"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





sábado, 29 de enero de 2022

Dormir a pierna suelta y otras dormidas. Según Gonzalo Correas

 


A estas horas no voy a escribir nada porque la fotografía de Oriol Maspons habla por sí misma. Gonzalo Correas, en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales, de 1627, obra que recomiendo a cuantos se entusiasmen con la lengua castellana, ya recoge una expresión que viene como anillo al dedo de la imagen:

Dormir a pierna tendida. Dormir a sueño suelto. Es: sin cuidado.

Ahí van algunos dichos más:

Dormir como degollado. Dormir como piedra en pozo. Dormir como una piedra. Es: dormir sueño pesado, como muerto.

Dormir como un lirón. Por: mucho dormir.

Dormir sin perro. Por: dormir descansadamente, sin miedo.

Dormido como coco de seda. Dormir como coco de seda. Tienen los gusanos de la seda tres o cuatro dormidas que duran dos o tres días cada vez, alzada la cabeza, sin comer ni bullir.

Y etcétera. 

Me retracto de lo dicho al principio y pongo algo de mi propia cosecha, por aquello de seguir el consejo higiénico de nulla dies sine linea:

Dormir como si no fuera a haber mañana. Dícese de dormir sin preocupación alguna. 

(Ya sé que otros dicen: Vivir como si no fuera a haber mañana. Pero sin dormir no habría vida, al menos sana, ¿no?)



Que se logre. Buenas noches.


jueves, 27 de enero de 2022

El orden jónico (Serie negra, 68)

 


Fue en medio de la confusión cuando me dijiste que no eras quien me habías dicho que eras. Repliqué, pero sumido todavía en el aturdimiento: prefiero que seas la que has sido y no la que has ido diciendo que eras.

Yo esperaba encontrarme con una mujer a quien en cierto modo había imaginado o, mejor dicho, que había diseñado de acuerdo a la satisfacción experimentada anteriormente con otras mujeres. Ya sabes, los hombres construimos imágenes de vosotras que vamos adaptando a medida que avanzamos en nuevas experiencias, que es tanto como decir nuevos conocimientos de nosotros mismos. Probablemente el error en nuestra visión se mantenga, si bien el deseo hace atisbar siempre una luz nueva. Pero has llegado tú y sin necesidad de que me reveles no quién eres sino quién no eres, haces de mi bagaje, del que me consideraba orgulloso, una nulidad. 

Sé que te llaman La Jónica. ¿Acaso por tu refinada verticalidad? ¿Por esa altivez con la que reaccionas cuando se te corteja? ¿O por que en tu mundo de turbulencias y solicitudes está normalizado el apodo? Un sobrenombre, ¿define a una persona o le proporciona un cierto modo de ocultación y disimulo? Pero prefieres enunciarlo de modo que solo los más iniciados pueden entender. Soy una cariátide, te defines empleando un tono moderado, como si todos supieran qué es una cariátide. Dejas al auditorio estupefacto. Si te pregunto que por qué te consideras una cariátide pronuncias la curva de tus proporciones, agitas las estrías del peplo, fijas la mirada en el horizonte y halagas mis oídos haciéndome confidencias extrañas que propician que te apropies de mi confianza. Me liberé de la servidumbre al reconocerme como útil, dices. Pero en mi doble personalidad continuo la estela de la esbelta y sencilla solución que recreó la clientela doria. Todo tiene que evolucionar buscando razones y no únicamente soluciones. 

El lenguaje que empleas me deja con frecuencia desarmado. Te escucho decir, y no sin desazón: ¿Esperabas de mí que fuese el soporte tradicional? Me turbas, pero continuas haciéndome cómplice de tus revelaciones. Ahora debes entender, afirmas, que una mujer puede sujetar el techo del mundo. Nos habéis visto siempre como el estilo, cuando eran vuestras propias fantasías las que os manipulaban a vosotros. Nos habéis considerado vuestro provecho. La casa se alzó sobre nosotras pero los hombres registrasteis su propiedad. Cuando estabais heridos nos buscabais para que os cuidásemos y cuando os recuperabais seguíamos relegadas al olvido. Pero ya no somos la columna simple y esquemática. Somos el pilar transformado en cariátide y no sujetamos solamente vuestro mundo sino como mucho el común. 

La cariátide me hace enmudecer. Me sentencia, probablemente con justeza. Tu papel de guerrero afamado resulta no ser tan imprescindible, aunque te hayas comportado bravío y hasta generoso en la lid que ambos hemos mantenido. Recurriré a ti siempre que mi particular orden jónico te reclame como necesario. Ni un paso en falso ni una concesión gratuita más. Si no te convence, sigues teniendo la opción de recurrir al mundo bárbaro.

Sé que no eres quien me dijeron que eras, y mi torpeza no se resuelve fácilmente, proviniendo como provengo de ese mundo bárbaro que tú mencionas con desdén y amenaza de tiniebla exterior. ¿No tendré más remedio que admitir mi conversión a tu orden jónico, que debo superar que siga siendo para mí críptico? 




(Fotografía de Ferdinando Scianna)

lunes, 24 de enero de 2022

Mi visita a Villa Palagonia (Serie negra, 67)

 




Recorriendo los recodos de la villa los monstruos me parecían personajes de opereta. Junto a un grotesco repertorio armónico tomaban también las portadas y los rincones los más diversos seres contrahechos y desfigurados que yo haya visto, cuya encarnación no se traducía en claros significados para el visitante. ¿Qué nombre tiene este?, pregunté al guía señalando una gran figura faraónica cuyos ojos heterotópicos crecían y crecían hasta colarse entre las nubes. Cada visitante lo llama de una manera, me respondió. ¿Y ese otro que parece un enano con la pata de palo? Encarna a un célebre filibustero con un apodo que nadie recuerda, dijo con escaso interés y haciéndome una seña para que le siguiera. ¿Qué le parecen las criaturas de ese arco?, y se detuvo ante un portalón magullado por la incuria del tiempo. Atrevidas. Creo ver un monstruo incalificable haciendo propuestas libidinosas a una especie de diosa fortuna. ¿Y la otra figura desmesurada?, y el guía esperaba mi contestación con cierta maldad. Se la di. La que sobresale es una estatua muy exagerada, con un cuerpo que se incrusta en otro cuerpo,  y por más que observo sus supuestos atributos me resulta difícil saber qué trata de representar. No se lo diga a nadie, y bajó la voz el otro, pero yo creo que se trata de Eolo soplando hacia todas partes para borrar el mal de la faz de la tierra. Avanzamos por un camino sinuoso y nos salió al paso un energúmeno. No sabría decir si es león, dragón o un ser perturbado por una metamorfosis, pero de su fiereza no hay duda, confesé con medroso asombro al acompañante. Observe esa cornisa repleta de figuras humanas, me advirtió el cicerone. Parecen músicos, indiqué por lo obvio de la escena. En efecto, dijo, músicos condenados a tocar por toda la eternidad. Y que conste que esta interpretación es muy mía. Me quedé pensativo mientras giraba la cabeza para tener una perspectiva angular sobre la dimensión de tanta obra estrafalaria. Pasar en este lugar la noche puede ser una llave que abra la puerta del submundo, concluí. Es que esto es el submundo, o el metamundo, como quiera definirlo, replicó el hombre. Los individuos están acostumbrados a que las imágenes reproducidas sigan la apariencia que tienen ellos mismos. Si se trata de cánones de belleza se muestran exultantes. Pero aceptar la fealdad, total o parcial que cada ser vivo conlleva, ay, eso es algo que todos rechazan. Los seres fantásticos que  habitan esta villa portan un mensaje. Pretenden que cada visitante se esfuerce en buscar un cierto grado de identidad con ellos. Mire aquel caballero con bastón al que acompañan otras personas, una de ellas un fotógrafo competente de aquí, de Bagheria. Dicen que es un célebre y muy ocurrente escritor extranjero. ¿Qué dirá que busca además de admirarse de la obra barroca, totalmente lúdica, que inauguraron en este lugar hace tres siglos? Imagino que contemplar y sorprenderse como yo, dije por decir. Pues he escuchado lo que hablaban entre ellos y el autor dice querer convertir a estos seres deformes en personajes de sus escritos. ¿Qué le parece? Pues que no hubiera yo imaginado que tales monstruosidades esculpidas dieran tanto juego, se lo reconozco. El guía se detuvo y me miró de frente. Ahora, dígame, ¿usted ha venido solo a conocer la villa o a indagar con qué personaje feo y temeroso va a identificarse una parte de su alma? Hubo una tentativa por mi parte de esbozar cierta risa, pero me lo pensé. Por qué no iba a tener razón. Como no se moviera, solicitando una respuesta, me decidí. Qué hábil es usted, mio caro cicerone, puede que no vaya descaminado. Me ha descubierto.




(En la fotografía de Ferdinando Scianna aparece Jorge Luis Borges en una visita a Villa Palagonia, Bagheria, Sicilia)

sábado, 22 de enero de 2022

La mano en la barriga (Serie negra, 66)

 



Nunca supieron decirme claramente quién había sido ella. Tampoco es seguro que sea yo el niño al que sujeta la miliciana. Quiero pensar que sí porque necesito imaginar una madre de amplia y cálida sonrisa que me contagia a mí. 

Cuando me mostraron la fotografía ya era yo mayor y vivía en un país que no sentía como país. Nunca había traspasado las fronteras de éste, pero la carencia de un país me pesaba tanto como la carencia de una madre. Con una diferencia: percibía al país como maltratador y sin embargo echaba en falta la calidez de unas manos sobre mi vientre. Digo país con todas las consecuencias, y no Estado, como algunos mencionan ahora a mi modo de ver de forma equívoca e interesada, porque el país o al menos la parte del país que salió adelante en aquello fue un cómplice extenso y desventurado de los vejadores. 

También creí ver en la imagen la clave de uno de mis comportamientos más íntimos. Nunca he podido dormirme sin depositar mi mano en el abdomen. Por las noches en la cama, dormitando en el asiento del tren, en las placenteras siestas de verano.  Nadie me había enseñado aquel gesto y menos en aquel hospicio en que nos amontonábamos los niños sorteando tosferinas, contagiando sarampiones, yéndonos en diarreas. Y, cómo no, aguantando castigos, frío y gazuza, abundante gazuza. 

Aunque no he vivido obsesionado por la marca del tiempo extraviado -lo que pude ser y no fui de no haber mediado tamaña desgracia- siempre ha latido dentro de mí la carencia. Que ponerme la mano en la tripa desde pequeño fuera un misterioso signo que me unía a algo perdido lo tengo más claro ahora. Una actitud que no quería soltar amarras con el calor que una vez recibí por poco tiempo y que parecía relegada para siempre. Un comportamiento que siempre ha tenido su precio, pues no en balde me riñeron y me amenazaron sobradamente en la inclusa por depositar la palma de mi mano sobre el vientre. Yo mismo me sorprendía en innumerables ocasiones de que aquel ademán se reprodujera también en la comida, en las lecciones o a las horas tediosas y obligatorias de la capilla. Pero no podía evitarlo.

Esta costumbre no se daba siempre a todas horas, sino solo cuando la soledad me atenazaba y borraba de mi rostro la sonrisa. Ocurría también cuando, de ciento en viento, llegaban familiares lejanos de otros niños y los sacaban a dar un paseo y a comprarles chucherías. Luego, por supuesto, ya no querían saber más de ellos. Y aquellos compañeros de fatigas caían presos de llantinas y desilusión. En mi caso me tuve que fortalecer a base de asumir como natural el abandono. Tal vez por ello no me afectaba excesivamente la supuesta existencia de lo que llamaban fuera de aquel orfanato las familias. Yo era hijo de la carencia de cariño y de la ausencia de un ser que me meciera.

Puede que la mano en la barriga haya sido lo más parecido a una expresión verbal. O a un pensamiento, o a una conversación interior. Ya sé qué estáis pensando. Os preguntáis si lo tengo superado. No, en absoluto, una carencia en la infancia no se supera jamás. Puede compensarse a lo largo de la vida a través de otras personas o situaciones pero, cuando menos lo espero, por un problema que se me atraviesa más de lo debido o debido a un extraño desasosiego que no logro apaciguar, me veo a mí mismo colocando no una sino las dos manos en aquella zona amable pero exigente que reclama calor. 

Alejados los años de la niñez, superada la revoltosa adolescencia, conseguí obtener reconocimiento de la gente por haber logrado ser un hombre de provecho. Cuánto odié siempre esta expresión. Y tras haber convivido con mujeres que me han premiado con su ternura, y habiéndome dedicado, mejor o peor, a los hijos que he dejado en memoria de mi paso por la tierra, siento que me acecha amorosamente la miliciana. 

Yo he envejecido, pero ella no. Y me sorprendo ansiando la bondad de aquella juventud ilusionada que encarna la madre de la fotografía. Clamando por aquel cuerpo menudo al que me pego. La risa entregada y el tacto de unos dedos desplegados que se hincan más y más en mi piel. Para mí ella sigue igual que cuando la fotografiaron y yo la espero. Aunque nos juntemos en el vacío yo la espero.






jueves, 20 de enero de 2022

Aquel mayo parisiense y sus flores (Serie negra, 65)

 


Pauline lo recordaba mucho tiempo después. La mejor manera de burlaros a los flics fue vestir de burguesita y pasar tranquilamente por delante de vuestras narices, le dice riendo a su amigo. Vosotros estabais en tensión, demasiado pendientes del grupo numeroso que cortaba la calle al otro lado. El antiguo sargento de la CRS Adrien Croyant lo rememoraba a su vez tomándose un café con Pauline. Te doy la razón, Pauline.  Salvo que el grupo  que chillaba no era solo grande sino verbalmente agresivo, de momento. Además los adoquines acumulados no presagiaban nada bueno. No era la Gran Muralla, sino solo un obstáculo de ciertas dimensiones, pero sabíamos de sobra que aquel arsenal podía ser utilizado en cualquier momento contra nosotros. Como así fue, le matiza ella, y ya vi cómo caíais más de uno. Porque reconoce que os tuvimos a raya, a pesar de esa actitud siniestra que ofrecíais, enfundados en aquellos uniformes oscuros, y que nos dejó de impresionar a medida que crecía nuestra euforia y nuestra protesta. Qué tiempos, ¿verdad?, se pone pensativo Adrien. Y tú muy de buena familia, protestando contra el sistema que os habría enriquecido, sin duda, pero a pesar del porte burgués no dudaste en sumarte a los alborotadores. ¿Venías con intención o te metiste en el lío sobre la marcha? Nosotros no entendíamos muy bien por qué los estudiantes hijos de papá se habían desmelenado de aquella manera. Política, nos decían los superiores. Entre los números que estábamos allí tratando de aguantar el chaparrón nos decíamos: si estamos más jodidos nosotros, de qué se quejarán estos. Pauline le matiza un poco lo sucedido. Solo una parte eran niños bien, muchos otros venían de familias obreras. Adrien, al que los años y el abandono del Cuerpo le han relajado, ve con serenidad la distancia. Puede ser, ¿pero sabes lo que creo? Que de todo aquello que parecía hacer tambalear al país queda escaso recuerdo. Para ti y para mí queda bastante recuerdo, interrumpe la mujer. Así es, y reconozco, volviendo al pasado, que cuando os dispersamos y te vi correr a duras penas con tus botas de tacón, peligrando tu carrera, pensé que serías presa fácil. Y fácil fui, ¿no?, le corta ella. Sí, pero azar a veces es sabio o al menos oportuno. Gracias a que corrí a atraparte no me golpeó un adoquín de los que llovían de todas partes. Que conste, además, que mis superiores tomaron después medidas conmigo por haber dejado la fila de control y órdenes y ponerme a cargar directamente como un flic sin rango alguno. A Pauline se le pone un temple tierno. Dime la verdad, ¿por qué corriste a por mí, que al fin y al cabo era inofensiva y no tras los que os tiraban de todo? ¿Solo porque te apetecía cazar lo fácil? ¿Te ponía mi estilo burgués, como tú denominas? ¿O acaso te tentó mi inocencia, a la que envidiabas, y te salió del alma una reacción irreprimible? Mira que deseo y odio pueden ir de la mano, Adrien. Pues no sé, creo que no llegué a perdonarte en aquel momento que pasaras delante de toda la fila de guardias, vacilándonos, como si no estuvieras en el asunto de los provocadores. Creo que me sentí traicionado por una idea que yo tenía del mundo y sobre todo de la mujer. Y que cuando echabas a correr era como si te sintieses culpable o al menos equivocada y yo estaba allí para castigarte ejemplarmente. Ambos se echan a reír. Mira, Adrien, yo sentí un pánico como nunca había sentido antes. A pesar de mis botas te esquivé y logré meterme en aquel portal de la recoleta calle Le Goff, no puedo olvidar el nombre, hasta el último piso. Nadie abría por miedo o no estarían los vecinos en su casa. Temblando de pavor me senté en el descansillo. Al poco subió un chico más joven del Liceo, nervioso y excitado. Quiso hacerse el hombre y consolarme, pero fui yo quien tuve que apaciguarle. Era un crío precioso, de primer curso, y no se merecía acabar mal la jornada, así que le sujeté fuerte y le tranquilicé como una madre. ¿Allí desarrollaste el instinto maternal?, se burla Adrien. Ella continua el repaso de la experiencia. Nuestro error fue pensar que habría pasado el temporal y decidimos bajar a la calle para escapar de la zona. Y allí estabas tú con la porra golpeándote rítmicamente la pierna. No sé si despistado o perdido del todo, pero aislado del resto de tus CRS. ¿Y si realmente te estaba esperando, jugándome el puesto?, salta el ex poli. Estaba cansado, no entendía lo que estaba pasando, y no compartía bien aquel escenario represivo. Las órdenes que teníamos eran extremadamente severas y aplicarlas suponía mucha dureza. Así que tenía que justificarme. Sabía que esta desafiando a los de arriba y cargándome mi trabajo. Pero tú fuiste una revelación y yo caí del caballo como aquel romano. Pauline se queda pensando, como si reconstruyera una vez más la escena. ¿Y por eso nos sujetaste a los dos al salir del portal? En realidad, a mí sola, porque con el chico fingiste que se te escapaba. Y allí contra la pared me cacheaste, eso sí, con respeto, nada tengo que objetar. Pero todo tu afán consistió en pedirme el carné. Luego tomaste nota de mis datos, el domicilio, el teléfono y me interrogaste brevemente. Para al final darme consejos paternales. Tendrás noticias mías, dijiste al marcharte. Yo, tonta de mí, lo tomé como amenaza. Así que los días siguientes apenas podía dormir. Cualquier ruido en el vecindario me hacía pensar que los secretas vendrían a por mí. Advertí a mis padres para que se prepararan para lo peor. Me hiciste pasar mucha angustia, Adrien. Oh, no era yo, era el sistema, y es que la parafernalia impresiona tanto, matiza él. Pauline le mira divertida. Eso está bien. O sea, que lo nuestro ha sido hijo del sistema. Que nuestra relación posterior vino de aquello, así en abstracto. Es que los caminos del sistema son inescrutables, dice Adrien, carcajeando. Te conseguí a ti como mujer libre para hombre libre y, ya ves, la expulsión del Cuerpo hizo el resto.



(Fotografía en el Mayo del 68 en París, de Xavier Miserachs)

domingo, 16 de enero de 2022

La loca (Serie negra, 64)

 


¿Qué haces, Rufino? Qué voy a hacer. Contemplo los pájaros, como todos los días. Pues se diría que hablas con ellos. ¿Qué te dicen? Me dicen que no nos creamos que son más libres que nosotros. Que tampoco van donde quieren sino donde pueden. 

Rufino madrugaba, se embutía en su mono y con la bicicleta tomaba el camino de la vinícola. Él y su hermana Engracia vivían en una casa sencilla, entre la arboleda y el arroyo. Tu hermana, ¿bien? Mi hermana, ya sabes, como siempre, con sus cosas aquí dentro. Y tintinaba con el índice su sien. ¿Sigue sin salir nunca? Sale por la arboleda cuando no hay nadie, qué puedo decirte. Es así. 

Engracia no se dejaba ver jamás. Qué promesa había hecho o qué odio había incubado respecto al mundo era todo un misterio para el vecindario. Visitas, que se sepa, ninguna. Y el caso es que nadie la veía. Ni ir a la tienda, ni asistir a misa, ni frecuentar amistades. Solamente salía al anochecer, cuando nadie deambulaba por aquellos andurriales, para lavar la ropa en el río. Luego la tendía en un alambre de su pequeña parcela y se refugiaba en la oscuridad de su hogar. 

Rufino trajinaba, aportaba el jornal, pasaba el día entre cubas y el denso olor al tinto que elaboraba la bodega. Paraba a la vuelta, al anochecer, en la taberna de Manuela, mirando la partida de mus endiablada y blasfema de los parroquianos, naufragando en el humo del tabaco de hebra, matando la última hora. De pronto se levantaba de la banqueta. ¿Ya te vas, Rufino?, le decía Manuela. El hombre sonreía con bondad y, sin decir ni mú, como si se tratara de un colegial que tiene marcada sus horas por la disciplina paterna, cruzaba la carretera hasta su casa. 

Los que acarreaban mercancías diariamente o se recogían al anochecer y pasaban por la casa de Rufino y Engracia escuchaban voces fuertes. No era raro que fueran violentas, acusadoras, o simplemente de difícil interpretación. Todas emitidas por la recia y chillona entonación de Engracia. Daba igual que estuviera sola o acompañada de su hermano; solo se le oía a ella. Contra quién iba dirigida la queja o qué le producía tanta desazón nadie podía saberlo. Tal vez Rufino. Pero qué iba a contar él a nadie. La protegía.

Había noches en que prorrumpía en alaridos a una hora avanzada. Resonaban en las ventas de los alrededores. Ya está otra vez la loca era el comentario generalizado. Más de una vez llamaron a los civiles para que la hicieran entrar en razón. Ella no les abría la puerta ni dejaba que su hermano saliera a hablar con ellos. Ya veis, ni a la autoridad hace caso, está de atar, decían los más quejosos. No era inusual que, con este precedente de juzgar los padres con crudeza las miserias ajenas, los niños increpasen a la mujer oculta al pasar delante de su casa y la llamaran abiertamente loca. Ella les respondía con palabras malsonantes, en un afán de hacerse valer inútilmente. 

Una anochecida de estío me acerqué furtivamente hasta el riachuelo que para mí era siempre un espectáculo atrayente y misterioso. El chapoteo de las ranas cuando no de las ratas de ribera, el movimiento airado y grácil de los juncales, las chicharras diligentes desplegando su coral, el ejercicio acompasado de los álamos agitados por el viento o el transcurrir de una luna creciente entre los cirros formaban un mundo diferente al humano, a través del cual yo trataba de ejercitar mi particular sortilegio. Nunca llegué a adivinar nada, ni sobre lo existente ni sobre mi futuro, pero al menos disfrutaba del arcano de una naturaleza con la que deseaba vincularme en solitario. Cuando eres niño no quieres saber nada del futuro porque solo es una palabra con la que amenazan o a la que temen los mayores. 

Mis leves pisadas debieron ser escuchadas por Engracia. Inclinada sobre el agua mansa que transcurría frotaba la ropa sobre la tabla acanalada. No cesó en sus movimientos ásperos con el jabón ante mi presencia intuida. La luna, reflejada en el agua, se le ofrecía lúdica, desfigurada. Sin girarse ni variar su ejercicio me habló amable pero seca. Imagino quién eres, dijo. Eres el hijo de, y pronunció el nombre de mi madre. El único que cuando los otros malditos chicos me dicen pestes tú permaneces callado y haces porque callen sus improperios. ¿Eso quiere decir que te doy más miedo o que te infundo respeto? 

Su hablar era pausado y poco a poco lo fue dulcificando. Si esta es la Engracia que dicen loca aquí hay un error y sobre todo una injusticia, pensé. No te sorprendas, prosiguió ella. Lavo aquí porque el río está para ser utilizado buenamente y porque la corriente ayuda. Salgo de noche porque ni quiero ser vista ni me apetece ver a nadie. Pero poco se puede ver en la noche, se me ocurrió. Hablas como un adulto. ¿No sabes, chico, que la noche es amiga de los que buscan respuestas a la vida en la oscuridad porque la claridad del día no las da? No puedes entenderlo, pero te diré, por si nadie te lo ha dicho, que la gente teme a la noche porque tiene mala conciencia. Les atormentan sus actos impropios cometidos a la luz del día y luego se extrañan de que se generen en su mente las pesadillas. Por eso las personas se resguardan en sus casas avergonzadas de sí mismas, cierran las contraventanas y dejan como mucho una lámpara encendida que les hace creer que es la luz del sol. Siempre están anhelando la luz, pero cuando la tienen la traicionan. Yo no necesito luz alguna. Yo veo en las tinieblas, me muevo entre las sombras, piso por las veredas con tanta o mejor facilidad que con la luz del día. ¿También a ti te gusta andar por la noche? Eres valiente por no temerla y porque eres diferente.

¿Por qué iba a tener miedo de la noche si me protege?, acerté a responder a la mujer. Engracia dejó la tarea, se secó las manos en su mandil. Que no te espante la oscuridad no quiere decir que debas buscarla como yo hago. Tengo mis razones para hacerla mi aliada, pero tú debes todavía descubrir quién tendrás a favor y quién en contra en la vida. Mantén siempre las distancias con la luz y con la oscuridad. Tanto una como otra suelen engañar. Ahora, vete. Te echarán en falta si ven que no estás en la cama. 

A veces me da en pensar cómo sería el rostro de Engracia. Un rostro de la noche. Y ocasionalmente aparece conversadora y maternal en alguno de mis sueños. Al borde del arroyo y a plena luz del día.


 


(Fotografía de Graciela Iturbe)

viernes, 14 de enero de 2022

Los días que oíamos a Ronnie en la gramola (Serie negra, 63)

 



Era el más tímido, el más inexperto, el más fuera de moda, el más lento de reacciones. Escaso de recursos económicos no se puede decir que tampoco estuviera sobrante de discurso comunicativo. No, no era cerrado ni se reprimía en expresar lo que ocasionalmente le salía del alma. Simplemente solo sabía ser amigo de sus amigos. Lo demás, terreno vedado. Pero era el tiempo de las veleidades. También de las pruebas arriesgadas y confusas a las que, no obstante, había que someterse para no quedarse atrás. Por qué Paula María irrumpió en la pandilla de amigos varones no fue objeto de comentario en ningún momento. Bienvenida y alguien nuevo a la tribu. Alguien y aire. Él percibió una cierta conmoción. La chica triunfaba visualmente entre los compañeros de clase, pero no se sometía a ningún martirio. Una libre y caprichosa, comentaba jocosamente en ocasiones emulando el lema del escudo aguileño. Incluso él mismo la había observado con esa desasistida mirada de quien intuye que no podrá acceder a aquella revelación en forma de mujer. The night we met I knew I needed you so * cantaba desde la entraña de la máquina del bar la vocalista. Él, que no se manifestaba más que a través de una acogedora camaradería, sintió el latigazo de la provocación. And if I had the chance I'd never let you go * seguía la líder de las Ronettes, y Paula María coreaba, chapurreando un inglés del que nadie sabía su significado, ¿o acaso ella sí?, y jugaba con la canción afilando los oídos del hombre. Paula María vestía a lo mod de una manera natural, como si lo hubiera hecho siempre. Si venía de colegio de monjas el salto había sido como decíamos entonces cualitativo. También cuantitativo, decía el que mejor jugaba al mus del grupo. Por la cantidad de envidiosos que no tragan que se haya venido con nosotros, y reía. Pero no, la niña no procedía de sagrada familia alguna. La laicidad paterna había cosechado sus frutos. La modernidad era una impronta en ella. Es una calentorra, la denostaban los vergonzantes impúdicos. Es una mujer de este tiempo, la defendía el sector avanzado, deseoso de superar el gélido páramo de las costumbres patrias. Aunque ese tiempo fuera aún oscuro y empezara a estar limado por las influencias que iban llegando del exterior. ¿Era aquel desparpajo gestual de la chica, conjuntado con sus botas altas y el vestido corto de una sola pieza, lo que recababa la atención por doquier? ¿Admiraba a los nativos su cabellera agitada o la sonrisa siempre expansiva y dispuesta? ¿O acaso noqueaba su don ágil de la palabra medida y estimulante que no era frecuente en la viña académica? Ante la gramola Paula María se colocaba entre dos de sus chicos, como ella decía, apoyando sus manos en los hombros de cada uno y proponía un disco. Y luego otro y otro. Y acababa exigiendo al dueño que vinieran a cambiar el repertorio con más frecuencia. La gramola estaba bien suministrada de las novedades musicales que privaban fuera del país y que poco a poco llegaban rompedoras por su ritmo, por el desenfado de sus letras y por las modas que se intuían efervescentes y liberadoras tras aquellas músicas que la beatería nacional rechazaba. A Paula María el hombre amilanado, ocurrente en ocasiones pero poco dado a pontificar, le parecía un mod sencillo y espontáneo, aunque no se preocupara demasiado del vestir, y ni siquiera de clase media aún inexistente. Era aquella candidez difícil de ocultar lo que a ella le atrajo. Él pensaba, ante los accesos bromistas de la chica: seguro que no soy su tipo. Pero, ¿qué era eso de ser el tipo de otra? Una frase vulgar, predeterminada, concluyente y, por lo tanto inexacta e inútil. Deberías bailar conmigo este single, baby, le dijo la mujer con discreción, apartándole del resto de compañeros. Él se espantó. No sé bailar y aquí menos, respondió sospechando que metía la pata. Pero ella iba en directo. A las cinco en mi casa y tú solo. Mi educación impone la hora del té, y dejó caer una mirada engatusadora. La Ronnie nos espera. So come on and be / be my, be my baby, cantó en paralelo el final de la canción. Nadie de los círculos estudiantiles entendió que una Paula María caída del cielo se perdiera por ahí a partir de entonces con el más apocado y bisoño de la facultad.   




*De la canción Be My Baby, interpretada por The Ronettes, y la voz de Ronnie Spector:

The night we met I knew I needed you so
And if I had the chance I'd never let you go

La noche que nos conocimos supe que te necesitaba tanto
Y si tuviera la oportunidad nunca te dejaría ir


(En la fotografía Ronnie Spector, fallecida el 12 de enero. En homenaje a un tiempo, a un lugar y a la música que nos despertó del letargo)






miércoles, 12 de enero de 2022

Al paso, al trote, al galope (Serie negra, 62)

 


Lo tuve y lo cabalgué. Qué brioso mi alazán. No tengo recuerdo nítido de mis primeros impulsos. Solo una voz familiar que me jaleaba con ritmo acompasado. Al paso, al trote, al galope. Alguien tiraba de una brida y recorríamos, mi jaca y yo, aquella galería luminosa de un piso modesto de obrero ferroviario. 

Al paso, al trote, al galope. Y a cada aire natural del animal yo pronunciaba mi cuerpo leve hacia adelante. Imaginando que instigaba un movimiento medido, que me dejaba arrastrar por él. Vivía aquellas tres fases del movimiento del caballo creciéndome sobre la crin de cartón piedra, espoleando sus ijadas, besando la curva de una cerviz erguida. 

El grito habitual: arre. Si decía caballo o caballito dependía de si me manifestaba exigente o afectuoso con el animal. Daba igual. Mi modesto rocín siempre me llevaba lejos. Adiós, adiós, y agitaba mi pequeña mano hacia los espectadores presentes o invisibles. Otra expresión con la que me despedía en cada giro por la llanura imaginaria cuyo suelo estaba configurado por baldosines geométricos y pequeños. Me arrancaba del territorio donde habitaba los días repetidos a la aventura de lo desconocido. 

Alguien con cierta cultura pasó un día por casa y dijo que mi caballo podía ser Pegaso. ¿Pegaso? ¿Quién es?, pregunté. Un caballo con alas que no se deja domar por nadie, me respondió el hombre. No acepta a cualquier jinete. Solamente al que tiene buena intención y es bondadoso. Me crecí al instante, espoleado por la ilusión del vuelo. Yo lo soy, me califiqué sin pensarlo. ¿Me llevará más allá de este mundo? Tienes que preguntarle a él, dijo el otro. Conduje a mi bello animal a un rincón, mientras mi madre y el visitante hablaban de otros lugares y otras personas, y se entregaban a recordar tiempos pasados. Su tema no me interesaba. Nunca espié entonces los asuntos que los mayores trataran entre sí. Yo vivía en un mundo como el del caballo: de cartón piedra, diseñado inocentemente por mi mente lenta y soñadora. 

Si eres el Pegaso que dicen que eres, ¿podrías trasladarme por encima de las nubes? Pegaso se encarnó en mi propia voz. Puedo llevarte. Puedo dejarte al borde de los pantanos o en algún oasis o depositarte en una isla donde sus habitantes saben acoger a los que son portados por Pegaso. Era excitante el diálogo y mucho más las promesas de aquel ser intrépido. ¿Eso lleva tiempo? ¿Estaré de vuelta para la cena? El tiempo lo marca tu imaginación y el deseo que te estimule, y bufó. Sube y sujétate a mi crin. Eolo nos ayudará. Yo no sabía quién era Eolo pero una brisa agitada y suave obró a favor del viaje. 

La voz de Pegaso me daba seguridad. La ascensión era moderada y sin embargo ágil. Escuchaba excitado pero atento al caballo volador. Este frío húmedo proviene del océano encrespado. Aquí la calidez nos avisa de que sobrevolamos el cambiante desierto. Los picos que destacan por encima de la boira dicen que hemos sobrepasado el techo del mundo. Aquellos témpanos majestuosos indican que nos hallamos sobre el continente de hielo. No dejaba de asombrarme. ¿Llegaremos a los planetas?, pregunté ávido de no conocer límites. Sin duda, respondió Pegaso rotundo, pero otro día, y te dejaré elegir uno. Ahora, por si te han echado en falta voy a descender. No sé si quiero bajarme, le confié. No tengo claro si pisar el suelo o rozar los cielos. Estás condenado entonces, sentenció Pegaso, a ser un eterno contemplador y cualquier cosa que hagas en la vida te parecerá insuficiente. Serás, pues, un hombre sin sosiego. Pero quién sabe, tal vez así encuentres mayores satisfacciones que quienes viven ajustados a una vida anodina y reglamentada. 

No entendí muy bien a Pegaso. Pero sí que he comprobado mucho más tarde que contemplar es por sí mismo todo un vuelo vital y observar las conductas de los hombres acrecienta el misterio. Puede que Pegaso llevara razón. Sigo siendo un individuo desasosegado. 




(Fotografía de Toni Catany)

domingo, 9 de enero de 2022

Paseo de Diana y Marte por los jardines del emperador (Serie negra, 61)

 


¿Recuerdas el día en que paseando por la villa del emperador nos encontramos? Soy Diana, dijiste echando mano a la aljaba y enderezando el arco. Yo me asusté, no obstante parecerme que lo habías dicho divertidamente. Dudé. Repliqué mudado a la severidad: ¿Voy a ser yo tu presa? Entonces tu risa anterior se torció y enmudeciste al momento. Aprestado con mi casco puse en vertical la égida. Sujeté con fuerza la jabalina. Ambos nos contemplamos en guardia. Tu mirada tierna de un rato antes era confusa. Tensaste el arma mientras colocabas un dardo afilado en dirección al punto en que yo me hallaba. No puedo creer que hayas desviado los objetivos habituales de tu caza hacia mi persona, exclamé preocupado por la disposición que ambos estábamos tomando. No temblaron tus manos y menos tus palabras. ¿Acaso no eres tú un animal como otros? ¿No te muestras muchas veces más peligroso que ninguna de las especies? ¿No es tu robusta figura toda una exhibición de presteza para el combate? Aquel discurso tan preciso no parecía ser muestra de alguien que estuviera a la defensiva. ¿Por qué me temes, Diana? Jamás me plantearía dirigir mis pertrechos contra la esbeltez de tu figura. No son estas las armas que deberíamos utilizar en un cuerpo a cuerpo. Arroja pues tu lanza, despójate del yelmo y deja caer el pesado escudo, propusiste. Yo volveré a guardar la flecha y tiraré el arco. Me sentí extraño. Si nos desproveemos de nuestras defensas no nos reconocerán el resto de los dioses, te dije. ¿No ves que hemos pasado a la historia a través de los símbolos y no solo de las leyendas que cuentan de nosotros? ¿Que los artistas de la posteridad nos identifican por las formas con que vestimos y por los objetos que portamos? Las generaciones del futuro nos considerarían como mucho unos dioses menores.  Y si alguien nos viera ahora podría tomarnos por vulgares mortales y estaríamos rendidos a cualquier acto violento por su parte. Esbozaste una sonrisa relajada. Si alguien trata de atacarnos yo te protegeré y tú me protegerás a mí, dijiste insinuante. ¿Dónde podríamos encontrar mayor seguridad sino en el calor que transmita la desnudez de uno a la del otro? Me pareció una propuesta sensata. Mi desnudez será escudo para ti, no violencia, reconocí de manera un tanto épica y vibrante, sin poderme quitar la impronta de dios fiero que el mito me ha concedido. Condescendiste. La mía será hogar para tu renuncia armada. Me sonó cursi, pero no quise deshacer el momento. Que el valor, Marte, y tus embates poderosos me los demuestres de otro modo. 

Nos ocultamos en aquel arriate de plantas crecidas, al borde del pequeño lago. Allí libramos una batalla diferente, en la que la sangre se derrama de otra manera y se muere sin morir. Por una vez sentimos como mortales. ¿Deberíamos retomar nuestros roles, guerrero?, preguntaste. Y yo: ¿Deberíamos sentir más veces como humanos, cazadora?





(Fotografía de la Villa Adriana. Desconozco el autor)

viernes, 7 de enero de 2022

Cupido despierta al genio del frío. Klaus Nomi canta Cold Song, de la ópera King Arthur, de Henry Purcell




Entregado a uno de esos tiempos de ocio en que uno nada quiere saber ni recordar escuché al contratenor. Aquella voz que se emitía a saltos, entrecortada y vigorosa, procedía de un piso superior. A qué se refería la metáfora. De qué nieve hablaba, de qué frío, de qué muerte. No me interesaba tanto la leyenda artúrica como derivar entre las letras de aquel poema. En la geología de las vidas humanas hay huellas de un período que llaman de la extinción del amor. Una especie de glaciación en que merman los afectos, se disuelven líquidas las emociones, se confunden los sentimientos, se apaga el deseo. No creo que haya una fecha marcada del fin del deseo. A veces este solo duerme. Pero la vigilia del deseo provecto apenas carece de tensión. No hay nada que conquistar. Acaso solamente salvaguardar los recuerdos de los goces vividos. Tampoco es fija la hora en que el humano se convierte en hielo. Siempre quedan rescoldos, siquiera en un acto de irrenunciable fidelidad de la memoria. Y la canción interpretada por el contratenor me hizo preguntarme: ¿Por qué ceder esos rescoldos a las gélidas sombras antes de tiempo? 



El contratenor Klaus Nomi interpreta el aria Cold Song, de la ópera King Arthur, de Purcell. La autoría del libreto de la ópera es del poeta inglés John Dryden. Cupido despierta al genio del frío y este increpa al diosecillo. Disfrútese del texto que Klaus Nomi dramatiza de manera portentosa:


What power art thou, who from below / ¿Qué poder tienes tú, que contra mi voluntad,
Hast made me rise unwillingly and slow  / me has hecho levantar
From beds of everlasting snow? / de las profundidades de la nieve eterna?
See’st thou not how stiff and wondrous old, / ¿No ves que, rígido y demasiado viejo,
Far unfit to bear the bitter cold, / incapaz de soportar el rigor del frío,
I can scarcely move or draw my breath? / apenas puedo moverme y respirar?
Let me, let me freeze again to death. / ¡Déjame, déjame morir de frío! 



miércoles, 5 de enero de 2022

Charlando con mis yoes (Crípticas)

 


Hoy me quedo con ganas de decirles algo, pero no sé qué. Supongo que no será nada importante. Por supuesto lo que en ocasiones a mí me parece de valor no tiene por qué serlo para los demás. Así que, prudentemente, me limitaré a hablar con mi otro yo. Al fin y al cabo algunas veces está más cerca. No crean que es más apacible y bondadoso que cualquiera de ustedes. Suele aprovecharse y se toma la confianza, en exceso incluso, y se vuelve riguroso cuando no exigente. Y ahí es cuando el conflicto está servido. Confrontación entre hermanos, pensará más de uno de ustedes. No sé. Que mi otro yo y yo seamos cosanguíneos o, mejor dicho, unisanguíneos, si es que este término existe, no garantiza mayor comprensión y, por supuesto, una aceptación. De hecho entre ambos se da una pelea que suele acabar con la rendición de uno sobre el otro, o que ambos tiremos la toalla y digamos: vayamos a otra cosa, no nos incordiemos. Pero cuando algo no se resuelve ya es bien sabido que retorna cuando menos te lo esperas. A veces pienso: si no fuera por mi otro yo mi yo propio se aburriría muchísimo. Es verdad. El otro yo sirve para divertir, con toda la capacidad de significados que este verbo tiene. Si mi otro yo y yo nos vemos como enemigos me digo: voy a hacer un ejercicio de diversión a ver si le doblego. No me gusta el sentido bélico, pero ¿no hay en ocasiones mucho de fratricida entre yo y el otro yo? Otras veces elijo una diversión de complicidad recreativa, donde ambos nos reímos, cada uno desde su punto de vista, pero en ese pasarlo bien convergemos por el lado fraterno. Obsérvese aquí que fraternal y fratricida se acercan y se repelen con frecuencia. Ustedes pueden recomendar: que esperen a su sueño para que ambos se apacigüen. Pero oh, todo lo contrario. Allí cohabitan revueltos, haciendo cada yo lo que le da la gana, ora amándose cordialmente, ora chocando desenfrenados. Y si solo fuese eso. Acarician el frenesí de perder sus papeles, qué digo, más bien sus identidades y entonces es cuando parece surgir un tercer yo. ¡Un tercer yo! Eso no está previsto por el psicoanálisis y otras zarandajas que tratan de interferir en los subconscientes, se dicen el uno al otro yo. El tercero emerge, confuso, como un yo que se pretende diferente, a la contra de los otros, unas veces para mediar, otras para crear más confusión. ¿De parte de quién se pone? Disputados yoes, les dice. Permaneceréis inmersos en este sueño profundo, ni os despertaréis ni os desquiciaréis más por este afán efímero llamado vida. Y yo, a mi vez, desapareceré.      



* Escribí este texto el otro día, por la mañana al despertar porque me vi, dentro del sueño intranquilo, yaciendo en mi cama sobre el duro caparazón de mi espalda, convertido en un monstruoso insecto. Incluso resulta críptico para mí mismo.



(Cerámica de Patricia Broothaers)

domingo, 2 de enero de 2022

No infecten con virus el alfabeto griego, por favor

 


Están por todas partes. Hay una buena cantidad de ómicron por doquier. La delta va escaseando. La rho se encuentra en ascenso. Me preocupa la kappa, se observa que avanza sibilina. No es escaso el número de la sigma, pero parece estar contenida. Hum, afortunadamente la ípsilon no arranca. Se ve que la ni está muy distribuida, podría ser problemática. Para sorpresa y seguridad hay que decir que la lambda casi es inexistente. La tau anda extendida desigualmente, no sé si será buena señal. La beta tiene apenas una presencia testimonial. La épsilon no crece, menos mal. La iota anda muy situada estratégicamente, habrá que tener cuidado con ella. No se debe bajar la guardia con la alfa, que se la observa ahora estacional, pero en cualquier momento podría llevar la voz cantante de nuevo. Pi se cuela, muy residual por cierto. La mi se ha dejado caer por azar, sin peligro. Menos mal que omega prácticamente no se manifiesta; es muy simbólica y de ser preponderante más valiera que apagásemos y nos fuéramos a otro planeta. Están por todas partes. Las magníficas y soberbias letras griegas.

No, por favor, que el alfabeto griego no se convierta en alfabeto de cepas víricas. Dan ganas de pedir que a estas se pongan nombres de criminales de guerra, de asesinos a sueldo o de caudillos sanguinarios. Sería más adecuado. Pero, ay, entonces la ciudadanía se moriría del susto, en este caso de horror añadido.


sábado, 1 de enero de 2022

Me llamo Enero y pasaba por aquí

 


Me tallaron hace muchos siglos. Mientras unos dicen que fue cosa de Antelami, otros cuentan que el tallista era un alumno suyo al que han llamado el Maestro de los meses. Yo callo porque sé guardar el secreto y honrar la genial intención del artista. 

Parece mentira pero desde mi confortable pedestal todavía sobrevivo en la galería del baptisterio. Los meses del año sobrevivimos siempre pase lo que pase. Al fin y al cabo nos inventaron los hombres y no tienen intención de cambiar los nombres que acompañan al movimiento de traslación del planeta. Si ya me olía algo de esta explicación mi larga vida pétrea me ha enseñado todavía más. Es la humanidad que no cesa, mal que les haya pesado a quienes antes la simplificaban y reducían con su versión de cierto ente creador ajeno.

Si me encarno en la estatua que representa a un venerable anciano es para ratificar que vivo en la eterna senectud. En ese sentido me considero inmortal. Solo los viejos podemos valorar con una perspectiva más completa lo que quedó atrás. Solo la edad provecta permite tender puentes entre lo que una vez anhelamos ser y lo que acabamos siendo. Solo nosotros entendemos que hay que dar paso a lo joven y nuevo para que transiten los trabajos y los días de los que habló aquel griego que tejía con pensamientos y se expresaba con poesía.

Benedetto Antelami o el Maestro de los meses, cualquiera que fuese el ocurrente artesano, me hizo con dos cabezas precisamente para que contemplación de lo vivido y expectación ante el futuro se mostrasen armónicos y en el mismo cuerpo en el comienzo de un nuevo año. El romano dios Jano estaría contento de saber que su imagen simbólica ha permanecido a lo largo de los siglos. Como él yo también doy fe de los finales y de los principios. En mi caso además hago de gozne del ciclo anual. En mí se cierra un tiempo y conmigo se inicia otro, en función de las necesidades y actividades humanas. 

A diferencia de las esculturas que personifican a los otros meses y por lo tanto las diferentes labores de los hombres, acordes a los ciclos naturales, yo observo. Descanso, en parte para librarme del agobio del año que se ha quedado atrás para siempre. Medito para auspiciar a los hombres la esperanza sobre los doce meses que inevitablemente acarrearán alegrías y tristezas. Que proporcionarán satisfacciones pero también penalidades. Que revelarán, y aquí nada nuevo hay bajo el astro que nos rige, bondades y maldades. La bondad es una artesanía de la naturaleza humana. La maldad es la capacidad demoledora, aunque también es hija de la misma naturaleza. Siempre una y otra están en acción en el temperamento de cada humano.

Me llamo Enero. Y si fuera una pitonisa y tuviese poderes para conocer lo que está por acontecer me brindaría a ayudar a los habitantes de la Tierra. Pero a un inmortal limitado como yo solo le es concedida la propiedad de clausurar y abrir eso que llamáis el año. Permitidme que os contemple desde mi peana, no obstante mi gesto adusto y un tanto huidizo. Sabed que, cuando los demás meses vayan sucediéndose, yo seguiré vigilante y bonachón porque, si en mi mano estuviera, vosotros, los seres humanos, seríais felices.




(Representación escultórica de Enero, obra de Benedetto Antelami o del Maestro de los meses, en el baptisterio de la Catedral de Parma. Finales del siglo XII)