¿Qué haces, Rufino? Qué voy a hacer. Contemplo los pájaros, como todos los días. Pues se diría que hablas con ellos. ¿Qué te dicen? Me dicen que no nos creamos que son más libres que nosotros. Que tampoco van donde quieren sino donde pueden.
Rufino madrugaba, se embutía en su mono y con la bicicleta tomaba el camino de la vinícola. Él y su hermana Engracia vivían en una casa sencilla, entre la arboleda y el arroyo. Tu hermana, ¿bien? Mi hermana, ya sabes, como siempre, con sus cosas aquí dentro. Y tintinaba con el índice su sien. ¿Sigue sin salir nunca? Sale por la arboleda cuando no hay nadie, qué puedo decirte. Es así.
Engracia no se dejaba ver jamás. Qué promesa había hecho o qué odio había incubado respecto al mundo era todo un misterio para el vecindario. Visitas, que se sepa, ninguna. Y el caso es que nadie la veía. Ni ir a la tienda, ni asistir a misa, ni frecuentar amistades. Solamente salía al anochecer, cuando nadie deambulaba por aquellos andurriales, para lavar la ropa en el río. Luego la tendía en un alambre de su pequeña parcela y se refugiaba en la oscuridad de su hogar.
Rufino trajinaba, aportaba el jornal, pasaba el día entre cubas y el denso olor al tinto que elaboraba la bodega. Paraba a la vuelta, al anochecer, en la taberna de Manuela, mirando la partida de mus endiablada y blasfema de los parroquianos, naufragando en el humo del tabaco de hebra, matando la última hora. De pronto se levantaba de la banqueta. ¿Ya te vas, Rufino?, le decía Manuela. El hombre sonreía con bondad y, sin decir ni mú, como si se tratara de un colegial que tiene marcada sus horas por la disciplina paterna, cruzaba la carretera hasta su casa.
Los que acarreaban mercancías diariamente o se recogían al anochecer y pasaban por la casa de Rufino y Engracia escuchaban voces fuertes. No era raro que fueran violentas, acusadoras, o simplemente de difícil interpretación. Todas emitidas por la recia y chillona entonación de Engracia. Daba igual que estuviera sola o acompañada de su hermano; solo se le oía a ella. Contra quién iba dirigida la queja o qué le producía tanta desazón nadie podía saberlo. Tal vez Rufino. Pero qué iba a contar él a nadie. La protegía.
Había noches en que prorrumpía en alaridos a una hora avanzada. Resonaban en las ventas de los alrededores. Ya está otra vez la loca era el comentario generalizado. Más de una vez llamaron a los civiles para que la hicieran entrar en razón. Ella no les abría la puerta ni dejaba que su hermano saliera a hablar con ellos. Ya veis, ni a la autoridad hace caso, está de atar, decían los más quejosos. No era inusual que, con este precedente de juzgar los padres con crudeza las miserias ajenas, los niños increpasen a la mujer oculta al pasar delante de su casa y la llamaran abiertamente loca. Ella les respondía con palabras malsonantes, en un afán de hacerse valer inútilmente.
Una anochecida de estío me acerqué furtivamente hasta el riachuelo que para mí era siempre un espectáculo atrayente y misterioso. El chapoteo de las ranas cuando no de las ratas de ribera, el movimiento airado y grácil de los juncales, las chicharras diligentes desplegando su coral, el ejercicio acompasado de los álamos agitados por el viento o el transcurrir de una luna creciente entre los cirros formaban un mundo diferente al humano, a través del cual yo trataba de ejercitar mi particular sortilegio. Nunca llegué a adivinar nada, ni sobre lo existente ni sobre mi futuro, pero al menos disfrutaba del arcano de una naturaleza con la que deseaba vincularme en solitario. Cuando eres niño no quieres saber nada del futuro porque solo es una palabra con la que amenazan o a la que temen los mayores.
Mis leves pisadas debieron ser escuchadas por Engracia. Inclinada sobre el agua mansa que transcurría frotaba la ropa sobre la tabla acanalada. No cesó en sus movimientos ásperos con el jabón ante mi presencia intuida. La luna, reflejada en el agua, se le ofrecía lúdica, desfigurada. Sin girarse ni variar su ejercicio me habló amable pero seca. Imagino quién eres, dijo. Eres el hijo de, y pronunció el nombre de mi madre. El único que cuando los otros malditos chicos me dicen pestes tú permaneces callado y haces porque callen sus improperios. ¿Eso quiere decir que te doy más miedo o que te infundo respeto?
Su hablar era pausado y poco a poco lo fue dulcificando. Si esta es la Engracia que dicen loca aquí hay un error y sobre todo una injusticia, pensé. No te sorprendas, prosiguió ella. Lavo aquí porque el río está para ser utilizado buenamente y porque la corriente ayuda. Salgo de noche porque ni quiero ser vista ni me apetece ver a nadie. Pero poco se puede ver en la noche, se me ocurrió. Hablas como un adulto. ¿No sabes, chico, que la noche es amiga de los que buscan respuestas a la vida en la oscuridad porque la claridad del día no las da? No puedes entenderlo, pero te diré, por si nadie te lo ha dicho, que la gente teme a la noche porque tiene mala conciencia. Les atormentan sus actos impropios cometidos a la luz del día y luego se extrañan de que se generen en su mente las pesadillas. Por eso las personas se resguardan en sus casas avergonzadas de sí mismas, cierran las contraventanas y dejan como mucho una lámpara encendida que les hace creer que es la luz del sol. Siempre están anhelando la luz, pero cuando la tienen la traicionan. Yo no necesito luz alguna. Yo veo en las tinieblas, me muevo entre las sombras, piso por las veredas con tanta o mejor facilidad que con la luz del día. ¿También a ti te gusta andar por la noche? Eres valiente por no temerla y porque eres diferente.
¿Por qué iba a tener miedo de la noche si me protege?, acerté a responder a la mujer. Engracia dejó la tarea, se secó las manos en su mandil. Que no te espante la oscuridad no quiere decir que debas buscarla como yo hago. Tengo mis razones para hacerla mi aliada, pero tú debes todavía descubrir quién tendrás a favor y quién en contra en la vida. Mantén siempre las distancias con la luz y con la oscuridad. Tanto una como otra suelen engañar. Ahora, vete. Te echarán en falta si ven que no estás en la cama.
A veces me da en pensar cómo sería el rostro de Engracia. Un rostro de la noche. Y ocasionalmente aparece conversadora y maternal en alguno de mis sueños. Al borde del arroyo y a plena luz del día.
(Fotografía de Graciela Iturbe)