Ella bebe del frío como nosotros, dijo mientras contemplaba atentamente la corneja. Pero nosotros buscamos alimentarnos del calor, ¿no?, repliqué. Me pareció tan extremadamente dura su observación de doble sentido que me descompuse. ¿Tendría razón?
Había pasado demasiado tiempo y aunque seguíamos siendo en cierto modo nosotros, pues mientras uno no muere siempre sigue siendo una parte de sí mismo por mucho que el cuerpo haya mermado en sus potencialidades, no éramos los mismos de aquella madurez incipiente que nos parecía la cima. Porque uno es y no es el mismo a medida que los años modifican los sentimientos y los deseos, cuando no aminoran unos y se apagan otros. Ni siquiera físicamente somos los que fuimos. No hay discusión sobre los cambios que en el aspecto corporal tienen lugar. Ni tampoco sobre el interés en los temas de la vida que nos cautivaron antes y cuyo impacto se ha diluido. Y qué decir sobre cómo han ido cursando nuestros pensamientos, sus sinuosidades y confusiones, sus negaciones y bloqueos, tan alejados en muchos de ellos de lo que habíamos defendido antes. O incluso cómo ha ido transmutando la exposición de nuestras ideas. O las quebradizas maneras al utilizar las palabras para expresar nuestras opiniones.
¿Qué hay ahora, dijo ella de pronto, de aquella euforia y ganas de devorar lo que nos rodeaba porque, decías, había que cambiarlo? Aquel estilo que te hacía único, que te embellecía y suscitaba un margen de seducción en torno a ti. Aquellas propuestas ideales tal vez, pero que nos arrojaba a compartirlas contigo como si fueran alcanzables o incluso tangibles. ¿Dónde quedó todo? Ya no propones como antes, no arriesgas, no avasallas con tu carácter impetuoso pero en absoluto grosero que te caracterizaba, y que no solo yo sino personas de nuestro ámbito o que acababas de conocer admiraban.
La mujer se mostraba intensamente demoledora con su discurso. ¿Era la corneja y aquel paisaje frío y acuoso lo que sacaba su gelidez íntima y desapacible para atacarme? Nunca fue mi estilo responder a los ataques con ataques, ni elevar el tono de la voz, ni reprochar, una actitud esta que siempre me ha repugnado. Pero reconozco que las censuras bien fundamentadas hacen mella en mí y me anulan.
Las distancias alteran nuestra personalidad, dije para tratar de enderezar una conversación que amenazaba con un caos verbal o con el silencio. Las territoriales, sin duda, pero sobre todo la temporalidad. No haber sabido de nosotros durante tantos años, esa ausencia sentida o ignorada que nos ha privado mutuamente de afectos y de sentimientos, es suficiente razón para haber estado al borde del olvido. Su carcajada fue una bofetada. Se volvió hacia mí con ímpetu. ¿Y no ha sido olvido? Nos hemos encontrado al cabo del tiempo por azar, no porque nos hayamos buscado. ¿Has hecho tú algún esfuerzo? Porque yo sí. No te escudes en las situaciones fáciles, eso de las distancias y lo otro de los acontecimientos tras los que desaparecieron antiguos amigos y compañeros.
En su mirada no vi el templado y ambarino iris que la caracterizaba, en el que me reflejaba antiguamente. Solo cornejas bebiendo la pérdida glacial que yo no sabía cómo apartar.
*Fotografía de Inés González.