar su textura áspera, pulsar sus gajos cohesionados en una suerte de fractalidad perfecta que me maravilla. La infancia está cargada de esta imagen que hoy apenas se recuerda y menos se reconoce. Los piñeros, aquellos hombres rudos vestidos de pana gruesa, vociferaban su venta por las calles de la ciudad con sus carros tirados por mulas. Carros trenzados por una inmensa malla que contenía las piñas. Los vecinos con más recursos las metían en sacos y las mujeres más humildes las recogían en sus faldas amplias. Tiempo de piñas. Ellas prendían el fuego inicial. El carbón o el cisco lo consolidaba. Mucho ha cambiado desde aquellos tiempos de sacrificio y ajuste cotidiano. Menos la forma de la piña. Ella sigue en su propia estructura contundente y firme. Apiñada. ¿Lo están todavía hoy los hombres? ¿Nos sentimos un solo cuerpo? ¿Nos congregamos con la misma compactibilidad que ellas? ¿Sentimos ser conductores de la energía que prenda el ambiente y lo transforme? ¿Reconocemos nuestros frutos como ellas aceptan entregar los suyos? Oh, piñas generosas. Permitidme esta invocación, pues los hombres necesitan reencontrarse en vuestra imagen. Saber de qué son capaces o qué clase de inutilidad les vuelve inhábiles para los nuevos desafíos.
(Mañana a estas horas, tras una jornada de resistencia por la que he optado, sabré algo más acerca de si somos como las piñas o nos hemos perdido)
(Mañana a estas horas, tras una jornada de resistencia por la que he optado, sabré algo más acerca de si somos como las piñas o nos hemos perdido)