miércoles, 28 de febrero de 2007
Redención
Mientras el hombre se encierra y ensimisma en su gabinete, ella lee. Él ha convertido la habitación grande en un taller revuelto donde los tarros de pinturas se retuercen en estado bruto y las mezclas pringosas se escurren de los cuencos de barro. Los esbozos a carboncillo se desparraman por las mesas y los apuntes de exterior bailan por la tarima. Ha arrasado la pureza de la estancia, pero vive una fusión con ella. Su espíritu alterna agitación y derrumbamiento entre los trastos. Hay momentos en que se alza para alterar la posición del caballete y escrutar con mirada nerviosa las pinceladas que van quedando en el lienzo. Busca las distancias, efectúa recorridos circulares en torno al cuadro en ciernes, superpone colores. Pero de repente, sucede lo contrario: se queda rígido, permanece confuso, se deja caer y se acurruca renegado entre los muebles acumulados en desorden. La suciedad le toca. Es un territorio prohibido. Más allá de la cámara de la creación, la mujer se evade. Se respira una calma chicha por toda la casa que ella, conocedora del mundo marino, distingue bien. No obstante, no se encuentra tensa. Está acostumbrada y sabe aprovechar el fluir de esa relativa tranquilidad, acabe como acabe. Es una lectora accidental, y últimamente bastante compulsiva. Cuando vivía en la ciudad mundana leía, pero de otra manera. Buscaba las horas nocturnas, los tiempos muertos en sus quehaceres, las esperas en un café, las navegaciones entre las islas del amplio estrecho del mar del Norte. Ahora, en este apartado yermo a donde ha ido a parar tiene todo el día. Al principio, y a pesar del invierno que dificultaba las salidas, dedicaba más horas a la curiosidad y al conocimiento de los alrededores. No es que ahora salga poco, en absoluto, el sol se lo exige y al mostrarse la naturaleza más alegre y variada ella no rechaza el reencuentro, más bien lo persigue. Necesita tanto la fecundidad del paisaje, los brillos de la luz, el encantamiento de las plantas, la agudeza de los olores. Dispone de abundante tiempo. Y se deja llevar. Los días en que el desasosiego interior le apura o la falta de entendimiento con el pintor la desaira, lee más. Es una reacción en la que se afirma y a través de la cual conjura los desencantos. Y esto de vivir en el alejamiento tiene su lado benefactor, piensa. Pero a falta de novedades, bien está retomar antiguas lecturas, se justifica. Lee de pie, o se sienta en un rincón luminoso, o se acerca hasta la ribera del río como si leyera pasajes a las ranas. Se adapta al medio. Una misteriosa combinación de necesidad resistente y de inteligencia placentera la impulsan a llevar con ella casi siempre un libro. Y así, repasa muchos relatos que no han variado, contenidos en esos volúmenes que la acompañan siempre, vaya donde vaya, porque son como una herencia labrada por ella misma. Curiosamente, cada vez que relee una de esas viejas historias la ve nueva. No tanto por el argumento, que no se ha alterado, como por la captación de matices, por la valoración que ella hace de significados. Recuerda el momento en que leyó por vez primera el libro. Quizás cuando acababa de conocer al hombre o cuando pasó una temporada en una provincia de clima menos húmedo para preservarse de ciertas dolencias respiratorias o puede que cuando viajó a una región nórdica con su padre porque éste tenía que cerrar un negocio. Lo que leía le parecía entonces innovador, atractivo y hasta complementario, esa sensación de que era parte de la formación deseable a cierta edad juvenil. Pero había una distancia de espectadora con el texto. Hoy no. Lo que lee ahora le responde, le reconforta, le satisface. Ya no busca por buscar las definiciones o los descubrimientos, sino ratificar lo vivido. Es ella quien añade acción o introduce interpretaciones o desarrolla posibilidades en la novela. Llega un momento en que tiene la sensación de estar reescribiéndola, y entonces se ruboriza por tener esa ocurrencia desmedida. ¿Puede ser ésa la forma de redescubrir los continentes de la vida? ¿Acaso persigue de esta manera la supervivencia? ¿Anhela lograr así cierto tipo de redención? Apenas ha pasado la página del último capítulo, cuando la puerta del gabinete de pintura se abre. Una bocanada cromática se fuga hacia el resto de las habitaciones.
Búsqueda
Han subido hasta una loma. Las palabras, tan huérfanas. Sopla un viento ligeramente cálido. Las miradas, evasivas. El arroyo desciende plácido hacia el valle. Se espían, se escudriñan. Llega hasta sus oídos el suave fragor del agua cuando sortea los pedruscos desprendidos de la ladera. Están atentos a un gesto cualquiera, prestos a la primera concesión. Una bandada de nubes se despliega presurosa. Se ojean. Asombra la aparente fragilidad de los árboles. Hay visiones diagonales, observaciones solapadas. El territorio se dispersa entre colores encendidos. Un simple resoplido de uno pone en guardia al otro. Con el aire llega un tenue aroma a tierra húmeda. Se distancian para evaluar su posición respectiva. La hierba absorbe las sombras de unos cuerpos. Se aproximan para tantearse. La tarde permanece impasible. Ellos, así tan inmóviles. Unos reflejos de fuego se desdoblan en el cielo. De pronto, un giro hacia sí mismos. Habla el trueno. Ellos se contraen. El aguacero irrumpe. Se buscan. No hay refugio. Se prueban.
martes, 27 de febrero de 2007
Vacilación
lunes, 26 de febrero de 2007
Instalación
El caballete observa. El caballete no es un mero soporte. Ella dice que es un esqueleto. Pero al hombre le parece un ojo. El nivel de su mirada. Un puesto de observación desde el que otear la obra. Una tramoya que va a sostener primero un lienzo virgen. Después, la previsión. Más allá, la escena. Al final, el misterio. El caballete espera. Apenas acaba de ser desembalado, como la mesita alargada, como la sopera de porcelana heredada de la vieja casona hanseática poblada de nieblas y destellos nocturnos. Aún está todo en tránsito. Hoy la luz del día, abierta y generosa, ejerce de maestro de ceremonias. Es un buen momento. Instalar los objetos es fijar una identidad. A veces ésta es efímera, circunstancial. Siempre se pueden cambiar los muebles de posición, trasladarlos a otro cuarto, asentarlos con otra perspectiva. El caballete exige un trato de favor especial. Él dirá que único. Debe haber un diálogo incesante con la luz y con el maestro. El hombre lo ha movido, lo ha colocado en diferentes posiciones. De pronto decide olvidarse de él. Lo deja clavado en medio de la habitación. Lo ha rodeado, ha entrado y salido, ha pasado a la estancia del fondo, incluso se ha escapado al jardín para contemplar desde fuera el efecto de lo diáfano. La travesía de los interiores. Es tan importante para un pintor la mirada de los objetos como la propia. Siempre la búsqueda difícil. Centrar ese punto que le dé comodidad, aunque luego deje de existir. No es la primera vez que lo que ha pintado se le ha logrado por abandonarse al azar y desviarse de una centralidad perdida. Desde que viajó por Italia, el hombre no es tan maniático para distribuir los puntos de trabajo. Los maestros italianos se empapaban de la circularidad de la vida, le comenta a ella. Sus talleres no eran sino el esbozo de lo captado en las calles, en los paisajes, en los aposentos, en los ojos de los mismos personajes que deseaban hacer perdurar. Trasladaban la visión exterior a una cámara íntima donde prolongar lo observado y proyectar su manera de verlo. Que era su manera de vivirlo. El hombre se siente impelido por la arquitectura del sueño. Se ha mostrado inquieto estos últimos días, pero hoy se torna más agitado. Necesita que todo se detenga. Ella teme molestarle y procura no rozarse demasiado con él. El sol es una excusa para parar poco dentro de la casa. El hombre que va a pintar empieza a entregarse al artificio, a la preparación. Se vuelve huraño y recoleto. El traslado incesante, la estación que avanza entre la mudez y el despertar, las visiones que no puede controlar por más tiempo le exigen desenvolverse ya en otra dimensión. Si ni siquiera él permanece, mayor razón para dar carta de naturaleza definitiva al caballete en esta nueva casa. Ha ido hacia un rincón donde los baúles preservan el secreto de los colores. Se pone en marcha el vínculo entre las herramientas y la intención. No importan las horas. No acucian los silencios.
domingo, 25 de febrero de 2007
Añoranza
Exploración
Ha vuelto a nevar. Los días de tímido sol parecen ahora un simple espejismo. Los dos han madrugado. Les espera una marcha complicada al pueblo. Necesitan avituallarse y pasar por la parada de postas a recoger el resto del equipaje. No conocen los alrededores. Y un día con tanta densidad de nieve no propicia el descubrimiento de la zona. De momento se adentran por caminos de arduo trazado, casi ocultos, donde el trineo va dando saltos, mientras a dúo sujetan con firmeza las bridas del animal. La primera visión que les llega es que el paisaje se diluye. La primera sensación que perciben es que agobia más el exterior que la casa. Al menos, y ambos coinciden en ello, ésta, tal como se halla configurada, transmite alivio, serenidad, desahogo. El bosque no. El bosque se vuelca, les comprime. El cielo tan caído, las copas de los árboles trenzándose y la espesura de la nieve les reduce y les alienta sólo hacia la huída. Van pero no disfrutan. Demasiada pesadumbre en un paisaje al que ella, sobre todo, no está acostumbrada. El hombre, sin perder el control del transporte y la orientación de la ruta, intenta evadirse. Por ejemplo, trata de establecer paralelismos con los espacios de la vivienda. En la travesía del bosque también hay contrastes de claroscuros, pero más apagados, o que se imponen más unos a otros. No obstante, la blancura, opina, es más uniforme, más inerte y monótona. Pero la sustracción no rehuye la observación. Sus ojos registran la frondosidad cómplice de los árboles y el misterio de su afinamiento hasta desaparecer los troncos misteriosamente entre la nieve. Su mirada se carga de matices, de variaciones, de iluminaciones, también de obscuridades. Imagina el subsuelo, dibuja en su mente una idea del territorio en otra estación del año. La espera, la desea, pero necesita apropiarse de los grises y las sombras, de la inexistencia de la vegetación, de la desaparición de las referencias, de esta especie de vacío que se les impone. La mujer se encoge según avanzan en dirección a la aldea cercana. Ella no ve de la misma manera el entorno. Viene del mar, allá donde el frío del Norte también la acucia, pero donde los sonidos son más alegres y las luces hacen guiños y el viento huele a salinidad. Aquello, al menos huele a vida, le dice.
sábado, 24 de febrero de 2007
Reconocimiento
Entrada
viernes, 23 de febrero de 2007
Carta al blogger Abdel Karim Suleiman
viernes, 16 de febrero de 2007
El eclipse
De vez en cuando recalo en Kavafis. Al alejandrino hay que leerlo y recitarlo dispersamente. Y siempre, tras alguna escala en la travesía. En Kavafis hay nostalgia, pero también sedimentación. Y sus evocaciones suenan a certezas. Ese estado difícil que nunca se suele hallar salvo cuando ya casi nada es posible. Entonces un paseo por alguno de sus poemas adquiere un tono de fusión. Pero también de desnudez, la necesidad de reconsiderar las vivencias como hijas del azar. Esa tarde el eclipse nos había sorprendido bañándonos entre las rocas de la pequeña isla que miraba hacia Anatolia. Todo quedaba lejos: los territorios de origen, los quehaceres, las separaciones anteriores, los proyectos inmediatos, los olvidos. Lo admirable de las travesías que se prolongan es que te hacen creer que no vas a volver jamás a tu condición anterior. No es que te preocupe que el recorrido vaya a tener fin; eso te lo esperas. Sino que confías al menos en que todo lo que has navegado no implique obligatoriamente el retorno. Al menos, no con todas sus consecuencias. El eclipse de aquella jornada abrasadora fue un presentimiento. Queríamos y no debíamos mirar el cubrimiento del sol. Queríamos y no lográbamos alargar los días que se revolvían contra nosotros mismos. Los dos podíamos vivir en el vacío y amarnos en su plenitud, pero nunca obscureciéndonos el uno al otro. Nuestros ojos se apartaron de aquel fenómeno cenital y buscamos refugio bajo una concavidad donde las olas cubrían de espuma nuestros pies. Ella abrió el pequeño tomo de poemas de Kavafis y traduciendo del griego lo dejó muy claro:
La delicia y el perfume de mi vida es la memoria de esas horas
en que encontré y retuve el placer tal como lo deseaba.
Delicias y perfumes de mi vida, para mí que odié
los goces y los amores rutinarios.
A la mañana siguiente, tras una noche donde nos consumimos con furor pero sin esperanzas, yo la abandoné.
(Tsantakis guardó una foto de ella, que me envió años más tarde)
jueves, 15 de febrero de 2007
Una máscara lleva a otra máscara...
¿Por qué querrá la chica de hermosos ojos negros ponerse la máscara de chico? ¿Cómo trasgresión, como curiosidad, como ejercicio? He ahí para qué sirve una máscara: para ser otro. Para creerse ser otro. Para intentar comprobar la distancia. Para salir de sí mismo, sin salir del todo. Para representarse en un papel ajeno e imaginar. Sin embargo, ¿cuál es la verdadera máscara en esta imagen? ¿La de cartón que sujeta ligeramente con las manos? ¿O la que exhibe con aparente gravedad ausente, desde su cabellera despeinada y sus espejas cejas de carboncillo? Probablemente es la cámara la que le presta la función. La que entra en liza y multiplica el resultado. La niña se altera, es decir, deja de ser ella misma. ¿Se está poniendo la máscara o se la está quitando? ¿O se trata simplemente de un tiento y un disimulo? Anteriormente habría ensayado ante un espejo o ante el regocijo de otros niños. Ante el espejo se autoafirmó: la necesidad de contemplarse y dudar ante el propio reflejo. Ante los espectadores, se consolidó: la necesidad de los testigos. Ante la cámara fotográfica se consagró: la necesidad de la evasión. Es fácil concluir que el recurso a la máscara entre los niños es un juego. Pero el juego siempre es una excusa y también una llave que abre las puertas más selladas e ilumina los rincones más obscuros. Luego, ¿no es el juego una iniciación, una prueba, un desafío? Llevándolo a otro terreno, hay quien opina que la máscara proviene de los tiempos de infancia de la humanidad. Cuando las magias primitivas potenciaban un mundo simbólico y protector. Pero, ¿es que la humanidad ha tenido infancia? ¿A qué viene esa acepción dudosa sobre los orígenes de la especie y de la lucha por la vida más esforzada y en las condiciones más arduas? La falsa moral de nuestra época ¿pretende acaso que los tiempos actuales son un tesoro de madurez, cuando cada día tenemos mil y un ejemplos de insensatez, de brutalidad, de destrucción, de riesgos? Una máscara lleva a otra máscara lleva a otra máscara...O tal vez hayan fallado todas las máscaras. Y los humanos no sepan ya ni conjurar, ni exorcizar, ni purificar. ¿Y la Razón? ¿Habrá quedado como máscara obsoleta? ¿O puede seguir siendo todavía la carta que rompa la baraja?
miércoles, 14 de febrero de 2007
Concerti grossi
Ha puesto un disco con los Concerti grossi de Corelli y escucha. Cualquier otra actividad que en ese momento pretenda ejercitar en paralelo es dejada de lado. Nunca ha entendido muy bien eso de leer o de escribir o de limpiar o de mirar el mar con música de fondo, pero con Corelli menos. Él es un hombre de concentración absoluta y única: o hace una cosa o hace otra; y sí, sabe que hay acompañamientos, respaldos, fondos, ambientes, pero no es lo mismo. Corelli le exige. No porque implique dificultad, sino porque primero le despoja y luego le arrebata. Le exige su entrega, su concesión, su desvío. Corelli le obliga a desviarse de la contundencia y de la centralidad de sus búsquedas. Debe alejarse de la exploración del lenguaje, renunciar a la indagación, traicionar la seguridad de los conceptos, ignorar las presencias. Él ignora hasta su propia presencia, porque los grossi le regatean la conciencia y le empujan hacia las tentaciones de la melancolía. Es demasiado mayor para ignorar los peligros de la nostalgia. Se siente ya demasiado curtido para desconocer los riesgos de recrearse en lo inexistente. Sin embargo no tiene suficiente fuerza para impedir la acometida despiadada de los pensamientos sin retorno. La memoria le presta momentos de lucidez, pero también de flaqueza. Cuando intuye que un olor o una mirada o una fotografía o un sonido o un encuentro va a levantar alguno de los paisajes de su pasado, vibra y se relaja, pero a continuación, salpicado por un instinto superviviente, hace oscilar su cuerpo para reafirmarse. Sabe que con Corelli le sucede con frecuencia. Le cuesta ponerse a oír al barroco. Hay un precio que pagar ante los grossi, y a veces lo paga. La moneda de la melancolía es tan impura como cualquier otra. También con ella efectúa un intercambio. Se arriesga al desfallecimiento, pero se apodera de otra estética. Sabe que la estética de la emoción no es siempre la conciencia de la ausencia. Y que de alguna manera le libera, aunque sea del instinto de perecer antes de tiempo. De resistir los embates de la soledad justiciera. Entonces, si lo sabe, ¿por qué se siente debilitado y advierte que una presión le embiste y le levanta el pecho? Se pregunta acuciado si la estética existe o no en sí misma. ¿Qué movimiento de su vida se alza de entre los tiempos marchitos y las realizaciones muertas para reencarnarse en angustia? Prendido entre la música y el recuerdo del tiempo, el hombre mayor desearía rebelarse. Pretende, en sus ensoñaciones febriles, ser capaz de nuevas tentativas y renovados devaneos. Pero, ¿quién atenderá sus solicitudes, quién le escuchará, quién aceptará sus menguados esfuerzos sino el rumor de la alameda cada vez más angosta que le cerca?
(La fotografía de la arboleda es de Roman Loranc; grabado representando al compositor italiano Arcangelo Corelli; manuscrito de una sinfonía de Corelli)
martes, 13 de febrero de 2007
El raíl
lunes, 12 de febrero de 2007
Los hombre grises
No son alienígenas, ni zombis, ni aparecidos, aunque recuerden a las almas en pena. Son los hombres grises. Viven entre nosotros, disimulan y hasta se muestran hábiles. Si se les tuviera que definir para saber a qué tribu pertenecen resultaría difícil. Y sin embargo, están al otro lado del tabique de nuestras viviendas, se sujetan a la misma barra del autobús, te cruzas con ellos en el taller, juegan la partida, se acercan al supermercado o se les ve entrando a los estadios. Obviamente, se levantan también por las mañanas, no todos; se ponen en movimiento con displicencia, se conducen formalmente como el común, acatan las leyes, o al menos eso aparentan, y ponen permanentemente cara de circunstancias. Les gusta comportarse como si estuvieran al tanto de todo, aunque no dicen nada. Visten discretamente, se desplazan con atonía, algunos se muestran con desenfado e incluso hasta canturrean y silban como si se mantuvieran en permanente relajación. Gustan así mismo de quererse enterar de todo lo habido y por haber, buceando siempre en chismes y dimes y diretes. Hacen preguntas simples para obtener respuestas simples. La opinión les espanta, la complejidad de los hechos les ahuyenta, la indagación les perturba. Se conducen con aquiescencia y dan el parabién con simpatía, e incluso algunos de ellos ofrecen un don de gentes que la primera vez que te los encuentras te parecen encantadores. Luego son monótonos, recurrentes y escasamente imaginativos. Aunque adquieren el prototipo de hombre o de mujer, en realidad no está claro si tienen sexo. Demasiado clónicos para revelar un signo tan excelso de vida. El tufo de aparente felicidad que exhiben casi da el pego, pero no resulta convincente. Podría afirmarse de ellos, eso sí, que están absolutamente integrados. Si por integración se entiende decir amén a todo, tragar lo que les echen, entregar la primogenitura por cualquier plato de lentejas, aunque estén podridas. Para ellos, la existencia es dejarse llevar. Son maleables, impermeables y opacos. Son del mismo material del que se revisten. No se mueven ni por ideas ni por ilusiones ni por proyectos. Nunca se sabe si avanzan o retroceden, pero ocupan el espacio, y los oportunistas, los negociantes y los vendedores de la feria política se sirven de ellos para justificar con ese espacio ocupado sus ansias. Algunos son funcionarios, pero la mayoría de ellos hubiera querido serlo. Les obsesiona la inseguridad, les confunde la diferencia, les bloquea la libre expresión ajena, les despista la espontaneidad, les desborda la información plural, les inhabilitan sus propias acechanzas. Fuertes en grupo y pusilánimes en soledad, esta especie se refugia en una sonrisa agabardinada hasta la consumación de los siglos.
(Esculturas de Juan Muñoz)
domingo, 11 de febrero de 2007
Abandono
Te abandonas, buscas el silencio a tu alrededor, extiendes el cuerpo, te echas los cabellos hacia atrás con las dos manos, marcando surcos con los dedos, en una especie de pretensión simbólica por librarte de los pensamientos rebeldes, invocas la serenidad, te apremia la quietud, dejas que las sábanas se reencuentren con tu calor, respiras profundamente saboreando el oxígeno y lo agradece tu plexo, masajeas tu barba lenta pero repetidamente advirtiendo su firmeza, esa barba sorpresiva a la que recuerdas en una oriundez extraordinariamente pelirroja, ya traicionada, echas un último vistazo a los colores, a las imágenes, a las letras, a las formas, antes de fulminarlos a todos al pulsar el interruptor de la luz, vas entrando en una disolución de tus energías, te entregas a una lasitud vaporosa que exige que los acontecimientos del día deban ser arrinconados, tratas de alejar todo lo más que puedes lo experimentado durante las últimas horas, te liberas de tus extremidades, trazas con ellas un mapa lo más inconsistente posible, las dejas extraviadas, instalas la anarquía de las posturas, abarcando direcciones contrapuestas, necesitas notar la ausencia de gravedad en los territorios de tu cuerpo, precisas simplemente no sentirte, requieres que tu espina dorsal se distienda llevando los nervios al punto cero, ahuyentas las inquietudes que te envaran, las encierras resolutivamente en el cuarto de atrás, en el de la dilación, ejercitas un desperezo que busca hermanarse con el que arrancaste al despertar, cerrando el círculo de la jornada para que puedas percibirte centrado en él, sepultas la mecánica y los rituales recurrentes que han tensado durante las horas del día todo tu organismo por aquello de ganarte el pan y la bolsa del supermercado, has colgado tu rol de una percha invisible, te esfuerzas por arrinconar las preocupaciones sobre lo irrealizado, marginas las insatisfacciones de lo que has hecho y no te ha gustado, niegas con una moratoria refleja todo lo que te acucia, sabes que cualquier fijación repercutiría en la búsqueda natural de tu estado silente, y que desbordaría tu duermevela, sin embargo no puedes evitar hacer un guiño a alguna de esas memorias recónditas que se resisten a alejarse de ti, una imagen fugaz de ti mismo sobre una infancia ya lejana, la visión de tus padres, el ritmo de los viajes que no cesan, los iconos de las mujeres que has amado, las deudas que aún te martirizan, la opacidad de tantos quehaceres a los que te has obligado, en fin, esa retahíla de circunstancias que te afirma y te distrae, pero te urge ahora tu propia ausencia, no quieres encontrarte aquí durante el período inmediato en que te van a acoger las sombras de la conciencia, entregas las llaves a un fiel portero de noche, el mismo que abre las puertas sólo a los misteriosos visitantes de paso de los vastos parajes que anhelas recorrer ya, y los presientes, adviertes que los raíles se mueven bajo tu cuerpo, cada vez con un ritmo más fuerte, más poseedor, viajas en un tren nocturno cuyo traqueteo te introduce armoniosamente en ese trayecto hasta el fondo desposeído de tu imaginación donde, cual orate, se desmadra para enseñarte ciudades nuevas, y comienzas a vislumbrar otras vidas entre las tinieblas que han calado en ti, que se ha apropiado de ti, otras luces, otros trazos, otros sonidos, otras apetencias, ya estás viajando y tu itinerario se va desenvolviendo en unas dimensiones que no identificas y de las que ignoras si retornarás...
(Fotografía del ruso Referee)
sábado, 10 de febrero de 2007
Inminencia
Venus de febrero
No sé si el nacimiento de Venus se produjo en febrero. Los días alternan mucho su carácter y se vuelven humanos. A los momentos de euforia se suceden los melancólicos, cuando no los abrumadores. Y el sol se disputa con las nubes y éstas extienden dominios que parecieran triunfantes y de pronto se rasga la masa informe de la sombra y las luces guiñan de nuevo. Un totum revolutum se adueña de febrero, desorienta las mentes y perturba las conductas. Tradicionalmente ha sido así. Pero hoy la especie autocalificada con altanería sapiens, y sus tribus, que se han inventado el mundo paralelo de la civilización y de la cultura cual si se tratase del único mundo posible, no entienden muy bien a esa naturaleza a la que consideran servil y en función de sus necesidades. La observan obtusamente distantes, la intentan controlar despiadadamente, la adecuan ingenuamente a sus fines, la convierten inicuamente en objeto mercantil y productivo. Suenan vientos de guerra sobre la naturaleza que envuelve a la Tierra. No está nada claro que la especie en cuestión trate de poner lo suficiente de su parte por mitigar la herida crucial, tal vez mortal, que se abre en profundidad sobre la atmósfera planetaria. Algunas culturas establecidas viven desde hace tiempo de espaldas a las leyes naturales y otras emuladoras aspiran igualmente a ignorarlas. Con este panorama, urge invocar más que nunca el Nacimiento de Venus. Uno desearía la regeneración y el triunfo permanente de la vida más allá de las tareas y de los meses. De lo contrario, los mitos más primitivos apenas serán sino un ancestral cuento sin significado y los humanos se consolidarán exclusivamente como piezas de la gran y alienante maquinaria productiva.
(Fotografía del griego Tsantakis)
jueves, 8 de febrero de 2007
La carta (póstuma)
Siempre, Vladimiro.
miércoles, 7 de febrero de 2007
60 años ¿no es nada?
Una fotografía que hoy cumple sesenta años. ¿Qué ha cambiado en este tiempo? Todo. El paisaje. La construcción abundante de hoy lo irreconoce. La tribu humana. Calculo que sobreviven media docena más o menos. La moda. ¿Quién recuerda la fortaleza rígida pero segura de los gabanes? La actitud. El bienestar de los vencedores (algunos no tanto) La satisfacción. Todos han disfrutado hasta hartarse del menú casero y generoso del norte. La sociología. El resultado de la guerra aún reciente aportaba a la boda cinco curas al menos, un comisario de policía y un periodista de la España tradicional. El paisanaje. Aunque en desigual composición, hay paisanos de paisajes opuestos, aunque no se note. La toma fotográfica. ¿Qué tenían aquellas viejas leikas que hacían pintura de un grupo tan bizarro? Ignoro por qué no aparecen los novios. ¿Habrían partido ya para el viaje a la familia eterna? Él no estuvo ahí, pero se encontró a partir de ahí.
Y el viejo tango, tan canturreado entonces, parece surgir del frío y la lluvia del febrero lejano. Ese mismo tango que él oyera tantas veces cantar a la novia que un día le parió...
"Sentir...que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra. Vivir...con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez...Y aunque el olvido, que todo destruye, haya matado mi vieja ilusión, guardo escondida una esperanza humilde que es toda la fortuna de mi corazón."
martes, 6 de febrero de 2007
La última máscara
domingo, 4 de febrero de 2007
Un cuento (de carpas) chino
sábado, 3 de febrero de 2007
Un sueño simple
La otra noche soñó que se había muerto. No que se veía muerto, sino tan sólo que aquello le había acontecido. Que la gente comentaba de él que había fallecido. Era ese decir de él lo que identificaba su fin. En el sueño, se encontraba con amigos y le espetaban, sabes, F, él, se ha muerto. Ni siquiera le decían te has muerto. Y puesto que la gente transmitía esa información sobre su desaparición, se imponía como verdad. Ficticia verdad. Hablaban de él ignorándole. Y esta ignorancia le mataba. Ese temor a haber perdido el reconocimiento de su presencia cotidiana le llenaba de indignación. No hubo ni una sola de las fases del sueño en que no pugnara por hacerse valer, por demostrar que seguía allí, que era el mismo de todos los días. Se mezclaba con los vecinos, tomaba el autobús, entraba en la carnicería, se arrimaba al paseo con otros jubilados, y todo su afán era que quedara evidenciada su permanencia. Urgía su prueba en la necesidad de aceptación. Pero los habituales daban carta de crédito a las palabras que habían llegado por el viento y aunque él se mostraba y se ofrecía y recababa su comprobación física ellos no le identificaban. Le hablaban los demás como si fuera un advenedizo o simplemente otro individuo. Todo su esfuerzo se proyectaba en gesticular, en elevar el tono de la voz, en potenciar aún más su vehemencia, en recordar anécdotas, en insistir en acontecimientos compartidos, en citar fechas. Tal ahínco ponía en su labor probatoria que en los momentos más alejados del sueño profundo advirtió que los brazos se le agitaban nerviosamente, que daba patadas a las sábanas y que su cuerpo giraba vacilante y violento sobre la cama. Incluso llegó a percibir desde su recóndito y obsesivo territorio del descanso que emitía voces confusas y que algún que otro grito abortado traspasaba imprudentemente los tabiques del piso. La travesía del sueño se trocó cada vez más angustiosa. Él, que solía leer para imaginar otras vidas, se sentía preso de una de sus lecturas. Nunca creyó que la insistencia de las palabras pudieran ocultar la misma existencia de un sujeto. Y aunque siempre había comprobado su poder, a veces siniestro, no había imaginado hasta qué punto eran capaces de sobreponerse a la dimensión de las vidas. Sorprendentemente, cuando ya lo daba todo por perdido, un episodio de aquella ensoñación alevosa y perturbadora de la otra noche le trasladó en el tiempo. Personajes de su infancia ya difícilmente reconocibles salían a su encuentro entusiasmados. De entre los ribazos de un arroyo apareció de pronto una amiga que había muerto en plena niñez. Ella no dijo nada. Le sonrió con un rostro abierto de vida y le tomó de la mano. El río dejaba escapar un rumor manso.
Ha cogido un libro de Vergílio Ferreira, Pensar. Lo abre al azar, lee a vuelapágina...
La hora del final. Oigo cada vez más cerca el reloj que la va a dar. Me intriga. No me aflige demasiado. Es mi modo de elevarme por encima de lo vulgar, de mí, a quien duele mucho e intriga poco. Cosas, lugares, incluso afectos, a partir de cierta edad no pertenecen a la realidad sino a la memoria, donde su destino ya sólo es de cada cual. Sin embargo, hay una desesperación mansa en nosotros por no haber realizado, no exactamente lo que se llama el “sueño”, porque tener un “sueño” ya es saber lo que es, sino lo que trajera la paz por haber agotado todo lo posible, lo que en nosotros quiere responder a una luz incierta que nos habla y no conseguimos escuchar, que habla pero no sabemos de qué. Tengo en mí más posibilidades que todas las realizaciones que haya podido realizar. Pero lo más insoportable es que esas realizaciones dejen absolutamente intactas esas posibilidades. Como el hígado de Prometeo, las posibilidades se reconstruyen inmediatamente después de haber hecho efectiva una realización. Como el vientre de una mujer que queda entero para otro hijo. Una realización existe en sí misma, y por tanto no existe en la posibilidad que se es. Y eso es lo que nos llevaremos a la muerte, ese fallo enorme de nuestra imposibilidad. Y eso es lo que más duele ante los avisos del final: esta absoluta nulidad de lo que he hecho y la alucinación de hacer, antes de que llegue la hora.
(La pintura sobre el hombre caído es del pintor polaco Marek Zulawski; aquí encima, fotografía del escritor portugués Vergílio Ferreira)