Fue el primero que detectó lo que se venía encima. Avezado en la defensa de haciendas y dueños tenía sus sentidos sumamente desarrollados. ¿Cómo se llamaba el can? Unos le llamaban Rufus y otros Pugilis. Parecía dominar nuestra lengua y respondía a ambos nombres, pero a mí me reconocía a la voz de Amicus, con una incidencia fuerte en la sílaba mi. Aquel amanecer silencioso, aunque aparentemente normal para la mayoría de los habitantes de la ciudad, el hermoso animal se sintió inquieto. Yo trabajaba para el tabernero y tenía asegurado cobijo y alimento. Conocía bien a mis amos, especialmente a la hermosa Silvia, que me dejaba entrar subrepticiamente en su pieza. Bendita la hora en que sus padres no lo descubrieron, o si alguien sabía de ello se mostró ajeno, bien por bondad o por temor a nuestro enojo, de imprevisibles consecuencias. ¿O acaso nuestro protector no era otro que su hermano Egnacio, que me echaba en vano los tejos? No lo sabré nunca.
La bella bestia se agitó aquella mañana por razones que entonces me resultaron incomprensibles. Yo sabía que era mi cómplice y que nunca se alteraba cuando me adivinaba en la oscuridad de la noche dirigiéndome al encuentro con la chica. Al principio ni siquiera ladró, se movió de un lado para otro tensando la cadena e incluso dejó que le acariciara el hocico. Puse en alerta, no obstante, todo mi cuerpo. Agucé inútilmente la vista en el entorno negro. Afiné mi oído cuanto pude. Dejé mi piel expuesta a la extraña calima que aún duraba de la noche tardíamente estival. De pronto Amicus permaneció quieto. Más bien rígido, como una estatua de las del foro. Se echó en el suelo como si quisiera sujetarse a él. Mirándome con un gesto que yo percibí de desamparo me paralicé. Era algo raro en él, un brioso ejemplar de defensa. Me agaché para un diálogo silente y tranquilizador, y fue en ese instante cuando tuve también la tentación refleja de adherirme al suelo. Algo se movía allá abajo, unos acompasados y aún tenues latigazos que solo parecíamos sentir el perro y yo. Dudé si librarle de la cadena o dirigirme a las habitaciones de mis amos. ¿Estaría Silvia profundamente dormida tras la agitada entrega a mí? La elección fue rápida. El temblor se hizo notar más intenso. Me disponía a acudir donde la familia del tabernero pero Amicus tiró de mí. ¿Fue un acto de salvación o una reacción de celos?
Transcurridos tantos años, y siendo yo un liberto que ha mejorado su condición, le cuento a mi hija pequeña Sulpicia aquel acontecimiento del que el perro y yo no salimos malparados. Cuando le digo que al escapar vimos otros perros encadenados que no podían huir de la catástrofe, a la que les conducía su penosa condición, y que ladraban angustiosamente, Sulpicia llora con amargura. Mira a mi Amicus y este la consuela dulcemente. Aquel can, más adicto a mí que a sus amos, me sigue acompañando en el camino sinuoso de la vida. Quién sabe si no nos necesitaremos de nuevo el uno al otro para salir airosos de alguna inoportuna y repentina desgracia.
* No podía resistirme a escribir esta nueva ocurrencia ambientada en la destrucción de Pompeya. Espero se me disculpe por ello.
** Fotografía de una pintura en el mostrador de un termopolio de Pompeya, tomada del siguiente enlace:
https://www.thisiscolossal.com/2020/12/food-stand-pompeii/