"No es el amor, sino sus alrededores, lo que merece la pena".
Fernando Pessoa, en Libro del desasosiego.
Pasaban embelesados por el lugar. De pronto la chica tapó los ojos al joven al que acompañaba. ¿A qué hueles? Él estuvo a punto de responder que a ella, pero le pareció demasiado tópico y excesivamente escapista. No sé, dijo estúpidamente. Vamos, aspira profundamente, insistió ella mientras apretaba el ciego antifaz de su mano sobre los párpados de él. También estuvo a punto de decir que a su pelo, que a su camisa planchada, incluso a precisar que a tal crema, pretendiendo con el gesto una aproximación más doméstica. Pero le avergonzó cometer un exceso de familiaridad entre ellos, siendo como eran todavía unos adolescentes que se tanteaban con torpeza y que apenas se rozaban con un erotismo gestual. Haz el esfuerzo, dijo la chica haciendo un mohín inquieto que puso más nervioso al otro. Él esbozó en su mente todo un repertorio de posibilidades. Olor a mar, olor a viento del interior, olor a tiendas, olor a transeúntes, olor a cocinas, olor a alhelíes, olor a zaguán húmedo, olor a bacalao, olor a naftalina, olor a café, olor a descargadores, olor a bodega, olor a otoño. Olores que se contradecían, en los que era una tontería pensar porque seguramente ella no pretendía invocar ninguno de ellos en ningún caso. Ah, te rindes, ya te veo, le conminó ella sin querer que lo hiciera. Por última vez, no me digas que no eres capaz de distinguir este olor, y aflojó la mano sobre el rostro del chico. Éste consideró que era una prueba absurda a que le sometía, un ejercicio para comprobar su ingenio. Tal vez un experimento de asociación de ideas a través del cual ella iba a juzgarlo y acaso decidir si lo elegía. Rió para ocultar su desasosiego, hizo aspavientos con los brazos para despistar a la mujer, incluso lanzó pequeños gritos divertidos que la disuadieran de someterle a aquella presión. Ah, te rindes, lo sé, lo sé, dijo ella con una voz astuta que acabó desarmando al joven. Entonces, empujándole hasta la pared, le conminó a entrar en un portal apenas alumbrado por una luz débil. Fijó su cuerpo firme contra el cuerpo tembloroso del chico y le dijo queda al oído: ya no vale responder a qué huele.