"...Y es que en la noche hay siempre un fuego oculto". Claudio Rodríguez





lunes, 29 de noviembre de 2021

Aquella alumna que miraba o no miraba (Serie negra, 51)

 


Parece que miro, pero no miro. Y eso que nos han dicho que estemos pendientes de lo que nos diga el fotógrafo. 

Quieren que sea la foto del curso. Esa fotografía que hay que poner en una pared o sobre una cómoda en casa. De dos en dos. Pulcras, ordenadas, modosas. La imagen perfecta para la posteridad. No miro. He abierto los ojos y he permanecido relajada. Mi compañera estaba más pendiente. Lograba una imperturbabilidad más natural. Yo no. Yo estaba fuera de todo. Un rato antes me habían castigado y tuve que hacer el esfuerzo de aparentar. Estar ahí delante y a la vez no estar en ninguna parte. Los castigos duelen más después de cumplirlos. ¿Lágrimas? En la fotografía que observo ahora en la distancia de mi vida no veo rastro de ellas. ¿Lloré o no lloré? Ahora que lo pienso mis lágrimas siempre fueron una corriente vertical que subía desde el estómago y luego descendía para no alojarse en ningún espacio. Tal vez se diluían en la indiferencia. No hacer caso. Creo que el secreto de no llorar en público es procurar ajustarse a una circulación interna y, por lo tanto, oculta. En la soledad llorar podría ser algo diferente. He llorado en ocasiones en exceso, pero nadie se ha enterado. Nunca di a nadie el gustazo de que me vieran llorar. La gente lo considera como un acto de contrición, de arrepentimiento por algo que no has hecho bien. Llorar por un mal, llorar por sufrir escarnio, llorar por impotencia, llorar por ser ignorado.

Formas diferentes del dolor. Hay a quien le gusta ver llorar al otro. Todo el mundo llora, por lo tanto si lloro no me acomplejo, parecen pensar. Conmigo no lo lograron. Siguen sin conseguirlo. Esa actitud mía era entonces peligrosa. Todavía lo es. Quiero decir que ha tenido siempre riesgo para mi integridad. Podía ser interpretada como niña díscola y suscitar doble castigo. O como un ser insensible nada presto a la colaboración. Pero yo me esforzaba en entregarme a los demás. Ocurrió en ocasiones. Tragué mi rabia cuantas veces alguien reaccionaba de modo condenatorio contra mí. ¿Por qué habría tenido que manifestar con lágrimas un disgusto o desacuerdo o bronca que me afectase? Hubiera sido lo fácil. Pero ignoro cómo nació en mí esa resistencia a mostrarme débil. ¿Se trataba de eso? ¿Que no soportaba la idea de debilidad? Hay gente que tapa su fragilidad con una dureza formal exagerada. Aparente. Un rostro apretado, la mirada analítica y escrutadora, sus movimientos bruscos, gesto de estar por encima de ti. O simplemente el alejamiento. Cualquier comportamiento de este tipo le delata. ¿Que tenía confundido a todo aquel que tratara de zaherirme o hacerme la vida imposible? Me daba resultado. Me sigue dando. Acaso por eso me temen y saben que soy tan fácil de tratar como invicta si me atacan. Dejo que accedan a mí pero paro en seco cualquier intento que perjudique siquiera al instante. 

Parece que miro, pero no miro. Mi compañera quiere esbozar un interés que yo rechazo. ¿En qué pensaríamos cada una de nosotras? Miro ahora a ambas y me pregunto si nos estaba emocionando el momento. Acaso yo seguía dando vueltas a la puntilla del cuello de la bata que exhibía mi vecina. Hoy me parece tan banal como yo tan alejada de la circunstancia. Pero, ¿ha cambiado algo dentro de mí desde aquella fotografía entrañable que contemplo?




(Fotografía de Jean Marie del Moral. Una escuela en Turquía, 1987)

sábado, 27 de noviembre de 2021

Impasible el ademán (Serie negra, 50)

 


A veces los gestos engañan. Lo que puede parecer ascenso es en realidad hundimiento. 

Eso dice Faustino cuando hablamos del pasado. Nosotros íbamos allí convencidos. Nos llevaban, de acuerdo. Autobús y bocadillo pagado. Hasta los más tibios iban. Acaso por miedo. Algunos por medrar y demostrar que eran afectos a la situación. Además ya se sabe que sentirnos dentro de la grey ayuda a superar las dudas personales. Todos juntos en unión, cantaba el himno que casaron con el otro de impasible el ademán. 

Faustino empina otro chato de tinto y la frasca va mediada. ¿Las dudas o el miedo?, pregunto. El miedo genera siempre más dudas y, desgraciadamente, certezas bastante desdichadas. O estabas con ellos o ellos iban a ir contra ti. Hay un tono triste en la voz de Faustino. Acaso por eso aceptamos. Efecto de la tierra arrasada. Y nos dejamos llevar como reses mansas. No había salvación fuera de aquel poder omnímodo, cutre, inmoral e injusto si quieres, pero que lo acaparó todo. ¿Todo incluso la personalidad profunda de los individuos, Faustino? Incluso eso. Los que se resistieron ya ves cómo acabaron. Y muchos dejaron reducida su existencia a un exilio interior, muy íntimo, como si no tuvieran pensamientos ni ilusiones ni estímulos. Inexpresivos. Como si la capacidad racional hubiera quedado proscrita. Conocí casos de muchachos que se volvieron locos de verdad. También supe de quien pasó por orate, debido a sus extravagancias. Eran sus maneras de huir, de verse comprometidos con el gran engaño tras la bestial matanza. De no tener que pagar el precio que iba contra la razón aplastada. 

Duró mucho todo aquello, ¿verdad, Faustino? Una eternidad, pero simplemente se trataba de vivir. Comerte tus propias entrañas y asegurarte la manduca, aunque tuviera su precio. Y que los hijos salieran adelante. Ya llegarían otros tiempos. Que en este suelo empezaba a amanecer, cantábamos. ¿Quién no quiere que amanezca? Pero ocultábamos, aun sabiéndolo, que a España la habían apagado la luz los que solo querían que la luz fuera suya y brillase sobre todo para ellos. Algo he sacado en claro del pasado. Que ignorancia y maldad se alimentan mutuamente.

Miro el rostro lacio de Faustino. Sus arrugas herederas del esfuerzo de supervivencia. Su sonrisa congelada. Sus venas marcadas por el tono morado de la vejez. Me llega su pausado y forzoso ejercicio de respiración. Es un perdedor aunque estuviese forzosamente en el bando de los vencedores. Como muchos otros. Si las cosas hubieran sido de manera diferente, dice enervado. No podían ser de otra manera, trato de apaciguarle, intentando evitar que se zahiera con melancolías estériles. En la historia y en la vida lo que ha sucedido así es porque no pudo ocurrir asá, le digo con cierta chanza. Faustino asiente con una tristeza perdida en el espacio de los recuerdos, que es lo más vivo que hoy tiene. Al fin y al cabo sacaste adelante a la familia, le consuelo. Sí, pero tan despacio, se queja. Y además nadie me regaló nada. Eso al menos es lo que me vuelve digno a mis propios ojos, ¿no crees? 

Vuelco lo que queda de la frasca en los vasos. Nos miramos cara a cara, hay un leve gesto de alzar y chocar el modesto vaso de duralex. Su mirada es agradecida, a pesar de su aflicción. Cuántos tragos amargos tuvimos que pasar, y no precisamente de este peleón, ¿eh, Faustino? ¿No nos merecemos un brindis de resistentes recónditos, aunque hayamos estado en rincones diferentes, a pesar de todo?  



(Fotografía de Ramón Masats)

jueves, 25 de noviembre de 2021

Vik Muniz en la Waste Land

 





Donde hay basura
también hay vida.
Y tanta gente que vive de ella.
Gente que sorprende y que sabe más de lo que aparenta.


El artista visual Vik Muniz realizó una de sus obras
entre los recuperadores de basura de Brasil.
A aquel lugar lo llaman paradójicamente Jardim Gramacho.
No perderse el filme Waste Land, de Lucy Walker.







Vik Muniz


martes, 23 de noviembre de 2021

Diálogo del maestro y la modelo (Serie negra, 49)


No te muevas. No me muevo. Esa posición es importante para que pueda captar la sombra de tus senos. Procuro hacer lo que me dice, pero cansa estar así. Lo entiendo; tampoco es cómoda la tensión y el movimiento de mi brazo sobre el lienzo. Si echo un poco más los brazos hacia atrás, ¿no le sirve? No me sirve. Es usted muy exigente, maestro. ¿Nadie te ha dicho que la naturaleza nace de la propia tensión? Es que mi naturaleza ya se hizo hace tiempo, ¿no cree? Solo en un sentido, amiga mía. La naturaleza es una línea curva que no cesa. Si fuera aún púber le daría la razón, pero ahora ¿acaso no me ve como la mujer madura? La imagen que estoy reproduciendo en el cuadro dirá qué mujer eres, en qué estado te encuentras, qué espacio ocupas. Pero maestro, ni que usted fuera un dios creador. A mí manera lo soy. Es una propiedad muy humana, aunque no se lo puedan permitir todos los humanos. O no quieran intentarlo. Si me permite le diré que me resulta pedante. O al menos muy seguro de sí mismo. No, no estoy seguro ni de mí ni de nada. Solo hago. Interpreto. Trato de extraer lo que tu cuerpo proyecta para transformarlo en más que una simple imagen. ¿Más que una imagen? Sí, en una trascendencia. Pero si usted no cree en metafísicas, señor. Solo creo en lo que trasciende de la belleza. De la fealdad del mal no trasciende nada, salvo que al horror lo llamemos trascendencia, lo cual sería un fracaso. ¿Por qué sublima tanto la belleza, maestro? Porque en algo puramente humano nos tenemos que refugiar. ¿Aunque no sea duradero? Aunque sea efímero, sí. Maestro, ¿a usted la belleza le produce placer? La belleza es placentera por sí misma, sea o no observada por otros ojos. Sea o no aprehendida por unas manos. Sea o no comprendida por una inteligencia. ¿Sabe qué? Usted a veces me parece un místico. Ya te he dicho que yo hago; que interpreto. Pero antes me dejo poseer para que mi mano, que en realidad sigue a mi ojo, exprese una cierta eternidad. Tú, amiga mía, derivarás como yo lo haré hacia cambios menos sutiles del cuerpo. Pero lo que estás siendo en este instante será imperecedero. No te muevas ahora. No, no me muevo.






(Fotografía de Zdenek Virt, Praga, 1966)

domingo, 21 de noviembre de 2021

Rapadas (Serie negra, 48)

 


A Marianne Beyle le quedaba un oscuro espacio de orgullo. Sí, ella había colaborado. Si por colaborar se entiende haberse empleado en un burdel del Barrio Latino. 

Qué podía hacer. El marido, cautivo. Los hijos, hambrientos. El oscuro ático, en riesgo de perder el alquiler. La calle, peligrosa para una mujer sola. Se resistió al principio. No tenía madera de puta. Nunca había sido infiel ni había hecho dejación de sus deberes de madre. La fábrica en la que había trabajado durante años fue cerrada en víspera de la ocupación. Sus propietarios eran judíos, dijeron. Malos tiempos para los patronos, argumentaron estos. Malos tiempos para todos, susurraba el ambiente generalizado. 

Los victoriosos del paso de la oca fueron en parte sutiles con la población, aunque las simpatías hacia ella fueran limitadas. Solo quienes se opusieran serían objeto de represalia, proclamaron. Además con ellos venía dinero fácil. A Marianne Beyle se lo planteó, avanzada la ocupación, la vecina del primero, que tenía suficiente experiencia en el oficio. No tienes más que dejarte llevar. Tu presencia es agradable. Ellos son gente educada, ¿sabes? Y muchos bastante afectuosos. Siempre hay alguno que se pasa de la raya, pero eso ha ocurrido siempre con los nuestros. A Colette, que trabaja en un piso de Faubourg Saint-Denis, un capitán le ha propuesto sacarla del ambiente cuando termine la guerra, y será pronto, le ha dicho con discreción. Él presume de enamorado y ella se amarra a lo que le parece seguro. Al fin y al cabo, Marianne, ¿qué diferencia hay entre un boche y uno de nuestros hombres?, razonó. Tú les ves desnudos y no distinguirás más que rasgos superficiales. Que si el color del cabello, que si el idioma, que si su prestancia militar. Pero en cuanto a su manera de comportarse con una mujer te resultarán iguales. Yo diría además que son más cuidadosos estos ocupantes que nuestros paisanos, que se muestran desconsiderados y tramposos. Con los boches pasa que son más cultos de origen o les han aleccionado los superiores. Te aseguro que en el catre no son precisamente dictadores. Además, por ganarnos la vida de este modo no quiere decir que seamos nazis, aunque muchos paisanos no nos miren con buenos ojos. Anímate. 

Eso escuchó Marianne de su vecina. No tenía mucha elección. Aunque mantenía reparos. ¿Si mi marido llega a saberlo?, comentó Marianne. La vecina pensó: ve a saber si tu marido volverá, como miles de los nuestros que han sido llevados a fábricas o campos de concentración; pero se calló por compasión. Luego dijo: lo entenderá, porque tú y tus hijos tenéis que sobrevivir, y la manera de conseguirlo no puede ser censurado por nadie. Nosotros no hemos traído la guerra ni hemos llamado a los alemanes. 

Marianne se resistía a la proposición. Fregar pisos y oficinas me mata pero he ido tirando. Y los años de guerra se suceden eternos aunque a los boches ya no les van tan bien las cosas. Si pudiera aguantar... Marianne buscaba argumentos a favor y en contra. Pero la incertidumbre mina la fortaleza de las personas. Y las necesidades se agravan. En los cálculos de la vecina la propuesta no era una inocente ayuda. Marianne Beyle tenía una belleza que epataba no solo entre los suyos sino entre la oficialidad alemana. No solo se trataba de una hermosura natural y cuidada, sino que su personalidad ofrecía una actitud prudente y se preservaba tras un estilo misterioso que seducía sin proponérselo. Su vecina era consciente de estos ingredientes innatos y sabía por experiencia que siempre hay clientes que pagan más por esa clase de dones no limitados a la exuberancia de un cuerpo y a la entrega libidinosa y burda de una profesional. 

Marianne Beyle cedió al fin, agobiada por su situación, y entró a trabajar en un burdel donde los ingresos se le ofrecían más elevados de lo que una trabajadora de cualquier otra actividad pudiera imaginar. Ese mismo día corrió la noticia, que las autoridades de ocupación trataron de ocultar, de que el norte del país había sido invadido por fuerzas liberadoras.  Aquel hecho trascendental hizo que las tropas alemanas fueran movilizadas y reagrupadas con urgencia en otras partes. El negocio de los burdeles se desplomó. Marianne apenas se había estrenado como señora de compañía, algo que agradeció al azar. 

Avanzaba un agosto cálido cuando en la ciudad se produjeron movimientos populares de resistencia. De inmediato los maquisards se alzaron en armas abiertamente. Ella iba a cantar su no pequeña victoria personal; había resistido al máximo la humillación de prostituirse. Cuando la urbe fue liberada por la vanguardia del ejército aliado, la Nueve, una compañía integrada por republicanos españoles, se desató la hora de la venganza. Tal vez los más acérrimos fueran los patriotas de última hora, voceadores iracundos, y no distinguieron. En las redadas espontáneas de colaboracionistas sacaron a la calle a muchas mujeres a las que acusaron de ofrecer su cuerpo al enemigo. Marianne Beyle no lloró cuando la raparon ni pidió piedad, aunque se considerase víctima de una injusticia. Pensó profundamente en sus hijos, congratulándose de no haberse manchado apenas en un oficio que denigraba. No dejó siquiera que la confusión y los equívocos de una guerra acabaran con ella. Sorprendentemente se tomó con serenidad su mala suerte. 

La vecina que la había introducido en los servicios de la carne no se libró de ser detenida por la grey furibunda y rapada. Se llevó la peor parte. La mostraron desnuda para más escarnio, mientras recibía toda clase de improperios de la gente. Dando por hecho que todo estaba perdido para ellas increpó a sus verdugos. ¿Colaboracionista yo?, gritaba fuera de sí. ¿Habéis permanecido ocultos durante estos años y ahora salís fácilmente para convertirme en el enemigo al que no fuisteis antes capaces de combatir? ¿No habéis colaborado todos con vuestro silencio, cuando no cobardía? Y cuando veníais los de aquí, muchos de vosotros que ahora nos ultrajáis, a que os diésemos placer y escucháramos las confidencias que no hacíais a vuestras esposas, ¿erais capaces de llamarnos colaboracionistas? ¿Acaso ibais diciendo en voz alta que éramos vuestras putas? ¿Es que no todo valía con nosotras, mientras a muchas nos tratasteis mal y nos pagasteis peor? Preguntad a vuestros maridos, escupió a las mujeres que exigían su perdición. Nos deben lo que vosotras erais incapaces de procurarles.

Marianne temió que las palabras de su vecina enervasen más a quienes las fustigaban. Optó por seguir callando. En medio del griterío y de la sed justiciera de la calle alguien con ascendencia sobre los vengadores protegió de males más graves a Marianne Beyle. Nunca supo ella quién había sido su rescatador ni se explicó por qué lo hizo. Lo que pasé aquellos años fue toda una lección de vida, contó mucho tiempo después a sus nietos.




jueves, 18 de noviembre de 2021

Cuadrado Lomas fundido en el paisaje de Castilla

 


Félix Cuadrado Lomas se ha fundido para siempre con el paisaje de la Castilla mesetaria a los 90 años. Ha sido en su casa de Simancas, Valladolid. Leo en la prensa que las cenizas serán esparcidas por varios lugares de su tierra, entre ellos los Montes Torozos y Calzada de los Molinos, con arreglo a una idea que él, como buen pintor identificado con esos campos, había dejado pergeñada para la ocasión. Que la tierra, los colores y el eco del carácter de sus viejos pobladores te acojan, Félix. Vale.



La luz abajo, la luz arriba



Todo



Dialogo de valles y páramos



Complicidad



Habla, cuenta, dinos



Nada es recto



Verde antes que amarillo



Alquimia



No tan locas


Ocres castellanos



Abandono 



La mirada que reverdece



Otros tiempos (que no deben volver)



Tiempos que no fueron mejores (siento disentir de mi admirado Jorge Manrique)



De sol a sol, sin redención



Majuelos esperando el tiempo de su fruto



Plegaria de majuelos



Geometría de paisaje humano



Ellos nos miran



La geometría del continente y contenido



Más geometrías con cerezas



Héroes (verdaderos) del pasado



Nos escuchan



La cuadrilla (de amigos: unos pintaban, otros escribían, todos se lo pasaban bien)



Caída última




* Los pies de foto son capricho de mi propia cosecha. Las fotografías de sus cuadros están tomadas de distintas páginas de internet sin otro ánimo que dar a conocer parte de la obra de Cuadrado Lomas y rendirle homenaje.

martes, 16 de noviembre de 2021

En el agujero o el anacoreta (Serie negra, 47)

 


Recorrer los territorios de nadie siempre es peligroso. Abandonados de gentes que los habiten suponen por sí mismos un retorno al salvajismo. Solo transcurren por ellos mercaderes en tránsito, mesnadas al servicio de alguna realeza o clérigos fanáticos, si no depravados, en busca de nuevos objetos de misión. Esos habitantes accidentales utilizan rutas de las cuales es mejor no desviarse. Hay otra especie de submundo. El de los desertores, los mercenarios que se acogen al mejor postor y los salteadores sin ley. Cualquiera de estos son impunes y no tienen piedad de la gente de orden, pues han hecho del delito su nueva forma de supervivencia. Se diría que más allá únicamente sobreviven animales sin domesticar y permanecen terrenos abruptos y áridos que jamás fueron objetos de civilización alguna o, si lo fueron, carecen de sus huellas y su memoria. 

Solo una especie reducida, casi fantasmal, se atreve a transcurrir su existencia en un mundo que carece de mundo. Son los hombres que se castigan a sí mismos. Los que excavan cuevas en las ruinas de antiguos templos o en las grietas de las laderas de los valles tenebrosos. Poco se sabe de ellos. Corre el comentario de que estos personajes se entierran en vida para buscar la perfección. Nunca se había oído antes que lo perfecto fuera efecto de la miseria y el aislamiento. Pero en sus mentes persiguen revelaciones enfermizas de las cuales no se curarán jamás. Ciertamente no hacen daño a nadie. Ni siquiera tienen opiniones ni manera de transmitirlas, lo cual les convierte en seres invisibles. 

Yo transitaba en una caravana para llegar a la ciudad amarilla, la que refulge por el oro de sus cúpulas y el vidriado de sus fachadas de ladrillo. El viaje había sido tranquilo en las últimas etapas, tal vez debido a que nuestras mercancías iban bien protegidas por hombres armados a los que habíamos contratado. Debido a esa calma me había apartado de la fila en las paradas para observar con detenimiento el paisaje y realizar algunos dibujos que me permitieran precisar más los mapas hasta entonces al uso, que se habían quedado obsoletos. 

Una tarde, abigarrado en mi turbante protector del viento y la arena, percibí de pronto en la proximidad una figura saltarina. Sus movimientos eran rápidos y huidizos. Al principio creí que se trataba de una alimaña. Se deslizaba entre las rocas, desapareciendo por alguna de sus grietas y apareciendo nuevamente a una distancia inesperada. Pronto me di cuenta de que aquella extraña bestia trataba de descender hasta el arroyo. Me costó reconocer en aquella flácida desnudez a un hombre. Espalda corcovada, cabeza inmersa en un matojo de cabellos enmarañados y largos, la mirada perdida tras unas ojeras enfermizas, torso huesudo, extremidades entecas pero ágiles. Yo no daba crédito. ¿Podría ser una visión imaginaria producto de mi cansancio? 

Enseguida recordé que había oído hablar de la existencia de un tipo de individuos apartados de la sociedad y de sus convenciones y compromisos. Seres que habían abandonado familias, rechazado quehaceres, disconformes con el acontecer de sus naciones y sus paisanos, escépticos de toda clase de creencias e incrédulos de las leyes humanas. Personajes, en fin, incapaces de integrarse con otros hombres. Me parecía leyenda. Pero aquel salvaje de apariencia desquiciada y evasiva estaba ante mi vista, dudando entre evitarme o husmear en mi trabajo. Acortamos distancias. Un abismo nos separaba. 

¿Eres uno de esos hombres de soledad?, pregunté a aquella sombra. Solo nací y solo moriré, respondió apocalíptico. Yo quería saber más. ¿Y quién no? Pero mientras, ¿por qué enterrarse en vida? Me miró con fijeza, a la vez que se rascaba el torso contorneándose y hurgaba entre sus cabellos con nerviosismo. ¿Qué es mientras? Apenas un instante. Solo un tiempo que no merece la pena medir. Algo que crees que vives y cuya brevedad solo causa insatisfacción. Desconcertado encontré la manera de proseguir un diálogo que podría cortarse en cualquier momento. Pero el tiempo es el mismo para ti, que te refugias en el aislamiento, que para mí que intento llenarlo de sentido. El ermitaño movió su cuerpo en un baile sin compás, como si le fallaran todas sus extremidades. Parece una marioneta, se me ocurrió. ¿Qué te hace pensar, dijo enfurecido, que yo no encuentro sentido en mi vida? ¿Es sentido ser pasto de una vida agitada y sujeta a cambio de pareceres como la que vivís las gentes de las ciudades? ¿Es sentido pagar el precio de la convivencia con el disgusto y la inquietud de no hallar nunca seguridad? 

Los argumentos del anacoreta no eran fáciles de rebatir. Yo sabía que no podría convencerle de lo contrario de sus criterios, ni lo pretendía. Pero me interesaba conocer lo más a fondo posible las razones de vivir en aquella cueva bajo tierra. Se lo planteé a la cara. ¿Vives ahí abajo para purgar las culpas que consideras? ¿O es que en tu búsqueda de un refugio te apartas lo más que puedes de la presencia de los otros hombres? Noté cierta altivez en su gesto y en su palabra. No lo puedes entender, nadie lo logra entender, algo que a mí me da lo mismo. Si busco la piedra madre es para conseguir una identidad que me salve de la que los hombres persiguen. La vuestra es traidora y no respeta la libertad de otras conductas. ¿Por qué los hombres no aceptan las diferencias? ¿Por qué se persigue al que quiere vivir de otra manera, incluso más sensata? ¿Por qué hay que resignarse a la esclavitud y a tantas formas de servidumbre? Hay demasiado ruido y excesiva sangre en el mundo de los hombres. Y yo solo pretendo el silencio y el instante. Le interrumpí. ¿No te importa morir de inanición, por ejemplo? ¿O envenenado por una serpiente o mordido por un escorpión? Rio con amargura triunfante. ¿Acaso la muerte distingue entre un hombre recluido en el útero de la tierra y el que habita en un oasis, en una ciudad o en un palacio? ¿Creéis que solo es propiedad de los que empuñan la espada o caen de los andamios de las construcciones fastuosas? ¿Salva la muerte a los comerciantes, a los funcionarios o a los caudillos? ¿Perdona a los clérigos y a los jueces? ¿Aparta de su propio fin a los artesanos y a los filósofos?  

No supe qué decir ni hubiera tenido tiempo. El solitario dio de pronto un salto y desapareció entre el roquedal. Tampoco tendría mucha justificación seguir haciéndole preguntas cuando mi discurso moraba en un mundo y su escueto argumento se desposeía en otro. Proseguí tomando notas del relieve de la zona, pues el ocaso estaba cercano. Al fin y al cabo, ¿no son los suelos que poblamos territorios circunstanciales cuya temporalidad tampoco es eterna ni permanece inalterable en su materia? 



(Fotografía de Martin Stranka)

sábado, 13 de noviembre de 2021

Je t'aime, mais... (Serie negra, 46)

 


Je t'aime, mais...Al chimpancé macho se le escapó la conjunción adversativa en el peor momento. Cuando casi la tenía conquistada y ambos se correspondían en su entrañable espacio álgido. No era la ocasión, pero suele ocurrir que los advenedizos cometan estos deslices. Cómo que pero, replicó ella enfriando el acogimiento. O me amas o no me amas. Ninguno de mis anteriores amantes dudaron. Cuando me tenían eran consecuentes. Cuando ya se cansaron me lo advirtieron a tiempo. No estar seguro es lo peor que hay. El joven macho se asustó. La experiencia de la hembra, la claridad de sus planteamientos, la contundencia del tono de su voz. Todo un carácter, se dijo con cierta pesadumbre. La hembra, de edad superior a la de él, sospechó la lucha interior del joven. ¿Crees que vas a poder?, le espetó. ¿Crees que serás sincero y entregado conmigo? Mira que el placer del afecto es más complejo que el goce de la cópula, osó la hembra dejarle claro. Pero vincula más. Él, inexperto y poco rodado en el mundo de los sentimientos, le fue honesto. Carezco de conocimientos, sí. Huérfano de querencias desde que me alejé de mi madre, sí. Desprovisto de otros recursos que no sean mis impulsos repentinos, sí. Si alguien no me enseña y tutela mis pasos amatorios, ¿cómo voy a saber si obro bien o no? Ante la desnudez emocional de aquel retoño con pretensiones seductoras, la hembra experimentada y curtida en batallas múltiples sintió alivio. Un temblor de bondad protectora la recorrió. Te concederé mi territorio, le aclaró, a condición de que te esfuerces en los progresos. Si no sumas cariño a tu apropiación de mí seré yo quien te ponga los peros. El joven chimpancé no le entendió bien, porque aunque los estudiantes tomen apuntes no siempre pueden comprender los fenómenos que explican las lecciones. Hizo un intento. Sujetó las cervicales de la hembra con delicadeza, rascó sus orejas, acarició sus mamas, instigó movimientos pausados de su cuerpo sobre la quietud del de ella. Puede que fuese la lentitud y la prudencia del novato la causa de que la chimpancé se sintiera abducida por el dulce y embriagante efecto de ser bien tratada, y se dejó hacer.




(Fotografía tomada de Deutsche Welt, dw.com)

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Confidencias a Kati (Serie negra, 45)

 


En la distancia entre mi mirada y la imagen está la tierra de nadie. Es un camino que se desplaza. Si voy en busca de lo que la imagen oculta el camino diverge. A veces se borra. Entonces vuelvo a recluir la mirada y cesan en mi cerebro las preguntas. Ocurre con frecuencia. Cuantos individuos me rodean son paisajes en movimiento. Paisajes que invitan a acercarse, incluso a ocuparlos. En contrapartida no puedo ocultarme que hay otros paisajes del prójimo que suscitan rechazo y no invitan a ofrecerse ni a pedir cobijo en ellos. Los actos de las gentes forman un caleidoscopio cuyas geometrías, tan desiguales como imprecisas, no siempre ofrecen formas bellas y colores atrayentes. Lo vertiginoso ha sustituido a la contemplación. Yo me aparto de aquello que no para, que se limita a exhibirse. Es lo que pretende gran parte del público de la obra humana. Siquiera ante pequeños auditorios. Me aparto y ni siquiera me exhibo ante mí mismo. He guardado en el trastero los espejos. He metido en una caja todas las fotografías que alguna vez me fueron hechas. He retirado de la pared la orla con el título que nunca utilicé para ejercicio alguno. He envuelto en poliuretano la cabeza de noble romano que mi viejo amigo arqueólogo me regaló hace mucho tiempo; te la regalo, me dijo entonces, porque este prócer es clavado a ti. Incluso si percibo que en el ascensor soy observado me giro sin ni siquiera mostrar desdén. El desdén es una forma de recabar la atención, en el extremo de la otra, la que busca ser atendido. Pasar desapercibido, he ahí mi objetivo. No mirarme en los físicos de las personas, no compararme con el estatus de los demás. No pararme a comprobar si mi vestimenta encaja con los usos, aunque hoy la libertad de costumbres acepta todo. Cuando me invitan a tomar parte en alguna manifestación de la grey rehúyo. Sería tan obvia como confusa la mirada sobre mí mismo. Hay tantas formas de revelarse el espejo que nos persigue. He llegado a la conclusión de que todas equívocas. Pretender ser el otro, para qué. Envidiar su belleza, qué sentido tiene. Imaginar la salud que aparenta aquel transeúnte, qué engañoso. Anhelar sus recursos económicos, ¿me descubriría más de mí mismo? Y qué decir de los habitantes del amor, pasajeros de sus debilidades a la conquista de castillos en el aire. Solo siento lástima por ellos, mientras yo me percibo liberado de los sentimientos, que siempre tienen precio. Leer un libro se está convirtiendo en un problema para mí. Lo más interesante de ellos había sido hasta hace poco la identificación con situaciones y personajes. Es decir, yo me miraba en ellos. Y esa forma de visualizarme en un texto, que tanto me agradaba, hoy me resulta insoportable. El desafío es grande. ¿Podré prescindir de las lecturas imaginarias? Pero hay algo más difícil de afrontar en mi intención de eliminar toda mirada sobre mí mismo. Los sueños son el último espacio donde me miro sin poder ejercer control. Al despertar hago el esfuerzo de no recordar nada de lo vivido en el sueño. En todos ellos aparezco. No hay sueños donde solo estén los otros o la ciudad o un abismo. Mi imagen se ajusta a situaciones donde me miro de frente o de soslayo o a través de como me observan otros. Además, para más agravamiento, en el sueño la imagen se ve acompañada por las palabras, como cuando estás despierto. Tiene que haber algún modo de romper el espejo del sueño. Pero me aterra tanto que los fragmentos de cristal onírico me hagan sangrar... 




(Fotografía de Kati Horna)

domingo, 7 de noviembre de 2021

La boda y el escultor oficiante (Serie negra, 44)

 



Asisto a una ceremonia civil, aunque todos van armados. El oficiante de la boda, un escultor sepulvedano salido de las canteras y que ha recorrido algo de mundo. Cuando el mundo, para quien lleve su germen de artista, es París. Me han contado que en esa ciudad robaba de noche adoquines de granito y se los llevaba a su buhardilla para tallarlos. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Conocedor de la piedra y el oficio, hoy la tarea de este hombre sufre un paréntesis. Las balas dirán si corto o largo. Las bodas tienen en estos tiempos peligrosos algo de normalidad y de tradición. Como si no sucediera nada. Los asistentes se han apelotonado. No hay festín, pero sí expectación. Suficiente para percibir el calor de los compañeros. Nadie quiere dejar de salir en la foto. Estos paisanos míos son como niños curiosos y un tanto egotistas. Solo el escultor, los contrayentes y dos testigos están a lo suyo. La boda del resto va a ser con el fotógrafo. Los milicianos se casan con la imagen. Mientras Alfonso, el fotógrafo, se dispone a testificar para el futuro me quedo observando a este lado de la escena. Pensativo. Tal vez soñador, fantaseando una entrevista de periodista novel a un escultor con muchas tablas.

Carne y piedra han ido siempre juntas, desde que el hombre es hombre. Eso lo sabía el escultor desde sus orígenes de aprendiz en las canteras de Sepúlveda. Yo le preguntaría: Tú, que has transformado tanto la piedra, ¿qué tienes de piedra? Entonces imagino sus respuestas: La dureza de la piedra no tiene la entidad de la dureza que puede tener un corazón humano, llegado el caso; pero mi identidad no es siempre la piedra. Ordinariamente, no obstante, los hombres son más sensibles a la adversidad que la piedra misma. Eso es lo que los hace frágiles. Pero también lo que les conecta con la materia orgánica. Porque los seres humanos tienen que resistir para sobrevivir. Yo te pregunto ahora, Emiliano: ¿No es la fragilidad precisamente la que conduce a que los hombres se cierren en su caparazón y se vuelvan agresivos y ásperos como la roca profunda? Tú, siempre más allá en tu visión de la materia, porque acostumbrado estás a ver el interior de la piedra madre, romperías mi discurso sobre la condición humana para indicar la dirección de la vida. La dureza humana se alimenta de la miseria y de la ignorancia, me replicas. De un magma que se llama dolor. Yo incidiría: ¿No te parece que el artista huye del dolor, por ejemplo? Imagino la respuesta de tu parte: El artífice, y prefiero este término, pues el arte es capacidad de transformación humana, con mente y manos, no es quien escapa del dolor sino solo quien lo interpreta. No todo en los hombres es doloroso, podría objetarte. Pero tú sonreirías ante mi bisoñez. Dirías: No tienes más que mirar lo que nos rodea -y ya veo extendiendo tu mano ruda hacia los milicianos en hemicírculo- para comprobar cómo las chispas de la vida humana no son siempre como las de la piedra cuando se golpea y salpican sus esquirlas.

El fogonazo de la cámara inmortaliza a los que van a morir. Despierto de mis devaneos. Recuerdo lo que me dijo el otro día un colega de un periódico francés: La guerre n'est pas finie. Visto lo visto acaso va para largo. Y esta gente que asiste a la boda lo sabe.



* Fotografía de Alfonso Sánchez Portela, La boda de los milicianos, 1936. Una boda civil en pleno frente de guerra y un escultor, Emiliano Barral, (Sepúlveda, Segovia, 1896- Madrid, 1936) oficiándola en nombre de la autoridad civil.


jueves, 4 de noviembre de 2021

La zíngara en el bosque (Serie negra, 43)

 


No he conocido pudor más divertido que el de Francine. Creo que nunca llegué a conocerla lo suficiente. Decía que conocerse entre dos tiene que ser un juego. Y en un juego, eso decía, hay escapes. Y más allá, escondite. ¿Dónde se escondía Francine de mí? En realidad la pregunta tendría que haber sido: ¿por qué me rehuía cuando yo la buscaba y, en cambio, me perseguía cuando no tenía maldita la gana de verla? No, tampoco es verdad que hubiera maldición alguna. Aquel toma y daca que se escudaba entre pudores, pues yo también tenía el mío propio, era la manera de incentivar aún más la aproximación. La jugada consistía en plantarse uno de los dos cuando parecía que el órdago iba a procurar un ganador y el otro se iba a rendir. Reglas del juego espontáneas. 

Francine fumaba el infumable y pestífero Gitanes, una de cuyas cajetillas guardo de recuerdo. Lo conservo por ella, que no ha vuelto a pasar por mi vida, y por la ilustración tan icónica. Aquella bailarina zíngara, danzando vaporosa entre el humo, parecía a punto de escapar del estuche de los cigarrillos, tal como Francine trataba de hacerlo tras uno de sus innumerables desplantes conmigo. Querrás que me ponga a bailar al son de la pandereta para ti, decía entonces Francine enfurruñada. Yo sabía en ese momento que iba a desparecer unos cuantos días, ocasionalmente semanas, para ejecutar su danza ritual ante algún partenaire menos aburrido. Una vez me lo dijo con bestial claridad. Eres un soso y un pasivo y me hartan tus mimos pusilánimes. Necesito un público que no condescienda tanto conmigo. Entonces, ¿lo del pudor?, me preguntaba yo, ¿será mero teatro? 

Quién sabe si cuando me llevaba hasta el verdor nocturno de Vicennes no deseaba más que combatir sus fantasmas. ¿Por qué venimos aquí si podemos estar como reyes en tu casa?, le decía yo con mi visión, también versión, cinematográfica del amor burgués. Francine, haciendo gala de su procedencia bretona, tenía salida para todo. No quiero sentirme reina sino sirvienta, tonto, susurró una noche en mi oído mientras se deslizaba provocativa hacia el asiento de copiloto que yo ocupaba. Ni eres el primero ni el único, dijo con aliento agresivo. Si vengo al bosque es porque quiero encontrarme con la fiera. Cuanto más caos, más pasión. ¿Es que acaso tiene alguna importancia el orden en el amor? ¿O más bien lo que nos incentiva no es sino el desorden amoroso? 

Vicennes por la noche, aun repleto de silentes querencias, es un bosque animado por las sombras que extiende una protección cómplice. Entiendo, lo importante no es el lugar sino con quién ocupes tus afectos, dije a Francine en medio de nuestro desahogo. Ella rio en la oscuridad. Es que aquí resulta más estimulante el desorden y su deriva que el orden burgués del piso del Marais, del que acabarías cansándote. Pero allí la deriva...intentaba yo meter baza. No hay deriva más gratificante que el salvajismo de un bosque, donde lo umbroso acecha, los mochuelos ululan turbadores, las parejas se manifiestan más cómplices con la naturaleza y la policía no se entromete, dijo entre jadeos. Y tú atacas sin piedad, ¿verdad?, añadió mi yo moderado que no acababa de acertar con Francine. ¿Ves cómo eres un reaccionario del amor?, soltó de pronto, desprendiéndose de mí. Con su discurso ilustrativo y su presencia cálida ya me tenía casi entregado, pero lo suyo podía ser despiadado. Le gustaba ultimar un castigo tardío, o ponerme a prueba, o provocarme para que yo le proporcionara excusas. Tal vez extremar una situación que desdoblara la personalidad, como suelen propiciar los amantes avezados.  Eres de hielo, me increpó con una carencia total de bondad. Se incorporó de inmediato sobre el volante, encendió el motor y arrancó con una parsimonia chulesca que dejó congestionada la raíz de mi pelvis.



(Fotografía de Luise Germaine Krull)

martes, 2 de noviembre de 2021

Diálogo del héroe caído y la paseante (Serie negra, 42)

 


Nadie se detenía ante los restos del héroe caído. Ella sí. Lectora apasionada de historias y leyendas del pasado no concebía la caída de los dioses, la desgracia definitiva de los héroes y el destronamiento de los invictos reyes. Para ella todos estos personajes de los mitos seguían vivos. Envueltos en los eternos conflictos que siempre les ha caracterizado, pero pujantes cada cual en su papel. 

Por un momento dudó si detenerse ante lo que parecía un espejismo, propio de quien padece los efectos del síndrome de Stendhal. De pronto una voz emitida desde un torso descabezado la afectó. No siempre he sido lo que ahora soy, salió con congoja de aquel cuerpo desmembrado y anónimo. Tras siglos de pedestal heme caído en el barro. ¿Para esto combatí defendiendo causas de lesa humanidad? ¿Mereció la pena enfrentarme a dioses y tomar partido por los hombres? ¿Acaso unos y otros se conjurarían para traicionarme? 

Estoy de acuerdo con tu dolor, respondió la joven. Un héroe, al menos por lo que yo sé y por lo tanto he leído, no puede terminar nunca en el abandono. Puede ser vencido, eso sí, dentro de la pugna por un objetivo noble. De ese modo, aunque un héroe muera la memoria de nuevas generaciones lo mantendrá vivo. La ruina, encontrando eco en la paseante, siguió con sus lamentos. No ha sido mi caso. Ningún dios me había expulsado antes de sus designios y ningún enemigo me hizo hincar jamás la rodilla. He sido derribado por la peor desgracia. Por el olvido. El olvido que causa primero rotura y luego disolución hasta convertirle a uno en un ser inexistente. 

Míralo desde otro punto de vista, consoló la mujer a aquel desecho. También saliste una vez de abajo, de una roca magnífica, y fueron los artesanos los que al pulirte y concederte atributos permitieron que fueras reconocido como aquel héroe que salvó la antigua ciudad. Yo recuerdo con emoción tu esfuerzo por conquistar el corazón de la reina en lugar de, como otros, intentar con tretas un rapto contra derecho. Puesto que no fue posible detener la guerra al menos reivindicaste el principio de justicia. En las guerras no hay justicia como no hay razón, lamentó la voz de aquel caído. No se hacen para salvar un futuro ni para devolver la dignidad atropellada, y solo contribuyen al odio y a la sementera de sangre. 

La turista, tocada por aquel mármol tan clarividente, se compadeció. No renuncies al papel que jugaste en el pasado, guerrero. Eres héroe, aunque nadie quiera recordar tu nombre y tus gestas, no solo por lo que hiciste sino porque carne y piedra se fundieron en ti hasta constituir una epifanía. No estás peor que otros, pues quién sabe si tantas estatuas que permanecen aún en sus podios no habrán sido derribadas hace tiempo por el olvido que socava la mente de los hombres. 





(Fotografía de Noritoshi Hirakawa)