Ahora eres tú quien te debes mirar a ti misma, si puedes y lo logras. ¿A cuántos hechizaste y destruiste con tus ojos homicidas? Sé víctima de tu frustración para que comprendas, impelida por un instante de pavor que precede a tu muerte, lo que otros sintieron cuando los petrificabas.
Di. ¿Qué experimentas en este instante letal en que la harpé del héroe venga a los desdichados? ¿Qué sensaciones te acometen cuando ni siquiera tienes un tiempo de redención? ¿Cuánto te aflige saber que ya no habrá pensamiento ni anhelo ni goce como los que tu turbia condición hicieron presa en ti? ¿Cómo interpretar el espanto que tu rostro sangra? Lacerada por la separación y la pérdida del resto del cuerpo los cabellos se te rebelan generando coléricas culebras. ¿Es el movimiento reptante e inquieto de la maraña ensortijada lo que te asusta? ¿Temes que tu antiguo rostro soberbio sea carcomido por las mensajeras del fin de tus días? ¿O es la memoria de tus actos funestos que no te perdona? De nada te vale ya el temor imprevisto al héroe que llegó para vengar a cuantos convertiste en roca. Su espada ha sido fatal, pero no menos que la mirada de acero con que sentenciabas a los más débiles.
Pero yo te comprendo. Comprendo que también tú, única mortal entre tus hermanas, pagaras un precio por tu belleza. Comprendo que la frescura y el color de tus cabellos, tan exuberantes y altivos, desatasen los celos de la omnipotente diosa. Los dioses son coléricos y se muestran a veces tan mortales como los humanos. Ni siquiera ellos pueden admitir que un mortal posea tanta sabiduría o belleza o capacidad amatoria como las suyas. No admiten competidores, ni juegos entre humanos y dioses si no les son favorables, ni enseñanzas que les cuestionen dejándoles en entredicho si no en ridículo. Nunca estaré de acuerdo con que la diosa ejecutara tu condena haciendo de tu cabellera un nido de reptantes. Si antes otro dios soberano y oceánico te violó, como cuentan algunos, o al que te entregaste condescendiente y apasionada, como dicen otros, desatando bien tu propia ira, bien la ira de la diosa, también puedo entender tu posterior reacción. Pero, ¿por qué han pagado cuantos seducidos te han mirado con fijeza, atraídos por tu hermosura y por tus ojos indescifrables, tu afán vengativo?
Volverás a habitar el inframundo, demediada eternamente y trastocado tu rostro en la imagen del horror que te produces tú misma. Yo siempre evité contemplarte de frente y ahora la sigo evitando porque el rostro del espanto también mata. Y no hay égida donde te reflejes que me dé total seguridad.