También yo vine del océano. No nací en él pero a veces me lo parecía. Navegué tanto que llegué a pensar que el sol acosador era mi padre y el agua preñada de sal era mi madre. Mis años infantiles quedaron pronto atrás. Guardo escasa memoria de ellos. A diferencia tuya, pues aquí algunos te tienen poco menos que en un altar, no fui mimado por nadie, ni antes ni después de darme a la mar. Si acaso por mis propios remos, que prolongaban mis brazos, fortalecían mis músculos, convertían mis manos en el duro madero que sujetaban. Daba lo mejor de mí. Las circunstancias me habían expulsado a la aventura. Pero quién no se ve obligado a buscar una salida para sobrevivir con mayor dignidad. Además, tan joven, me movía por impulsos y sueños, sin imaginar que unos y otros se desvanecerían. Nadie me instruyó en artesanías. Tampoco me interesó la milicia, si bien tuve que adiestrarme en ella. En cuanto pude me apunté a naves que comerciaban y en las que me sentía compensado por la camaradería. Anhelaba conocer, pretendía disponer, quería descubrirme. Remé, atendí múltiples labores de cubierta, descargué mercancías que enriquecían a muchos, defendí la nave de asaltantes. Arduos trabajos, sometido siempre a la inclemencia y a la agitación de las aguas, donde se ponía en evidencia mi vigor, y por lo cual otros me apreciaban, pero en los que se desgastaba imperceptible y paulatinamente mi cuerpo. Cuando tuve que usar la espada, pues algunas aventuras marinas también obligan a ello, no pude negarme, o no me atreví a oponerme, pero busqué la manera de no estar en primera fila de cualquier acción ofensiva. Seguro que en esto tú me comprendes bien. Supe entonces que no era lo mío enfrentarme con violencia a otros cuerpos. ¿Quién soy yo para inferir daños o eliminar vidas? Verdad es que se me proporcionaba a cambio un arma poderosa diferente, mis propios compañeros de navegación. Éramos una piña, alentados por el jefe pero a su vez para defendernos del jefe que, en sus virulentos cambios de conducta tan pronto nos arengaba con intención protectora como nos exigía tiránico, amenazándonos con insultos y castigos brutales. Muchas veces me preguntaba: ¿es tan importante un jefe? ¿Sabe llevar las riendas de la nave? ¿Acierta en la dirección adecuada o solo pretende que sigamos con sumisión sus instrucciones inciertas, en ocasiones desastrosas? Sí, nos mantenía unidos a todos, bien fuese por los incentivos prometidos o por la carga onerosa y desatada de su autoridad. A mis compañeros y a mí nos privaba sobre todo tener nuevas experiencias, llegar a una costa y disfrutar de las novedades inesperadas, pero todos coincidíamos en que el mayor castigo, el superior desquiciamiento, era cumplir las misiones de la visión enfebrecida, obsesiva hasta el infinito, del jefe. Sus fantasías, su tenacidad por buscar un territorio del que nunca supo decirnos cómo era, dónde estaba y por qué había que alcanzarlo, nos condujo a enfrentarnos a múltiples peligros. Algunos compañeros perecieron fatídicamente por la confusión de un jefe obcecado. No saber a dónde llegar, y no solo por dónde ir, puede ser una de los mayores condenas, si no la más grave y dolorosa.
Naxos habla al chico como si hablara a un adulto. Pélagos escucha con atención, sin pestañear ni hacer preguntas. Como si todo lo entendiera. Como si no tuviera prisa por comprender. Luego busca con la mirada a los otros chicos que han bajado hasta la playa. Pero no se mueve.
(Fotografía de Herbert List)