(Fotografía de Latif Al-Ani, Babilonia)
Me gustaría ser pastora, comenta Lynn a Mâlik. Siempre se os ve tan apacibles y sin que os urjan los problemas del mundo. No crea, señora, replica con timidez el zagal. Estas horas de dejar pacer al ganado no son las únicas de actividad para nosotros. Hay que madrugar, ordeñarlas, estar vigilante de que nadie te roba alguna oveja, conducirlas al aprisco, recontarlas al final del día y vuelta a ordeñar. Hay días que puede ser peor, que te digan que no vayas a los campos y te quedes en el caserío haciendo queso con tu madre y tu abuela. O que te manden a algún recado por zonas peligrosas y te arriesgues a que te asalten. Hay que aprender a hacer de todo, es el consejo favorito de nuestros mayores. Si es un abuso, como dicen otros chicos, no lo sé. Pero es lo que ha ocurrido siempre y uno se deja llevar. ¿Qué puedo hacer? Cuando me haga mayor tal vez busque otro oficio.
Lynn gusta de escuchar a las gentes sencillas. Es como si encontrara la contrapartida no solo a su trabajo callado sino sobre todo a la sociedad de la que ella procede. Mâlik la tiene confianza. Se permite opinar con la libertad con que Lynn ha sabido ganárselo. No se queje señora, su trabajo no está nada mal. Pasar horas y horas entregada a ver lo que encuentra tiene mérito. En mi aldea muchos no saben apreciarlo, aunque estén pendientes de lo que haya bajos nuestros pies. Pero siguen pensando que todo lo que aparece es para beneficio de los extranjeros, que se lo llevan a sus países, a eso que llamáis museos. Y puede ser peor. Cuando lo que se rescata del suelo protector cae en manos de traficantes de antigüedades sin escrúpulos o de militares que se han aprovechado alguna de sus conquistas.
La arqueóloga admira la viveza y lógica del muchacho. Su receptividad, cómo escucha la visión que ella tiene del pasado y que tanto satisface a Mâlik. El zagal no había oído hasta entonces más que leyendas, y siempre le parecieron increíbles, si bien entretenidas. Lynn intercambia saberes con él. ¿Qué te parece si tú me hablas de tradiciones y cuentos de vuestros abuelos y yo te pongo al día de lo que nos van enseñando las ruinas sobre las gentes que habitaron estos lugares hace miles da años?
Mâlik se ajusta la kefia que le protege del sol agresivo y polvoriento, y ella adivina tras su mirada que en aquella complicidad el chico se siente un adulto reconocido. Sé muchas historias, señora, y me gusta contarlas, exclama jubiloso el zagal. Ya que me das confianza, dice ella, te voy a advertir de algo que te puede interesar. Los de mi gobierno dicen que entre los pastores hay confidentes que sirven a otros gobiernos. A mí misma me señalarían si me vieran hablando frecuentemente contigo, Mâlik. Este da un respingo. Pero los pastores somos desde siempre gente neutral. Otra cosa puede ser que los propietarios de los hatajos y de otros negocios se presten a sacar ganancia de sus chivateos, sirviendo al mejor pagador. Los pastores somos una especie diferente que ha sobrevivido a todo tipo de conquistadores. Somos de los pocos resistentes callados que sabemos proteger la memoria honorable de nuestros antepasados. Nuestras leyendas lo cantan. ¿No me cree?
Lynn asiente con la cabeza. Aquel niño adulto le suscita ternura. ¿Existirán aún almas puras en medio de un mundo de intereses? ¿Habrá sencillez a pesar de las turbulencias que llegan a todos los rincones? ¿Permanecerá una estirpe de personas cuya bondad se imponga al precio de la lucha por la vida? ¿Será Mâlik una excepción?
(Fotografía de Frank Horvat)
La visita de Lynn me ha perturbado. No ha cambiado en exceso. Tal vez la he encontrado un poco más seria. O, mejor dicho, grave. Lo he deducido de la conversación que hemos tenido mientras cenábamos. Vienen tiempos difíciles, incluso para ti, Ahmed. Te prevengo. Tiempos en que nos pedirán que decidamos de qué lado estamos. Ese ha sido su mensaje. No deja de ser curioso. Hasta ahora yo pensaba que las dificultades las habíamos heredado solamente la gente de estas tierras. Que ellos, esos pudientes que viajan hasta aquí porque se sienten aburridos, estarían por encima de las grandes disputas. Siempre he sido benévolo con ellos. Principalmente con personas como Lynn, a quienes interesa sinceramente el pasado de esta región y colabora con sabios que se dejan el pellejo en el desierto. Que Lynn me dé a entender que hasta las sociedades confortables corren riesgos hoy día no deja de ser preocupante. Nosotros siempre estamos en la línea de fuego de sus rencillas, aunque nos separen miles de kilómetros. En la cena también han participado algunos compatriotas de Lynn que han venido a fisgonear para contar a la vuelta a sus amigos su versión imaginaria de este país. Esa gente, a partir de impresiones superficiales y vivencias aparentes, llega a conclusiones misérrimas. Y lo van narrando en sus reuniones de salón, sin pudor ni veracidad. Lynn, que nos conoce a los de aquí de sobra y que distingue la prepotencia de sus paisanos, no se sentía cómoda con ellos y ha hecho todo lo posible para que las opiniones que exponían no me hiriesen. No he concedido importancia a cuanto han dicho y Lynn me lo ha agradecido. ¿Será a causa de esa charla o de la presencia vigorosa de Lynn por lo que he tenido más tarde unos sueños desasosegantes?
La pesadilla que más huella me ha dejado al despertar era extraña. Lynn y yo descubríamos una estatua femenina cuyo significado ignorábamos. La pequeña cabeza exhibía un tocado recargado que jamás habíamos visto en las obras aparecidas hasta entonces. Mostraba unos ojos hipnóticos. Sus labios se pronunciaban en una curvatura que oscilaba entre sonrisa y ceño. Poco a poco asomaba un busto generoso y creciente. Todo sugería que bajo tierra permanecía un tamaño colosal que hacía que nos debatiéramos entre el asombro y el temor. Entre varios tirábamos de ella con fuerza para arrancarla de las entrañas de las ruinas. Se resistía con tenacidad. Al emerger iba perdiendo los colores que la habían adornado. Sentíamos que hacía fuerza en dirección contraria a nosotros. Como si no quisiese ser rescatada. Cuando parecía que estábamos a punto de liberarla de su escondite de milenios las manos de la estatua se ponían en movimiento y me agarraban, arrastrándome hacia las profundidades. Yo, muy asustado, le pedía ayuda a gritos a Lynn, pero ella, paralizada, solo podía invocar mi nombre: Ahmed, Ahmed, no te vayas, resiste. Me hundía más y más mientras la mujer de piedra acababa por salir toda entera al exterior. La voz angustiada de Lynn llegaba a mis oídos cada vez más difusa y lejana. Fue al precipitarme en la caída cuando desperté, náufrago a merced del sudor y de la ansiedad.
No sé si contarle el sueño a Lynn o callarme. Temo que su interpretación me produzca más pánico que la pesadilla en sí misma. Pero aquella imagen última en que me sentía rehén que se intercambiaba con otro rehén me dejó aturdido y preocupado.
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(Fotografía primera: Mona Kuhn. Fotografía segunda: escultura de Bernardí Roig. Imagen tercera: Liliana Inés González Soria)
"Todas las cosas están en estado de transformación. Tú mismo sufres una alteración continua y una suerte de agotamiento. Lo mismo ocurre con todo el universo".
Pienso que acaso Marco Aurelio no me descubre nada a estas alturas. Pero un pensamiento de tal clase sí refrenda lo que uno viene asumiendo desde hace tiempo. Pensamiento que proporciona un cierto grado de calma necesaria. Sin la calma la exploración del mundo, principalmente el interior, seguiría siendo mero caos. Pero uno vive no para resolver el caos sino más bien para comprender en cierta medida sus movimientos no reglados y, por lo tanto, aceptarlos. Todo es fugaz y pasajero, evidentemente, pero al persistir en la vida debemos procurar no desesperarnos por sus impurezas, pues al fin y al cabo cada uno de nosotros somos producto y efecto de ellas.