"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





jueves, 25 de febrero de 2021

El que alardea

 


Flavio Sulpicio alardea en los banquetes de sus hazañas. A aquellas que  tienen que ver con campañas militares las adereza con un apasionamiento épico, tras asegurarse de que no hay nadie entre los presentes que pueda llevarle la contraria. No obstante insiste con mayor ahínco en sus conquistas amatorias. Y para que tenga mayor verosimilitud invita a la ceremonia del ocio a experimentadas meretrices a las que él presenta como cariñosas amantes de toda la vida. Ellas se dejan llevar. Entran en el juego y con diversas artes hacen lo posible por volver crédulos a los invitados. Yo soy un sirviente entregado y no tengo queja del trato que me depara mi amo. Mantengo el tipo en las reuniones públicas, le soy fiel en cada encargo y, principalmente, le escucho. Él sabe que a mí no me engaña. No obstante, soy el campo de experimentación para sus jactancias, que yo apruebo o sobre las que me manifiesto crítico si son escasamente creíbles. Eres el confidente favorito de mis historias vividas, me dice como si me convenciera, siguiendo en su papel de hombre aparente. Naturalmente, amo Flavio, le respondo, lo imaginado también es algo vivido. Con lo que le dejo clara mi actitud comprensiva y él agradece el consenso que se establece entre ambos.  

Pero ni las heridas ficticias de la guerra ni las desgarraduras exageradas del amor habían hecho mella en las narraciones de Flavio Sulpicio. ¿Volverías a enrolarte en el mando de las legiones?, le preguntaba con ironía alguno de los comensales. Por el César lo que fuera, no obstante la edad que grava mi cuerpo, respondía convencido de vivir verdades. Y otro: mejor elegir el campo de batalla del placer, ¿eh, Flavio? A lo que este argumentaba: no creas, es un dominio peligroso, donde el riesgo acecha de continuo y puedes perecer en cualquier momento. Además ahí no hay sacrificio alguno por un César, ni cabe esperar laureles ni nombramientos. Aquellos subterfugios hacían reír a todos, pero para mi amo se trataba de mantener un pulso, sin que jamás dejara entrever cuánto de cierto o de falso había en sus afirmaciones. 

Mi asombro había crecido extraordinariamente desde que entré a su servicio. Flavio Sulpicio vivía en un mundo fabuloso donde sus quimeras no adquirían formas monstruosas ni le inducían a temer las iras de los dioses. Apoyado en su grandilocuencia difundía a diestro y siniestro historias que a unos les creaban dudas, a otros les arrebataba si las tomaban en consideración y se sentía seguro en ese juego, alejado de familiares con los que no convivía y de quienes se había distanciado hacía mucho. Y aquellas recreaciones que él se esmeraba en componer y constantemente en remodelar para cautivar a sus oyentes se habían convertido en el principal ejercicio de su existencia. Yo no vacilaba respecto a su comportamiento. Quien vive en lo imaginario con todas las consecuencias puede llegar a padecer los estragos o a disfrutar los deleites que ello conlleva. Su mundo era el que era y disponía de suficientes recursos para vivir en ese ámbito paralelo y mantenerse a salvo.

Aquella noche, estando todos los convidados acomodados y medio ebrios, por qué no decirlo, en sus triclinios, Flavio Sulpicio hizo con énfasis un brindis por todos los presentes y avisó de improviso que tenía que comunicarles algo. No tengo familiares directos y salvo a mi fiel Vetonius, y yo me ruboricé desde el rincón desde el que estaba pendiente del servicio, a nadie tengo que agradecer atenciones y mucho menos los bienes que la fortuna me ha proporcionado. Sé bien cómo debo cumplir con Vetonius, empezando por declararle liberto y proporcionarle una cantidad considerable para que viva sin agobios el resto de su vida. Hubo un murmullo aprobatorio y me sentí gratamente afectado. Luego continuó. Ahora bien, el montante que suman mis fincas y la liquidez de mis modestas finanzas no deben acabar algún día apropiados por la Hacienda pública, que de sobra grava y diezma nuestros bienes de ciudadanos romanos. Así que he decidido dejar la herencia en vida a mis amantes del pasado y acaso de la actualidad. El brinco de los presentes pareció borrar por un momento la huella de los humores del vino. Cundió la alarma. Se cruzaron preguntas vagas. ¿Estará enfermo irrecuperable? ¿Tendrá un conflicto personal con el César y temerá por su vida? ¿Pensará en alejarse a regiones extremas del Imperio para gozar sus últimos años de una visión diferente de tierras y gentes? ¿Se habrá dejado cautivar por alguna secta de misticismo influyente de las que cunden en estos tiempos? Pero tal anuncio, y más teniendo en cuenta la edad avanzada de mi amo, no indicaba que se tratase de una decisión precipitada y mucho menos provocada por amenaza alguna.

Las meretrices contratadas para la ocasión hicieron el paripé, como si a ellas también les tocara su parte de beneficio. Valerio Régulo, uno de los pompeyanos más cabales, le inquirió. Flavio, se hacen locuras en edad juvenil, pero sería un despropósito que a tus años dilapidaras la fortuna de ese modo. ¿Acaso crees que vas a encontrar a estas alturas a tus viejos amores? Incluso aunque dieras con alguna de las mujeres, ¿estarías dispuesto a poner en aprietos a honradas madres de familia? Y siempre más que de amor tú has hablado de conquistas efímeras. ¿Vas a molestarte en reconstruir un pasado irrecuperable? Porque indudablemente, todo esfuerzo por realizar tu... ¿cómo llamarlo? ¿Generoso acto? te obligaría a enfrentarte con lo que hoy no serán sino fantasmas. ¿Y has previsto cómo puedes sentirte si no logras llevar a cabo tal intención?

Flavio Sulpicio permaneció concentrado, fingiendo sobre lo fingido. Hubo cuchicheos, movimientos de unos asientos a otros, voces apagadas. Como si el eco de las palabras cuerdas hubiera rebajado la diversión que estaban teniendo aquella noche. Yo sabía que mi amo había llevado al extremo una representación más. Y que probablemente no era sino el anticipo de otras que podrían llegar en siguientes convites. Me dirigió una mirada cómplice y se recompuso. Saliendo de su aparente mutismo incitó a todos a un brindis. Dejemos los proyectos de lado, no era mi intención aguar la noche, mis queridos amigos. Dioniso no permitiría que la alegría se malgastara con manías y caprichos de anciano. 

Al ponernos en pie para animar de nuevo la velada sentimos una vibración inhabitual y de cierta intensidad bajo nuestros pies. Alguien comentó: el vino de Flavio nos produce temblores a todos. Mi amo no dudó. Escancia del más añejo que has subido de la bodega, Vetonius.      


 



(Fresco pompeyano)

 

lunes, 22 de febrero de 2021

Triste fotografía, sin días azules ni sol de la infancia

 



Una fotografía que habla por sí sola. ¿Y de qué habla? De pena, de amargura, de soledad, de desamparo, tal vez del miedo por la inexistencia de un futuro. El poeta que parece estar jugando con una vara sobre la tierra, ¿no estaría más bien escribiendo un poema? Tal vez el último. Rodeado de otros exiliados políticos, los exiliados de verdad, los expatriados por una causa justa, que así hay que decirlo en nuestros días con claridad y énfasis, Antonio Machado ni mira al fotógrafo, ni habla, ni aparentemente se inmuta. Permanece apesadumbrado, hundido. Todos los presentes muestran con dignidad el control de la madurez, pero la procesión iría por dentro en todos ellos. Un sosiego aparente. Eran los vencidos. Los desterrados. Los irreductibles. 

La escena tiene lugar en febrero de 1939, de camino al pueblecito francés de Colliure, huyendo de los vencedores en una guerra cruel. El poeta moriría no muchos días después de esta fotografía.  

Cuentan que hallaron en el bolsillo de la chaqueta de Machado un papelito con este apunte: "Estos días azules y este sol de la infancia". Se puede discurrir si se trataba de un boceto. Acaso el primer verso de un nuevo poema. Pero la hipótesis es inútil. Fue sin duda poema en sí mismo. La última poesía. Para qué más versos. El último aliento.



Cuando Antonio Machado fue Juan de Mairena 
defendiendo la libertad de pensamiento






Leído en Juan de Mairena, obra del escritor Antonio Machado Ruiz (Sevilla, 1879 / Colliure, 1939), de cuya muerte en el exilio pobre y miserable de Colliure, Francia, se cumplen hoy ochenta y dos años. 

" - Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema. 

 - En una república cristiana -habla Rodríguez en ejercicio de oratoria- democrática y liberal conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas." 

¿No es acaso oportuno este tipo de donaire para reflexionar sobre lo que acontece en la España de las dos Españas? 

La obra Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo fue escrita por Antonio Machado entre 1934 y 1936. Época avanzada de su vida en que se resumían vivencias y experiencias múltiples y gravosas, incluidas las culturales, sociales y políticas de un país al que no le dejaron vivir en paz. Hoy me parece escuchar la voz apócrifa de Juan de Mairena: no volváis a las andadas.



Y un poema de Antonio Machado titulado Simpatías






Quería participaros un poema del Cancionero apócrifo, de Antonio Machado, titulado Simpatías. Es de 1922, ya veis, de un siglo y es como si fuera de ahora. Muy propio para los que llevamos demasiados años mirándonos en el espejo. En el de cristal y no solo en el metafórico o en el de la vida.  


Simpatías

Candidior postquam tondenti barba cadebat
Virgilio, Égloga I. *


"¿Cúya es esta frente? ¿Cúyo
este mentón azulado?
¿Cúya esta boca sumida,
y esos ojos fatigados
de la letra diminuta
y de los montes lejanos?

Siempre mira el hombre al hombre 
con piedad en su retrato".


* La cita de Virgilio: "Cuando, afeitándome, ya más canosa caía mi barba" 

 (La autofotografía es de Jorge Molder)


viernes, 19 de febrero de 2021

El director de la compañía exhorta a sus actores

 


No, no es así. Con más énfasis. La máscara hará el resto. Pero primero tenéis que empaparos de lo que escribió el griego. El director de la compañía se esfuerza con voz enronquecida en las explicaciones a los actores. Estos sudan, se agitan. Algunos ponen caras contrariadas. Por enésima vez se detienen en el ensayo y vuelven a repetir. El director no les da tregua. 

Captad el sentido de lo que habéis memorizado. De este modo la memoria dará paso a palabras análogas, si habéis olvidado las originales, que mantendrán el significado del texto. ¿Decís que solo se trata de recitar coralmente una obra que ha quedado anticuada? En absoluto. Cada obra reclama un cuidado especial, aunque sea antigua. Además ninguna de las tragedias ha perdido valor. ¿Acaso ya no existen las ambiciones humanas? ¿Han mermado las pasiones? ¿Ya no existen los defectos? ¿Se ha conjurado para siempre la muerte? ¿No se padecen ya infidelidades y traiciones? Si no entendéis, preguntad. Debéis comprender bien el alcance de las palabras. Porque son mucho más. Un actor que no percibe el significado de las palabras no es un actor, aunque se mueva por la escena o vocee o gesticule. 

El director bebe de un cuenco un trago de agua fresca y mira sin acritud a toda la compañía. Varios actores comentan entre sí. ¿Es una reprimenda o una lección?, tratan de dirimir, sabiendo que ambas actitudes suelen ir vinculadas y ya están acostumbrados a ellas. El director ha hecho la parada a propósito para que ellos intercambien puntos de vista y se ayuden en comprender lo que les dice. No es mi estilo destapar la caja de los truenos contra esta gente ducha en el oficio, piensa. Pero no puedo permitir que relajen el esfuerzo y menos el interés por la perfección. Puede que quien aspire a la perfección nunca la alcance, pero al menos es un acicate. La vida, y en este caso el espectador, es muy exigente y no perdona fracasos. Decide volverse más didáctico hacia el auditorio de actores. Como si estuviera reescribiendo y a la vez interpretando un monólogo solo para ellos.  

Vosotros sois intermediarios entre la historia narrada y el público. El público no ha leído nada y muchos han visto poco, así que viene aquí para leer y ver la vida que hay tras una historia con nosotros. Y lo hace de dos maneras. Siguiendo vuestra entonación y no perdiendo de vista cada uno de los ademanes y quiebros. De ello depende que lo que dice la obra influya y sea valorada por los espectadores. Además, y aquí ensalza la labor de los intérpretes, vuestra interpretación va a empujar la calidad de la obra que el autor escribió. Las palabras tendrán valor para el público si a vuestra dicción la acompañáis con un tono adecuado. Y entonces, sí, el ejercicio de vuestros cuerpos ocupando el proscenio rematará la fuerza de la representación. El público quiere identificarse con lo que decimos. Esa es siempre la intención de un autor y nosotros no podemos traicionarla. 

Se escuchan murmullos y afirmaciones de cabeza. El orador continua enardecido por su propia disertación porque además percibe que es seguido y lo que dice está teniendo eco.  Pero el público no es tonto. A veces también se entera, por lo que cuentan anteriores espectadores, de qué va la obra y se muestra exigente. Espera no quedar decepcionado. Muchos llegarán condicionados por lo que les han dicho o por lo que ellos imaginan. No hay que darles margen para que interfieran con sus quejas. Tomad la iniciativa siempre. El tiempo de la representación de una obra es solo de nosotros los actores. Mientras la llevamos a cabo el resto del mundo se detiene. Ni el César, si apareciera por aquí un día, tendría licencia para imponerse en este recinto. Con esta ocurrencia el director ha logrado arrancar una carcajada curativa a todos los comediantes. Tiene recursos o los genera sobre la marcha. Son muchos años de mal vivir por los caminos del Imperio y se sabe inmerso en un aprendizaje sin fin. No quiere insistir más en la arenga.  

Además, mis queridos y admirados histriones, ¿vais a dejar a los pompeyanos insatisfechos? ¿No se merece el autor el reconocimiento de la gente de esta ciudad? Si fallamos, ¿qué irán diciendo de nosotros por ahí? ¿O preferís enfadar al monte soberbio que preside esta ciudad? 

La carcajada general sonó a blasfemia. La obra iba a representarse al día siguiente y aquella tarde los animales de patios y corrales se mostraban desconcertados.



(Fresco pompeyano del Museo Arqueológico de Nápoles)

miércoles, 17 de febrero de 2021

Zaki en su paraíso

 


Siempre recordaré tus tés y tus sensibilidades palestinas. Nuestras distancias -esos afanes tuyos discretos como imán de la comunidad musulmana y mis incredulidades sobre cualquier tipo de fe- nunca dificultaron las amigables charlas. Todo lo contrario, pues tu actitud apacible y prudente lo facilitaba. Aún me parece verte descansando en uno de los bancos de la vecindad o camino de la compra a la tienda. Espacios callejeros en los que en tantas ocasiones pegamos la hebra. Te reclamaban las autoridades de la ciudad para cualquier mediación o evento conciliador, potenciado desde la Asociación Avicena que habías creado. Fomentaste el dar la cara cuando el terrorismo islamista agredió a ciudadanos inocentes. Ahora te ha tocado partir para tu paraíso. Celebro haberte conocido,  Zaki Mahmoud Ivrahim, Zaki Zayed para los amigos, y haber disfrutado de tu bonhomía y una mente abierta y dialogante. La aversión y el rechazo que mostraste a cualquier manifestación de violencia fanática, cada vez que la barbarie sacudía las sociedades, la aprecié mucho y me ayudó a distinguir un poco los ámbitos complejos de las creencias y de las culturas que desconocemos.  

Te dedico un cuarteto de Omar Jayyam, al que acaso leíste alguna vez, que dice: 

Los de mayor saber y mejores maneras / la reunión de sabios con su luz alumbraron; / no hallaron un camino hacia el día en la noche, / solo contaron cuentos y después se durmieron.

Hondo y a la vez claro el pensamiento del científico y poeta persa. Es la vida misma. 




(Fotografía del homenaje a Zaki hace cuatro años por parte del Ayuntamiento de Valladolid, en consideración a sus esfuerzos "En favor del respeto a la diversidad de culturas, religiones, opiniones y por su defensa a ultranza de la solución de problemas desde el diálogo y la comprensión")


domingo, 14 de febrero de 2021

Los rostros de la fascinación

 



¿Fue la sorpresa o el espanto? ¿Fascinación o estremecimiento? ¿Y por qué no ambos? La presencia imprevista del joven Vibio me turbó. ¿Desde cuándo entras así, sin previo aviso, en la estancia de una matrona?, me molesté, obligándome a pararle los pies. Si pretendes poner en duda mi virtud errarás. Si vas a ir difundiendo por ahí que contemplaste mi cuerpo de noche, correrás el riesgo de caer en la difamación. Vibio se quedó entonces lívido, limitándose a mirarme, pero yo veía que en sus ojos no había mera curiosidad. Se trataba de una expectación más tendenciosa, que acaso pretendía llegar cual lejos yo le permitiera. Opté por la regañina, obviando su formada constitución viril. ¿No te basta con aproximarte a las chicas de tu edad?, le dije enfadada. ¿O ellas son poco para ti? Me sentí mal por reprender a Vibio, al que había visto crecer y jugar con mis hijos. Y mis propios argumentos eran un tira y afloja, como si por una parte me sintiera halagada por su actitud osada y por otra buscara frenarle para evitar la catástrofe. Al cuestionar sus tendencias hacia la mujer madura, ¿no le estaba provocando? Al recomendar que se limitara a los cuerpos más acordes a sus aún tiernos años, ¿no le menospreciaba? Su actitud pasiva me intranquilizó. No dio muestras de turbación alguna. Permaneció en el umbral, sujetando con sus manos las jambas, advirtiendo a través de su hercúlea postura que se ofrecía como un don que no debía ser rechazado. Vibio descarado, le increpé, ¿por qué tratas de torturarme con tu oferente porte? Yo era consciente de que mi irritación no la respaldaba con un rechazo contundente. Me manifestaba blandengue y dubitativa, algo que él podría interpretar como una lenta cesión. La corriente de la habitación, abierta de par en par para paliar el bochorno de la noche, agitó la gasa que me envolvía. Me sentí más leve pero me aturdí. Arrastrada por el viento ligero que se había levantado permanecí en silencio, sabiéndome mirada con toda la aguda intensidad con que un joven fija sus ojos en una mujer, mientras me acercaba a la ventana. A lo lejos la montaña, grandiosa y me pareció también que más petulante que nunca, brindaba una belleza mistérica. Hablé a Vibio de espaldas, como solo hablan los pensamientos entre sí cuando nos rondan interiormente. ¿Por qué lo más bello es lo más enigmático? ¿Por qué desconocemos lo que hay en el interior de la hermosa y complicada manifestación de la naturaleza? ¿Por qué las fuerzas ocultas se contienen hasta un límite en que no es posible impedir que broten desmesuradas? ¿Por qué solo la desnudez nos vincula como ninguna otra cosa a la materia y a sus elementos?



La vi a distancia al fondo del pasillo. La puerta permanecía entreabierta y me acerqué. No sé si fue descuido o intención por su parte. Es verdad que la noche no había traído frescor al interior de las casas. Lucrecia permanecía de perfil, apenas cubierta por una seda casi transparente. Se había deshecho el moño y era como una vestal a la que los años no la habían ajado en absoluto. Al adivinar con tanta claridad aquel cuerpo soberbiamente moldeado daba la impresión de ser la modelo de un tallista heleno. Nadie diría que hubiera paridos tres hijos, los cuales se contaban entre mis amigos. Sé que abusé de la confianza en que me tenía la familia recorriendo la vivienda que había conocido desde niño. Puedo asegurar que no tuve mayor pretensión que contemplar aquel ejemplar de belleza perenne. No se había merecido por parte de los dioses sino una considerada preservación que, sumada a su particular talante amable y comunicativo, prolongaban una especie de activa madurez juvenil, si es que ambos términos pueden manifestarse al unísono sin repelerse. No sé si Lucrecia comprendió mi entregada pasión o si desvirtuó mis pretensiones. Sobraban las explicaciones porque mi quietud en la puerta de su cuarto solo era observadora o, mejor dicho, admiradora. Yo sabía mirar, no lo hacía como muchos, que dirigen su vista hacia todas partes pero no captan nada. Conocía la casa, pero quería conocer, siquiera prudentemente, a la mujer de la noche. Quería ver el rostro oculto de la exultante madurez de aquella matrona cuidadosa y circunspecta. Quería indagar en la armonía entre un cuerpo atemporal y una sabiduría floreciente. ¿Que yo tenía sublimada a Lucrecia? No digo que no, pero bien saben los lares de aquel hogar que me acerqué a su presencia como un devoto respetuoso. Como un peregrino llegado desde los orígenes de la ignorancia. En ningún momento me molestaron sus justos reproches. Hablaban a favor de ella. Pudo haber llamado a un vigilante, pero no lo hizo. Aprecié su discreción, alabé su disposición a ceder a mi búsqueda. Cuando ella reflexionó en voz alta mientras contemplaba a Vesubio sentí el estallido de una satisfacción íntima. Me sentí incitado a estar a su nivel, aun abusando de la pedantería ordinaria de los años jóvenes La belleza tiene varios rostros, dije arriesgando una opinión que ella, culta y experimentada, podía echar por tierra. No se encuentra solamente en un cuerpo o en la manera de ser o en el mundo de las ideas. Pero a veces coincide en todo ello, mostrándose como el triunfo del azar. Como cuando atraviesa un cometa el cielo y nos sorprende con sus presagios. Entonces, una efímera circunstancia nos hace ver de un golpe cegador, aunque no lo interpretemos, toda la potencia contenida en el alma humana. Y caemos fascinados.


  



(Fresco de la Casa del Poeta Trágico, en Pompeya)


jueves, 11 de febrero de 2021

El viviente llama a mi puerta

 


Este dulce individuo se ha presentado ante mi casa, ha llamado a la puerta y me ha extendido la patita. Creo que se ha dado por satisfecho cuando yo le he ofrecido mi mano. No me ha mirado con languidez sino con satisfacción. Yo también he condescendido. Como saldando una deuda pendiente. Quiero que sepas que no soy mascota de nadie, le he escuchado decir, sino perro avenido al mundo de los hombres. Si te lo pido en algún momento, ¿me acogerías?

Yo he pensado: ¿hablará solo por él o por todos los de su especie? Como he permanecido perplejo y no solo callado ha esbozado un movimiento de boca que a mí me ha parecido risa. Como aquel can de no recuerdo qué dibujos animados. Luego le he dicho: ¿a ti te parece bien pedir asilo en este mundo neurótico y contradictorio de mi especie? No del todo, ha saltado, pero nos habéis contagiado un poco con tanta domesticación y hemos cogido gusto a vuestros hábitos. Varios compañeros míos vienen comentando desde hace mucho, ha añadido, que solo hay que esperar al tiempo oportuno en que os sustituyamos. Ya hemos aprendido bastante, para bien y para mal, de los humanos.

Después ha seguido su camino, sea cual fuere. No me ha dado tiempo a invitarle a entrar. Será que tendría recados. O saldar otras cuentas con gente tan pejiguera como yo. 



(Recordando a Cipión y Berganza, los perros humanos de aquel coloquio tan jugoso de Miguel de Cervantes)



lunes, 8 de febrero de 2021

La que reflexiona

 




En realidad, el abandono es el otro rostro del encuentro, pero no queremos verlo, dijo Annia Numeria. 

El atardecer era cálido. Los nenúfares tapizaban el estanque. Quien más o quien menos de nosotras salpicábamos el agua con los pies mientras escuchábamos a la dueña de la casa. Sí, afirmó nuestra amiga. Damos por hecho que algo que entra en nuestras vidas se va a quedar. Lo que estamos lejos de pensar al principio es que se va a quedar solamente por un tiempo. Que va a permanecer por unos meses o unos años. O incluso aunque se quede toda la vida, y habría que precisar qué entiende cada cual por vida, por su temporalidad, me refiero, no tiene el mismo valor. Porque todo se traduce en valor, eso dijo Annia Numeria. Valor de la disponibilidad de bienes o valor de un acompañamiento o valor para tomar una decisión. Yo ya no cumplo años, y Annia dejó a todas boquiabiertas; quiero decir que no me limito a cumplir año tras año, que no lo veo así, que aunque siga estando pendiente con sorpresa y agradecimiento de esa sucesión de los años, mi visión toma otra referencia; es decir, cumplo ya décadas. Y cuando tienes como referencia décadas, y ojalá los hados que me han favorecido se sigan apiadando de mí, la perspectiva que se le ofrece a una desde atrás se pretende más amplia, aunque los objetos en los que antes se había fijado mi vida se hayan reducido. Esa modificación de paisajes, el fin de tantas situaciones que me fueron provechosas y placenteras, la desaparición de familiares y amigos, incluso el sentido mismo que en su momento tuvieron unos y otros en mi existencia, todo lo que una vez hubo y me ha abandonado me sume en una paulatina tristeza. 

¿Qué tenía Annia Numeria que nos encandilaba a todas? El tono de la voz, prudente y suave, la dicción perfecta que por sí misma rememoraba la refinada educación, el modo en que enfocaba los acontecimientos sustanciales de la vida. Todo eso, sin duda. Pero también la libre disposición a hablar con modestia y desparpajo de sí misma.  Es muy embriagante la edad provecta hacia la que camino, dijo Annia Numeria, tan selectiva para los recuerdos, tan aceptadora para lo común de cada día, buscando rescatar sobre todo y ante todo los momentos de satisfacción del pasado, recordando muy de vez en cuando, por comparar más que por otra cosa, las circunstancias difíciles. A mí no me gusta rescatar las circunstancias adversas, en pocas ocasiones hablo de ellas, pero a veces lo hago porque un pensamiento repentino se precipita dentro de mí y se obstina en castigarme, y también es interesante considerar por qué se obstina, eso dijo Annia Numeria, pero no insisto en tales acontecimientos que, en tantas ocasiones fueron prolongados y fatales. Y no, no es que me abrume la extrema longitud que va adquiriendo mi vida, o solo me abruma cuando los males me hablan con su propiedad más innata, no me refiero a los males morales, que están ahí, latentes, turbándonos día tras día, a los que damos la espalda para no reconocer nuestras debilidades ni arriesgar nuestra posición. Hablo del mal del cuerpo, porque la enfermedad es la expresión que trasciende las conductas y por consiguiente el lenguaje verbal, el movimiento que desplaza los objetivos que nos dieron seguridad y confianza en nosotros mismos, y a través de esa clase de mal, ora lento y destructor, ora improvisado pero no más caritativo, sentimos inequívocamente cómo todo el cuerpo se va precipitando en su caída imparable. 

El discurso de Annia Numeria, con ser severo, era apacible. Sus reflexiones iban muy probablemente por delante de las nuestras. Ninguna osábamos interrumpirla. Las gentes que mueren alrededor de una, prosiguió, me inducen a repasar las vivencias que tuve con ellas, y a otorgar un valor a cualquier tipo de relación que mantuviera en el pasado. Esto ya lo vengo haciendo desde hace tiempo porque muchos de los que nos acompañaron han dejado de ser nombrados y respondidos, muchos ya no pueden observarnos ni corregirnos. Dentro de mí siento el escalofrío de las sensaciones opuestas y emergen los sentimientos más silenciados, prácticamente olvidados. Y de pronto me acecha la tentación de compadecer a esas personas que alguna vez estuvieron en mi vida, y cuando lo pienso, y Anna Numeria puso una sonrisa burlona para sí misma, como adoptando una actitud punible, me abochorno. En realidad no me compadezco de ellas, sino de mí, por haberlas perdido, e incluso antes de que murieran a varias ya las había perdido, y me avergüenzo íntimamente por no haber sabido llegar mejor a ellas, por no haberlas hecho partícipes de mayor compasión, o simplemente por no haberlas preguntado con suficiente sinceridad para saber más y por lo tanto apreciarlas más.

¿De qué me sirve ahora lamentar la desaparición de Fabio, el tribuno que pretendía acercarse a mí con sus sentimientos, que jamás volvió de una de aquellas incursiones a regiones bárbaras? ¿Por qué no supe con claridad de los sufrimientos de mi madre antes de llegar a esta ciudad, donde no tuvo tiempo de disfrutar? ¿Por qué no está mi  primer maestro, de quien no quise aprender lo más importante, a tener más generosidad y tolerancia con cada uno de los seres que pasaron por mi lado? ¿Por qué tuvieron que disolver los círculos de artistas que nos abrían la mente y nos proporcionaban objetivos más satisfactorios que las inclementes peleas de los negocios más ruines? Hasta la pérdida de mi esclavo más apreciado, al que debo tantas horas de escuchas atentas y consoladoras, me hace renegar de los dioses. ¿Comprendéis ahora por que decía que hallazgo y pérdida van de la mano?

No llegaba mucha brisa desde la costa, pero al menos el ocaso nos proporcionaba suavidad. La penumbra aportaba una cierta complicidad que nos hacía sentir mejor. Las esclavas, para sorpresa de algunas de nosotras, también participaban de aquellas meditaciones reveladoras de la dueña. Si hubiese comprendido más a cuantos he tratado, y aquí Annia Numeria se demoró, acaso no hubiera cometido errores, o estos se hubieran reducido. Ya sé que ahora se lleva bastante eso de decir que los errores enseñan, pero es una verdad a medias. Los errores desvían, lo no ejecutado con acierto desplaza, las incomprensiones encierran a los individuos en el redil de la intolerancia y dificulta el entendimiento y, por lo tanto, la feliz convivencia. No obstante se siguen cometiendo porque es parte de la condición humana. Si os cuento esto, y Annia giró la cabeza hacia todas nosotras, como si buscara en nuestros rostros una aprobación para ella misma, no es con vistas a enseñaros nada, pues mis pretensiones didácticas son nulas, sino solo para transmitiros que comparar actitudes y pensamientos que una tiene ahora con los que tuvo antes no deja de ser un juego divertido, que suscita una dosis de sarcasmo en mi interior. Al final acabo agotada por la impotencia. Esa sospecha creciente de que una tiene un tiempo muy justo, y saber que recorrí lugares y gocé de cuerpos y me reconforté en lecturas y fui acogida y bien tratada por vidas que ya no están aquí en nuestra presencia, me genera angustia. Pero ¿no es la angustia sino la fiebre que revela nuestra pequeñez y nos permite ver con claridad nuestras limitaciones?  

En ese instante el anochecer fue silencio. Julia Prócula, que estaba a mi lado, hizo entonces una observación. ¿Os dais cuenta? ¿Por qué estarán tan inquietos los perros, aunque no ladren?




 (Fresco de la Casa del Criptopórtico en Pompeya)

viernes, 5 de febrero de 2021

El que recita

 


Me llaman el rapsoda de los mil versos. Otros, el loco de las palabras. Algunos el sátiro, a secas, porque persigo a los oyentes como Fauno a sus ménades. Sería ingrato por mi parte ignorar a los lejanos vates griegos, de los que mamé. Siguen siendo para mí un modelo. Pero no basta con responder al eco del pasado sino que, como observador del presente siento y vivo la influencia de cuanto me rodea. ¿Son de tu interés los humanos?, me preguntan con frecuencia. ¿O solo cantas los paisajes y las lecciones de la historia? Yo les respondo que los paisajes, que también son cambiantes, van a seguir ahí. Pero que el conocimiento de lo que nuestros ancestros vivieron siempre es diferente, y que a las cosas y a los hombres, con ser difíciles de explicar, se les puede conocer mejor. Los mitos que perviven de otras culturas y que la nuestra ha readaptado siguen siendo expresión rica de la naturaleza de las pasiones. Y ahí un poeta que se precie de fusionar la musicalidad y el contenido de las palabras debe ser ante todo un intérprete de los hombres. 

En cierta ocasión fui solicitado por los Popeos para que declamase durante un banquete en una de sus casas, al que asistían invitados ilustres de Roma. Me sentí honrado pues me habían informado que en uno de los salones estaba representada la imagen del ateniense Menandro, del que conocía alguna de sus comedias. ¿No era como si un poeta de unos siglos antes y de otra región del mundo convocara de manera oculta a un poeta actual? Menandro había cultivado en sus obras el conocimiento de los individuos, esto es, sus defectos, sus vicios, sus maldades, sus ambiciones. Como yo lo comentara me pusieron a prueba. Recítanos algo de aquel griego. Yo eché mano de una poesía muy breve que había corrido generación tras generación entre los navegantes de nuestro mar, que a mí me resultaba soez e injusta, pero que podía condescender en aquel ambiente de comilones ebrios. Recitaré algo sencillo para no interferir vuestras digestiones, les dije. Se titula Los tres males, y con parsimonia, tono preciso y gesto exagerado solté aquello de:

El mar, / el fuego / y -el tercero de los males-, / la mujer.

Una sucesión de risas y pataleo exigía que declamase más, pero me invadió una vergüenza extrema por haberme prestado a hacer reír a aquellas alimañas. Pensé: un poeta no está para hablar mal de nadie y a mí, Celso, nunca se me hubiera ocurrido escribir contra una de las fuentes de mi inspiración. Las musas, que son expresiones femeninas, ¿acaso encarnan lo perverso? La mujer, aun poco considerada por nuestras instituciones y las normas al uso, ¿debe concitar la fama abyecta por el hecho de ser mujer? Y todos estos que están aquí, ociosos y gandules, pero muy atentos a sus negocios, ¿son precisamente ejemplos del buen obrar? Permanecí, pues, en silencio y ellos expectantes. Luego añadí: ¿sabéis, ilustrísimas, que Menandro murió ahogado en el puerto de su ciudad? ¿Cuál de los tres males que él había imaginado en un poema se lo llevó?

Temí que me expulsaran, pero un senador me echó una mano. Nos gustaría escuchar algo tuyo, ingenioso Celso. Una rapsodia épica, por ejemplo, pues motivos tienes para loar las hazañas de nuestros próceres. Esta sugerencia me puso en un brete, ya que algunos sabían que había combatido en las campañas septentrionales de nuestro emperador Claudio y no obstante los éxitos logrados por este mi espíritu no salió fortalecido. De hecho, ni siquiera llegué a escribir nada exultante de los hechos del César ni de sus generales, habiéndome limitado a algunas crónicas que nunca difundí demasiado pues en ellas el enemigo no salía malparado. Lejos quedan los tiempos de juventud ardorosa en defensa del Imperio, me justifiqué y, sinceramente, ya olvidé el oficio de las armas, que es tanto como decir el oficio de la sangre. Leves murmuraciones. No obstante mi tono templado no pude evitar definirme y hubo entre los convidados quien se exaltó. No debe dar vergüenza a un soldado haber batallado por su patria, dijo un duunviro responsable del mantenimiento de la flota, pues de antemano sabe que no hay sangre vertida en vano. Y además un soldado que estuvo en ejercicio sigue siéndolo siempre a lo largo de su vida aunque no participe en batallas, afirmó con dureza. Estos argumentos ya los había escuchado infinidad de veces y ante su mirada, entre despreciativa y condenatoria, opté por callarme. Uno de los anfitriones salió en mi defensa, si bien de manera sarcástica. El otrora guerrero es hoy un bucólico cantor de la paz y del amor, dijo un sobrino de la discutida Popea Sabina, de cuya belleza así como de su mala suerte nadie se había olvidado. Lo único que sabe verter son palabras que seducen a las ninfas y que aderezan con melancolías los recuerdos de los ancianos, apuntilló.

El efecto del abundante vino y la lujuria que algunos de los presentes manifestaban, pues ya se les veía urgir la asistencia de favores, bien femeninos o masculinos, me hizo ser precavido. Para que no se precipitase la tensión que yo había propiciado, el culto senador Lucilo Terencio encauzó la conversación. Poeta pompeyano, ¿te consideras acaso un intermediario entre todo lo que hay en la naturaleza y los oídos que exigen la interpretes? ¿No te parece que cualquiera de las cosas que existen, sean movidas por el bien o por el mal, deben ser objeto de la exposición de un rapsoda? ¿Ves la poesía como un grado de perfección en lugar de una expresión de los sentimientos más profundos? Aquí todos piden con avidez de ti otro tipo de palabras para que les entretengas, pero creo que han llegado a un punto en que tampoco te entenderían. 

Esto no es el foro y menos el senado, tronó una voz aguardentosa al fondo de la sala. Más invitados asintieron con aspereza. Mejor que se dé paso a otros cuyos entretenimientos placenteros hacen pensar menos y actúan más sobre nuestros cuerpos. Aquella voz me salvó de entrar en polémica y todos, desde sus triclinios, extendieron con euforia las copas chorreantes.



(Estatua de Fauno en la Casa del Fauno, de Pompeya)


martes, 2 de febrero de 2021

Moreau y la trompeta de Davis me dejan sin palabras

 



Y es que hay búsquedas infructuosas y lenguajes melancólicos que no se encarnan en las palabras.





(Vídeo: De la película Ascensor para el cadalso, dirigida por Louis Malle)