Fue en ese momento cuando comprendí la tarea. La masa había empezado a dejar de serlo desde el preciso momento en que unos bloques fueron arrancados a cuajo de una montaña. Ahora existía un montón de masas menores cuya cualidad y disposición habían sido evaluadas por los técnicos. Comprendí el poder de unas manos y también su desnudez. Unas manos sin las herramientas serían un recital de gestos. Comprendí el valor y la aptitud de los útiles. Algunos habían evolucionado desde las primeras culturas, otros seguían teniendo el diseño inicial. Pero cualquiera de ellos continuaba precisando de las manos, y éstas, en fin, de la cabeza. Entonces, de pronto supe del poder que se concentra en una mente creativa. No sólo la imaginación de desarrollar los útiles precisos, no sólo la habilidad de obrar con ellos, no sólo la fuerza de enderezar los volúmenes, sino también la capacidad de pensar la obra y de comprobar su ejecución. Cerebro, manos, herramientas...Un círculo complementario donde cada parte inspiraba y actuaba interactivamente sobre la otra. Lo vi con claridad en el simple vistazo a aquel lugar misterioso donde parecía que sólo habitaban las piedras. Alguien las había llevado allí con alguna intención. He ahí la clave: la intención. Se operaba un proceso transformador que pretendía llegar desde lo oscuro a lo luminoso. Veo unos bancos donde el caos reposa con cierto designio. El caos es siempre anónimo. Deja de serlo cuando produce sus efectos. Una tormenta, los agujeros negros, el desfile de planetas a través del espacio, un aerolito que se desvía y nos visita. El caos existe pero es también la nada. He ahí unas masas que son sólo vacíos. Bloques de mármol que sólo disponen, y les es ajeno, de un nombre catalogado. Y que la acción de un escultor los rescata de una nada amorfa para convertirlos en una nada con significado. Pero el significado se reviste casi siempre de símbolo, y el símbolo representa siempre sentido y transcripción de los elementos de la vida para las culturas humanas. El orden para una civilización. Recorro el pequeño taller, donde empiezan a ser pergeñados unos brazos, un torso, unos glúteos. Nada se para. Cierro los ojos y sueño. Ya veo las estatuas ciclópeas adornando un frontis. Los atlantes sosteniendo una cornisa. Unos guerreros enfrentándose a otros en medio de un tímpano. Y más allá de las figuras, veo su sentido: una celebración, una exaltación, una victoria. Las intenciones rituales de las sociedades que juegan a eternidad durante un tiempo hasta que el caos las somete a rendición y condena a sus estatuas a una peregrinación dispersa y oscura. Pero la eternidad también es propiedad del caos. Y eso sólo lo saben bien los operarios que labran en silencio sobre la piedra.
jueves, 30 de abril de 2009
miércoles, 29 de abril de 2009
Desequilibrio
Se sintió caer, tocado por una voz que era un mano que era un velo que era una fruta que era una lanza, los hombres como él llevan la debilidad en un punto oculto del costado, las almas como la de él se multiplican ante la presencia de lo sacro y se deshacen ante la cotidianidad de lo pagano, aleteando y lanzando alaridos no sabía si reír o descomponerse, se llevó el puño hacia las costillas, lo abrió y palpó la frialdad que emergía líquida a través de un agujero antes inexistente, notó la congestión, implacable resonancia de aquellas palabras flotantes, un rumor, una advertencia a destiempo, la impiedad de un abismo en cada peldaño, y el dolor espantosamente agudo de aquella fisura cuyos vapores eran imágenes eran recuerdos eran tibiezas, la fragilidad del tiempo arañando su carne, y el dudoso equilibrio, la caída desde un vuelo inútil, ansiando desaprender, deseando volver atrás, impugnando la fechoría que las palabras cometen y el acunamiento de las ilusiones y el castigo de los sentimientos, y en aquel retorcerse infinito no cabía sino la necesaria pérdida de la memoria, la inadvertencia de los pasos que no llegaron a recorrer el camino, la comprobable imprudencia de los saltos que le hicieron golpearse contra los aleros y los muros y los brocales de los pozos, animal desgarrado cuya pérdida de referencia le hinchaba de abulia, se miró los dedos untados en la sustancia viscosa que le hacía pesado, que le derribaba, mientras el aire trasladaba como agonía el último tono que era una caricia que era un abandono que era un silencio que era...
(Grabado de Alberto Martini)
martes, 28 de abril de 2009
Pandemia
Cuenta Bocaccio en la introducción a su Decamerón a propósito de la peste de la primera mitad del siglo XIV...
“Tanta y tal fue la crueldad del cielo, y en parte de los hombres, que entre el mes de mayo y el siguiente mes de junio, por la virulencia de la enfermedad tanto como por la poca diligencia que cerca de los enfermos se tenía, se cree y afirma que dentro de los muros de la ciudad de Florencia más de cien mil criaturas humanas fueron arrebatadas de esta vida presente, número que, por ventura, antes que aquel malaventurado accidente ocurriese no se pensaba que en toda ella existiera. ¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de los mayores hasta el menor servidor quedaron vacías y solas! ¡Cuántas familias, cuántos excelentes linajes, cuántas grandes y ricas heredades y posesiones, cuántas y cuán preciosas riquezas se vieron, sin heredero y legítimo sucesor, desamparadas! ¡Cuántos valerosos y nobles hombres, cuántas y cuán hermosas, graciosas y galanas damas, cuántos gentiles y alegres hidalgos que, no a juicio del pueblo común, más al de Galeno, Hipócrates y Esculapio, serían juzgados bien salubérrimos y sanos, a la mañana comieron con sus compañeros y amigos, y a la noche cenaron en el otro mundo, con sus antepasados!”
lunes, 27 de abril de 2009
Roce
domingo, 26 de abril de 2009
Aproximaciones a la máscara
Yo soy tú, tú mi representación. Yo en primer plano, tú habitas todos los planos. Yo efímera, tú permaneces. En mis gestos se intuye la mutabilidad, pero tú, máscara, conviertes en inmutables mis gestos. Eres como mi cráneo, yo te doto de mi apariencia. Pero si dudo, si la debilidad me vence, tú converges sobre mi perímetro y me tomas. Y hablas por mi, sonríes por mi, reniegas por mi, te estremeces por mi. Es bueno tenerte a mi lado, máscara, mi doble sombra. Si mi mirada se cansa, tú estás preparada para retomarla. Si mi boca se entreabre por el tedio, tú la prolongas. Si mi piel se relaja por la desazón, tú, carátula cómplice, la tersas de nuevo. Si mi sed me desborda, tú me cubres de rocío. Si el dolor me divide, tú lames mis llagas ácidas. No hay motivo, mi fetiche consorte, para sospechar que la vida no la llevas tú, en vez de decidirla yo. Ambas echamos a suertes un destino, del que yo tengo menos posibilidades de salir indemne. Y entonces, tú, despojada forzosamente de mi compañía ingrata, rehuirás la orfandad. Mas el tiempo hará de mi olvido. Sollozarás cuando no me tengas a tu lado. Entonces tú engendrarás lo que yo no he engendrado jamás. Simbolizarás la necesidad de mi estirpe. Acompañarás a otro rostro destinado a contemplar, entregado a desear, condenado a ajarse, mientras tú prevalecerás sin entusiasmo. Te labraron para que tu misión se reprodujera una tras otra en las nuevas vidas que a su vez se irán marchitando. Pero sabrás, quebrada por la amargura, que fuiste única para mi, mi ébano latente.
(Pero nadie sabrá jamás quién descubrió a quién, ni quién fue la sombra protectora de quién, ni de qué noche decidimos hacer un cielo, ni de que luz brotó nuestro deseo, ni de qué oscuridad salieron las primeras letras que nos nombraron, ni cuánta ansia retorció nuestros cuerpos, ni qué plegaria nos hizo juntar las bocas, ni qué orden callada me sujetó a tus reglas, ni qué golpe certero nos convirtió en árbol, ni qué incendio nos hizo salir huyendo, ni qué temores nos apartaron lejos, ni qué silencios rabiosos inmovilizaron nuestras mandíbulas, ni qué sabor tenían tus dedos, ni qué olor provocaba la erección de mis senos, ni qué mirada me arrancaba los ojos, ni qué lengua auspiciaba mi lluvia, ni quién emitió el primer alarido, ni cómo el chasquido de tus huesos bajo mis huesos, ni quién arañó la tierra, ni quién golpeó la luna, ni de qué forma irracional nos precipitamos al abismo, ni cómo acallamos la furia de la tormenta, nadie sabrá distinguir el poder recóndito y profundo fundidos en la máscara, la que nos oculta a los otros, la verdad latente, el confuso abandono...)
(Acompañan dos obras de la fotógrafa de Camerún Angèle Etoundi Essambla)
El ojo de la cerradura
A veces las puertas de la tierra no son las del cielo. Por mucho que quienes las abren y las cierran giren la llave o cambien la cerradura. Por más que los ángeles las preserven y jueguen con ellas hasta tornarlas volátiles como ellos mismos. Demasiado pesada y equívoca debe ser la concesión del capelo para estar a salvo de los maléficos poderes de este mundo. Mas los poderes de este mundo, ¿son atributos concedidos por Dios o por el Diablo? ¿Son un reconocimiento o un castigo? ¿Una prebenda o una carga fatal? ¿Se trata de una responsabilidad o de una tentación? ¿Una misión o una condena? ¿Se ven proyectados hacia la derecha del Padre o temen ser sepultados en el fuego eterno? ¿Son la Verdad autoproclamada por la carne de unos hombres o el eco silencioso de la voluntad de ser como dioses que todos llevamos dentro? ¿Representan aún la autoridad o son recibidos como el rechazo? Nadie niega la belleza de la cerrajería barroca, por más que ese asomar de la cerradura moderna espante. Aún están ellos ahí. Actualizando su cancela. Los guardianes de su Ley y los depositarios de su Verdad. Los celadores de su Virtud y los exegetas del Bien y del Mal. Los decisorios del Amor y los inquisidores de la Culpa. Y todo ello dependiendo del ojo de una cerradura, esa pequeña y sabia rendija por la que se abren y se cierran los inmensos pero caducos poderes de los hombres. ¿Qué entra y qué sale por ese ojo de la pequeña y prepotente ciudad de los fariseos? La forma del ojo de la cerradura me recuerda las de aquellas entradas a la ciudad amurallada de Jerusalén, que nunca estuvo claro que fuera también la ciudad de Dios. Aquellas pequeñas agujas por donde se supone que debería resultar más fácil que entraran los camellos. Porque los poderosos de la parábola -incluidos los revestidos por el capelo y por toda una serie de atributos simbólicos- han estado entrando y saliendo a discrección a lo largo de los siglos.
lunes, 20 de abril de 2009
El valor de John Heartfield
Hasta 1916 se había llamado Helmut Herzfelde, pero en protesta por la intervención imperialista de Alemania en la Primera Guerra Mundial y respondiendo a sus ideas pacifistas, adopta el nombre de John Heartfield. Procede del movimiento artístico Dadá, y junto con su hermano Wieland creó la editorial Malik, con objeto de editar libros de izquierda o literatura de autores rusos, donde realiza las portadas y la maqueta.Las nuevas tipografías le van a permitir desarrollar los fotomontajes que le caracterizarán durante años.
Ya el movimiento dadaísta había trabajado los collages, pero desde una perspectiva más bien estética y meramente surrealista, portador de un mensaje redentor puramente individual. Heartfield dota de otra intención a sus collages fotográficos. Ve en ellos un nuevo sistema expresivo para ejercer crítica política. No ignora la importancia creciente de la publicidad sobre la gente, y sabe aprovechar la renovación tecnológica, incluyendo los medios tipográficos y la fotografía.
Aunque durante la década de los años 20 del siglo pasado trabajó en varios medios de la izquierda alemana, es la revista AIZ (Arbeiter Illustrierte Zeitung, Periódico Ilustrado de los Trabajadores) y posteriormente la VI (Volks-Illustrierte, Revista Ilustrada del Pueblo) las que van a acoger con mayor incisión y calidad sus portadas y carteles, donde sus fotomontajes son el lenguaje que llegaba directo a los lectores del periódico.
Como dice Heiri Strub: “Los trabajos de Heartfield contradicen la tesis según la cual el arte y la agitación se excluyen mutuamente. John Heartfield siempre entendía sus fotomontajes como obras de arte. No le molestaba que los críticos de arte contemporáneos no le reconocieran como artista. Sus láminas, creadas para ser difundidas en grandes tiradas, no poseían tampoco valor de bolsa en el comercio del arte. Con sus acusaciones políticas masivamente difundidas, difícilmente podía granjearse la simpatía de la burguesía coleccionista de arte. Los obreros, por el contrario, para quienes creaba ante todo sus fotomontajes, si bien comprendían el contenido revolucionario de estos, no emitían jucios de valor artísticos.
¿Por qué, entonces, ese gran esmero en cada una de sus obras? ¿Por qué este alto sentido de responsabilidad artística para una propaganda política condicionada por el día a día? En Heartfiel, la calidad artística se identifica con la clara ejecución del concepto, con la consecuente realización de la idea gráfica y argumental. A ella han de subordinarse los medios gráficos, la distribución del espacio, las proporciones, la elección de los tipos de letras, las tonalidades de las fotos, o también los colores. Cada detalle es parte integrante del testimonio.”
Los montajes de Heartfield están elaborados en base a imágenes -mezcla de fotografías extraídas de otras partes o incluso hechas por los fotógrafos de su editorial con dibujos, tipografías y textos- que se pretenden mostrar en planos diferentes, para que el lector-espectador nunca se confunda y no las tome por escenas reales, y a la vez para que el contenido satírico y de denuncia resalte la intención ácida del mensaje.
En este sentido la larga experiencia de Heartfield en su tarea profesional y militante es fundamental para poder competir con las revistas ilustradas que invadían el mercado, donde la información se ofrecía manipulada, y las noticias estaban controladas por los gobiernos de los países poderosos.
La tarea de Heartfield y sus revistas AIZ y VI se centró fundamentalmente en la crítica despiadada al nazismo (lo que le valió estar permanentemente en el ojo del huracán del partido nazi), a la violencia del militarismo, a la hipocresía y complicidad de las distintas iglesias con el poder. Lejos de disminuir la calidad artística de la obra de Heartfield, este enfoque directo le dotó de una calidad moral y de una entidad humana y solidaria dignas de todo crédito.
Es de nuevo la palabra de Heiri Strub la que aclara: “John Heartfield es el maestro del huecograbado en cobre, equiparable al maestro del libro doméstico para la calcografía, a Durero para la xilografía, a Rembrandt para el aguafuerte, a Goya para el aguatinta, y a Daumier para la litografía. Todos ellos fueron humanistas y para su propaganda elevaron a categoría de arte a la técnica gráfica más avanzada de su respectiva época, aquélla con la que podían llegar a los más amplios sectores populares.”
domingo, 19 de abril de 2009
La planta facciosa, catalogada por Larra
Me quedo con la ironía de Mariano José de Larra, del artículo La planta nueva, o el faccioso, aparecido en La Revista Española, 10 de noviembre de 1833.
"Verdad es que hay en España muchos terrenos que producen ricos facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año dos o tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el suelo, y a un volver de cabeza nace un faccioso. Nada debe admirar por otra parte esta rara fertilidad, si se tiene presente que el faccioso es fruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silvestre entre matorrales, y que así se aclimata en los llanos como en los altos; que se trasplanta con facilidad y que es tanto más robusto y rozagante cuanto más lejos está de población. Esto no es decir que no sea también en ocasiones planta doméstica; en muchas casas los hemos visto y los vemos diariamente, como los tiestos en los balcones, y aun sirven de dar olor fuerte y cabezudo en cafés y paseos. El hecho es que en todas partes se crían; sólo el orden y el esmero perjudican mucho a la cría del faccioso, y la limpieza, y el olor de la pólvora sobre todo, le matan. El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle a echar mano; se cierra y esconde como la capuchina a la luz del sol, y se desparrama de noche; carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de apoyo; gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se mantiene, como esos frutos, de lo que coge a los demás; produce lluvia de sangre como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las auras a una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la azafétida, y es vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones.
Es planta peculiar de España, y eso moderna, que en lo antiguo o se conocía poco, o no se conocía por ese nombre; la verdad es que ni habla de ella Estrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio el joven, ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, en fin, de algunos siglos de fecha."
"Verdad es que hay en España muchos terrenos que producen ricos facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año dos o tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el suelo, y a un volver de cabeza nace un faccioso. Nada debe admirar por otra parte esta rara fertilidad, si se tiene presente que el faccioso es fruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silvestre entre matorrales, y que así se aclimata en los llanos como en los altos; que se trasplanta con facilidad y que es tanto más robusto y rozagante cuanto más lejos está de población. Esto no es decir que no sea también en ocasiones planta doméstica; en muchas casas los hemos visto y los vemos diariamente, como los tiestos en los balcones, y aun sirven de dar olor fuerte y cabezudo en cafés y paseos. El hecho es que en todas partes se crían; sólo el orden y el esmero perjudican mucho a la cría del faccioso, y la limpieza, y el olor de la pólvora sobre todo, le matan. El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle a echar mano; se cierra y esconde como la capuchina a la luz del sol, y se desparrama de noche; carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de apoyo; gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se mantiene, como esos frutos, de lo que coge a los demás; produce lluvia de sangre como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las auras a una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la azafétida, y es vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones.
Es planta peculiar de España, y eso moderna, que en lo antiguo o se conocía poco, o no se conocía por ese nombre; la verdad es que ni habla de ella Estrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio el joven, ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, en fin, de algunos siglos de fecha."
Tu boca
Una vez, ¿cuánto hace de ello?, escribí esto...
tu boca
¿está hecha de hielo
o de azahar?
si de hielo
mis labios se sumergirán
en busca de aguas profundas
y nítidas
si de flor
besaré un aroma
que me devuelva a la tierra
tu boca
oferente
pálpito
para mi sed
Hoy sigo sin saber si el hielo pudo con la flor, y no la dejó crecer. Y mi sed...ah mi sed. Permanece.
sábado, 18 de abril de 2009
Surcos
En tu total expansión, no estabas. Ni siquiera la respiración hacía que movieras levemente un músculo del rostro. Esa dispersión te alejaba de este mundo y también de ti mismo. Envuelto en arrugas tu cuerpo era un mero camuflaje. Alguien habló de ti y la conversación se deslizó por el pasillo, golpeando paredes y techos y filtrándose por las puertas abiertas. Su sonido llegó hasta tu orilla, desigual, inexacto, apagado. Porque al rebotar las palabras junto a tu lecho no estaban completas. Llegaban convertidas también en arrugas. Las palabras parecen llanas, vestidas de sentido, pero tienen sus pliegues y se acartonan. Entonces, cualquier modo poco delicado de tocarlas las parte. O cualquier ausencia. Tú te hallabas ausente de la casa. Tu cuerpo ocupaba el lugar acostumbrado, pero no estabas. Tenías recogidos los sentidos, y la flacidez de tus brazos y el abandono de tu cabeza y la lasitud de todo tu cuerpo y aquella sonrisa inhabitual y falta de energía te daban por muerto. Al día siguiente algún ocupante de la morada te va a preguntar con sorna dónde viajaste en tus sueños. Entonces, la conversación que llegó hasta ti y se manifestó como las aguas de un estanque volverá a recorrer el camino inverso. En su desasosiego imparable por encontrar un espacio donde ser atendidas, las palabras clamarán, saltarán histéricas, embadurnarán todo el perímetro interior de la vivienda. En su locura se mostrarán cada vez más graves, más prominentes, más agresivas. Huérfanas entre quien las emitió y quien no las reconoció, temerán su disolución definitiva. Al resistirse, arañarán el aire empobrecido y mohoso del interior. Avanzada la mañana, sorprendido por no aparecer a los deberes cotidianos, alguien llegará hasta tu dormitorio, abrirá los cuarterones de la ventana, dejará penetrar la luz y moverá las sábanas. De los surcos vacíos emanará tan solo el último olor deleitable de tu cuerpo, que nadie podrá palpar ya más.
(La fotografía es de Leo Matiz)
Ilusiones del Tiempo
viernes, 17 de abril de 2009
La soledad, según Cioran
“La soledad no te enseña a estar solo, sino a ser único.”
Esta frase aforística que leo en la obra de E.M.Cioran titulada El ocaso del pensamiento, publicada en 1940, me hace concluir: ¿hay algún pensamiento más alejado de la melancolía y el entreguismo al Absoluto que éste que acabo de leer?
(Leer a Cioran y regustar sus perplejidades, incluso hacerlas nuestras. No estar de acuerdo en la primera lectura de algunos de sus pensamientos. Volverlos a leer de otra manera, tal vez desde otro ángulo o poniéndonos en su lugar. Aunque sigamos sin estar de acuerdo. Mantener las distancias pero sentir el magnetismo de su atracción bipolar. O no mantenerlas y fundirnos en el carácter caótico de sus argumentos. Lo caótico como formación de la materia. Contemplar las conclusiones que establece entre lo aparentemente obvio y el retorcimiento al cual somete a lo obvio. Participar de su cuestionamiento de la esencia del hombre, harto salvaje incluso. Descender a sus abismos de torturado. Ascender a sus apreciaciones extáticas. Valorar sus encantamientos místicos. Observar la magia con que convierte a su Dios en un juego de acción-reacción obsesivo. Dejarnos atrapar en sus cuestionamientos morales liberatorios. Sentirnos empujados en el balancín del tándem vida-muerte del cual espera una mera complementariedad. Notar que nos hallamos atrapados en un eje existencial agridulce, con propensión a lo agrio. Dejarnos seducir por la composición de sus palabras. Creer en sus palabras aunque no creamos en el fondo de su filosofía. Admirar su claridad sobre el señor Tiempo. Otro concepto como Dios, al que adora a la contra. Otra caracterización de la que no puede despegarse por más que lo fustigue. Atender a su enfermiza inclinación a buscar el mal absoluto como una garra subyacente en el individuo y en la especie. Minimizar todo el sistema que le impregna de remordimientos, pecados, desdichas y demás terminología de las religiones de Occidente. Intentar la tercera lectura o la cuarta cuando algo se nos atraganta o no acabamos de percibir. Permitir en cualquiera de los casos que nos sugiera y nos motive a ejercitar nuestras propias fórmulas de atracción y rechazo. Abandonarnos, por último, a nuestras propias conclusiones, se participen o se alejen de las suyas)
(Fotografía de Boris Ignatovich)
jueves, 16 de abril de 2009
Hoy cocido
En la puerta de la casa de comidas, una pizarra con letras ordinarias: “Hoy cocido”. Qué sintaxis tan bien avenida. Vincula nada menos que el Tiempo con el alimento. Y ambos se transcienden de mutuo acuerdo en mensaje.
Perece simple, pero el mensaje atraviesa la exigente aduana del cerebro y la información se procesa instantáneamente. La decisión le lleva adentro. Cocido, por favor, pide. Qué armonía entre el lenguaje y la función que se le demanda. El camarero le sirve. Un diálogo perfecto donde sobran las palabras.
De niño cogía los cubiertos con la mano cerrada, los empuñaba. Le parecía una herramienta, más que un utensilio. Tal vez un arma (un arma también es una herramienta) Con ellos hacía, más que se servía. Todo un proceso de convertir la mano en útil y el útil en medio. El niño no sólo toma los objetos. Los interroga, los transforma, los adecua. El cubierto, una herramienta que debía ejecutar el importante trabajo de traducir lo objetivo y distante en subjetivo e interior.
La descripción elíptica de los cubiertos en la mano de un niño. Algo más que un impulso abstracto. Algo más que llamar la atención. Algo más que la muestra del tedio a la hora de la comida. Algo más que una representación teatral. Algo más que una ejercitación psicomotriz. Acaso la iniciación de un vuelo.
El cubierto en la niñez: un medium para conjurar la comida familiar obligatoria. Y convocar a los espíritus de la rebeldía.
Capturar las múltiples formas de que está revestido el alimento. Un desafío arriesgado y divertido en la infancia. Una técnica para cada presa. El niño cazador va de safari, entre la mirada severa o comprensiva de los padres-guías del campamento.
Garbanzos, repollo, tocino, chorizo, relleno, carne de morcillo, patata...no son meras palabras. Son vocablos nutrientes. Pero como sucede con todas las palabras se hace abstracción por un ligero instante y se decide si deben alimentarnos o no. O si nos apetecen o no, que probablemente es el primer impulso. Cada uno debe saber elegir y utilizarlas. Se puede apartar alguna, menospreciar otras, aceptar inequívocamente las más atractivas. El objeto y su nombre. El objeto y lo que nos significa. Aquí, lo sabroso y su consagración por el lenguaje.
¿Hay algo que vincule tanto a los hombres como la utilización de tenedores y cucharas? Pensar que este tenedor que desafía mi barba, regatea mis labios, atraviesa la frontera de mis dientes y planea sobre la lengua hasta hacer aterrizar un bocado para satisfacción del paladar, pensar que este tenedor, digo, antes que a mi se ha aproximado a miles, millones de bocas. Y que después de mi, seguirán el curso de su función con otros miles de comensales. Aparto mis diferencias con los humanos y me entraño con ellos. El utensilio como pacificador.
(Fotografía del húngaro André Kertesz)
Perece simple, pero el mensaje atraviesa la exigente aduana del cerebro y la información se procesa instantáneamente. La decisión le lleva adentro. Cocido, por favor, pide. Qué armonía entre el lenguaje y la función que se le demanda. El camarero le sirve. Un diálogo perfecto donde sobran las palabras.
De niño cogía los cubiertos con la mano cerrada, los empuñaba. Le parecía una herramienta, más que un utensilio. Tal vez un arma (un arma también es una herramienta) Con ellos hacía, más que se servía. Todo un proceso de convertir la mano en útil y el útil en medio. El niño no sólo toma los objetos. Los interroga, los transforma, los adecua. El cubierto, una herramienta que debía ejecutar el importante trabajo de traducir lo objetivo y distante en subjetivo e interior.
La descripción elíptica de los cubiertos en la mano de un niño. Algo más que un impulso abstracto. Algo más que llamar la atención. Algo más que la muestra del tedio a la hora de la comida. Algo más que una representación teatral. Algo más que una ejercitación psicomotriz. Acaso la iniciación de un vuelo.
El cubierto en la niñez: un medium para conjurar la comida familiar obligatoria. Y convocar a los espíritus de la rebeldía.
Capturar las múltiples formas de que está revestido el alimento. Un desafío arriesgado y divertido en la infancia. Una técnica para cada presa. El niño cazador va de safari, entre la mirada severa o comprensiva de los padres-guías del campamento.
Garbanzos, repollo, tocino, chorizo, relleno, carne de morcillo, patata...no son meras palabras. Son vocablos nutrientes. Pero como sucede con todas las palabras se hace abstracción por un ligero instante y se decide si deben alimentarnos o no. O si nos apetecen o no, que probablemente es el primer impulso. Cada uno debe saber elegir y utilizarlas. Se puede apartar alguna, menospreciar otras, aceptar inequívocamente las más atractivas. El objeto y su nombre. El objeto y lo que nos significa. Aquí, lo sabroso y su consagración por el lenguaje.
¿Hay algo que vincule tanto a los hombres como la utilización de tenedores y cucharas? Pensar que este tenedor que desafía mi barba, regatea mis labios, atraviesa la frontera de mis dientes y planea sobre la lengua hasta hacer aterrizar un bocado para satisfacción del paladar, pensar que este tenedor, digo, antes que a mi se ha aproximado a miles, millones de bocas. Y que después de mi, seguirán el curso de su función con otros miles de comensales. Aparto mis diferencias con los humanos y me entraño con ellos. El utensilio como pacificador.
(Fotografía del húngaro André Kertesz)
miércoles, 15 de abril de 2009
Ilusoria
"Y TÚ ¿de qué lado de mi cuerpo estabas, alma, que no me socorrías?"
José Ángel Valente, “No amanece el cantor”, 1992.
Cuando te fuiste el día era tan claro que bebí de su luz. Pero la luz también se parte. Y de sus quebraduras salen lágrimas. Entonces, quise mirar para otro lado, pero nada veía en aquel espacio indefinido. Abrí la puerta de los sueños. En el paisaje de las nieblas no se advierte ni luz ni oscuridad. Sólo te embarga una luminiscencia aparente, desteñida, determinada por una ausencia de colores. Caminé sin agotamiento, pero también sin ilusión. Dando tumbos. Recuerdo cierto apresuramiento por llegar al origen de algo. De un sentido, acaso. A cuando tú estabas, me pongo de ejemplo, en mi mundo perdido. Una luna demediada salió a mi encuentro. La figura se ofreció tímida desde su imagen vidriada. A medio hacerse entre la masa de mármol y el esbozo de un cincel. La sugerencia impersonal de aquel rostro frío y omiso me dio miedo. Sentí la hinchazón en los ojos. Los músculos me dolieron por la rigidez. Ahogué un grito ronco. Cuando quise apartarme de la ninfa de hielo, mis pies no me sostuvieron. Entonces, con dificultad, clamé. Sospecho que pronuncié un nombre. Pero el alma, igual que tú, se me había marchado.
(Fotografía de Leonard Nimoy)
José Ángel Valente, “No amanece el cantor”, 1992.
Cuando te fuiste el día era tan claro que bebí de su luz. Pero la luz también se parte. Y de sus quebraduras salen lágrimas. Entonces, quise mirar para otro lado, pero nada veía en aquel espacio indefinido. Abrí la puerta de los sueños. En el paisaje de las nieblas no se advierte ni luz ni oscuridad. Sólo te embarga una luminiscencia aparente, desteñida, determinada por una ausencia de colores. Caminé sin agotamiento, pero también sin ilusión. Dando tumbos. Recuerdo cierto apresuramiento por llegar al origen de algo. De un sentido, acaso. A cuando tú estabas, me pongo de ejemplo, en mi mundo perdido. Una luna demediada salió a mi encuentro. La figura se ofreció tímida desde su imagen vidriada. A medio hacerse entre la masa de mármol y el esbozo de un cincel. La sugerencia impersonal de aquel rostro frío y omiso me dio miedo. Sentí la hinchazón en los ojos. Los músculos me dolieron por la rigidez. Ahogué un grito ronco. Cuando quise apartarme de la ninfa de hielo, mis pies no me sostuvieron. Entonces, con dificultad, clamé. Sospecho que pronuncié un nombre. Pero el alma, igual que tú, se me había marchado.
(Fotografía de Leonard Nimoy)
martes, 14 de abril de 2009
Hoy, tus labios
Hoy quiero tus labios así.
Tricolores, multifrutales.
Tricolores, multifrutales.
Capaces de saciarme.
Inhalar y expeler aire.
Airear ideas, voluntades, intenciones, propuestas.
Inhalar y expeler aire.
Airear ideas, voluntades, intenciones, propuestas.
Nutrir las rebeldías.
La referencia histórica no es nostalgia para mi.
Es la herencia. Es el testigo
La referencia histórica no es nostalgia para mi.
Es la herencia. Es el testigo
de la carrera de fondo de los hombres.
Es mirada profunda y una señal
Es mirada profunda y una señal
que aventa cada día nuestros pasos.
Hoy quiero que esa gota de saliva
tenga tu color.
Hoy quiero que esa gota de saliva
tenga tu color.
domingo, 12 de abril de 2009
Inquieta (Traslado, VIII)
Esta noche me he despertado inquieta. A veces me siento atosigada por Karl. No es que no me guste echarle una mano cuando lo necesita, pero tiene que salir de mi, tengo que estar convencida. No siempre me gusta leer para él, y menos esos textos crípticos, con oscuros significados que no me entusiasman, y que no obstante, me exige que los lea con fuerza y sentimiento. Yo le observo, sé siempre en qué momento se agudiza su crisis. Entonces actúo. Me gusta controlar la situación. Cuando él me pide con insistencia algo me siento extorsionada emocionalmente. No me gusta. Entonces me apetecería estar a distancia, no darme por enterada. Al recluirse en la finca de la manera tan tajante como lo ha hecho, Karl ha tensado nuestra relación. Ambos lo sabemos. No he querido dejarme intimidar por ello. Trato de relajar esta fricción que parece anodina pero que se me hace difícil de soportar. No digo que no esté dispuesta a hacerle más grato ese curso casi enfermizo de sus días, pero ambos sabemos que encerrarse no es la solución. Además yo estoy provisionalmente aquí. Y ahora que el embargo parece que se va a llevar a efecto con todas las consecuencias, estoy haciendo todo lo que está en mi mano por suavizar las circunstancias del desalojo. Incluso las gestiones para encontrar otra casa las estoy ejecutando yo. Y lo hago pensando sobre todo en él. Pero no parece que Karl lo acabe de entender. Su cooperación es parca, y eso me preocupa. Sé cómo le afecta todo esto. En el fondo se resiste a abandonar nuestro lugar de infancia. Y comprendo que su indolencia sea una reacción, y su desánimo una protesta. Pero, ¿tengo que ser yo el objeto de su queja? También para mi es muy duro. Él se da cuenta y pretende arrastrarme a su parálisis. Y esto es lo que me molesta de él, que no advierta que yo soy yo, no sólo su hermana, no sólo su instrumento de salvación, sino que tengo mi propia manera de vivir y no voy a hundirme en este lugar. No, no en este lugar puesto que nos echan de él. Y ni siquiera me reclama permanecer indefinidamente en cualquier lugar nuevo donde haríamos lo mismo, donde él pretendería aferrarse al espacio limitado y asegurarse mi cercanía. Me conoce lo suficiente como para ignorar que antes o después, en cuanto consideremos que el cambio nos estabiliza a todos, volveré a viajar. No le basta con que le diga una y otra vez que éste es y será siempre mi lugar añorado. Un lugar perdido, qué paradoja. Y que él es importante para mi, pero no decisivo. Yo no tengo la misma textura de renuncia a la vida que él tiene, ni mis apetencias se hallan satisfechas, ni quiero que se frustren antes de tiempo. No, mi vínculo no me obliga a nada más de lo que hago por él. Karl fue antes semejante a lo que soy yo ahora. No paraba por el mundo y eso le facilitó conocimientos, amistades, ocupación. En algún momento cambió. No sé por qué cambió. Pero al cambiar de comportamientos se refugió en mi, exigió con tretas mi retorno. Sé que Karl seguirá pidiéndome que lea los textos que tanto le fascinan. Que utilizará todos los recursos posibles para que interprete las situaciones y las voces de los personajes, y que fluya bajo el oculto narrador que va cursando la obra. Él quisiera tal vez que ambos fuéramos parte de esa literatura que le hiere y a la vez le fascina. Es como si hubiera un recorrido paralelo entre lo que dicen sus narraciones secretas y nuestro pasado. Como si se mirase en ellas para no perder lo poco que le va quedando, sus recuerdos.
(Fotografía de Taras Kuscynskyj)
sábado, 11 de abril de 2009
Horizonte
viernes, 10 de abril de 2009
Szymborsksa, los traductores y yo
No me cabe duda de la dificultad que implican las traducciones. Si resultan arduas en la prosa, imaginemos cómo tiene que ser entrar en mundos menos lineales y harto complejos como son los de la poesía. Mundos donde lo que menos se manifiestan son las palabras, a pesar de la apariencia, a pesar de ser intermediarias que marcan. Donde lo que se objetiviza es lo menos objetivo: los elementos naturales, las miradas, la fragilidad, lo hondo, la fugacidad, lo que se queda, los múltiples sonidos, los aromas, la quietud, el silencio, los colores imprecisos, la búsqueda, la hilación de las vidas dentro de la vida, el tránsito, las muertes, las resurrecciones, los espejos.
Los traductores Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano, a los que debemos la versión española en la editorial Igitur de Instante, de Wislawa Szymborska, hacen jugosos comentarios al final del libro, que no me resisto a ignorarlos.
“¿Cómo, por ejemplo, traducir un instante en un instante, cómo en el instante preciso? ¿Cómo traducir la marcha de las nubes que pasan, si ni ellas ni su paso son siempre los mismos? ¿Qué hacer con los sueños para quedarnos dormidos y despertar de nuevo en aquel del que partimos? ¿Cómo invitar a las plantas a dejar de callar en otro idioma? ¿Cómo traducir la luz, las sombras, la mañana?
Cada poema es una casualidad inconcebible, un charco sin fondo, una existencia y, por ende, una infinidad de no existencias, futuro y recuerdo, una pequeña muerte y una bella viuda, u salto detenido, un breve equipaje de regreso, una señal, un baile, una pregunta; cada poema deja tras de sí su cierto todo, su cierto cien por ciento y una serie interminable de silencios, que también hay que traducir.
Y si el poeta es el residuo del silencio en las alturas, el traductor es el residuo del residuo, pero también un niño que tira del mantel cuando lo visita el alma del poeta para juntos convertirse en testigos -esta vez un poco más puntuales- de cómo lo alboreante, que no el alba, se convierte en matinal.
Como sea, no hay que hacerse demasiadas ilusiones: el poema traducido no es más que el negativo de una revelación y, en el mejor de los casos, el menor de los errores.”
Los traductores Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano, a los que debemos la versión española en la editorial Igitur de Instante, de Wislawa Szymborska, hacen jugosos comentarios al final del libro, que no me resisto a ignorarlos.
“¿Cómo, por ejemplo, traducir un instante en un instante, cómo en el instante preciso? ¿Cómo traducir la marcha de las nubes que pasan, si ni ellas ni su paso son siempre los mismos? ¿Qué hacer con los sueños para quedarnos dormidos y despertar de nuevo en aquel del que partimos? ¿Cómo invitar a las plantas a dejar de callar en otro idioma? ¿Cómo traducir la luz, las sombras, la mañana?
Cada poema es una casualidad inconcebible, un charco sin fondo, una existencia y, por ende, una infinidad de no existencias, futuro y recuerdo, una pequeña muerte y una bella viuda, u salto detenido, un breve equipaje de regreso, una señal, un baile, una pregunta; cada poema deja tras de sí su cierto todo, su cierto cien por ciento y una serie interminable de silencios, que también hay que traducir.
Y si el poeta es el residuo del silencio en las alturas, el traductor es el residuo del residuo, pero también un niño que tira del mantel cuando lo visita el alma del poeta para juntos convertirse en testigos -esta vez un poco más puntuales- de cómo lo alboreante, que no el alba, se convierte en matinal.
Como sea, no hay que hacerse demasiadas ilusiones: el poema traducido no es más que el negativo de una revelación y, en el mejor de los casos, el menor de los errores.”
Más claro y más sincero, no lo he escuchado jamás de boca de traductores.
(Fotografía de Boris Ignatovich)
Szymborska y yo
Lluvia, y cielo inexistente. La luz oculta. Los rostros sin ojos. Asomarse a la ventana. Calles anodinas, como de otra época. Parálisis enmascarada. Mirar adentro. Abrir un libro al albur. Activar. Seguir mirando más adentro. Los sentidos en una dirección. El extraño placer de los conceptos. Adecuación del cuerpo. Territorio cercado a las invasiones superfluas. Destellos en espiral. Ritmo pausado. Consecuencia. Leer un poema tao. Ritmo más agitado, muy profundo. Tres palabras y una sola pronunciación. Estremecerse. Tres tiempos y una enunciación contra sí misma. Emocionarse. Tres posibilidades y un apariencia. Dejar de ser uno. Sentirse afuera aunque se encuentre uno arraigado en su materia. Wislawa Szymborska:
Las tres palabras más extrañas
Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.
Wislawa Szymborska, de su obra Instante.
jueves, 9 de abril de 2009
Las palabras no dichas
...i totes les paraules
que han estat dites
són el nostre passat...
Anna Montero, Com si tornés d’enlloc
No sé si todas las palabras dichas
son nuestro pasado. Puede ser.
Pero su mano es larga
y retiene algunas veces
nuestra vida.
Otras la deshacen y sólo queda de ellas
cenizas inadvertidas.
No debe menospreciar el hombre
la fragua del destino
cuyas brasas hablan.
Su metal elaborado
es hiriente
y nos quema la sangre.
Aquellas palabras que quedaron atrás,
¿cuándo se pronunciaron y ante quién
y en qué situación,
que nos marcaron para siempre?
Dirías:
que nos mataron para siempre.
No sé si todo es palabra-memoria
-¿acaso ambas, palabra y memoria,
son especies muertas?-
pero pienso en todo lo que no se pronunció
jamás.
Aquellos filamentos de sílabas,
partículas eléctricas cuyas imágenes
no cuajaron
en el cerebro agitado del hombre.
Las que apenas vadearon fugaces
el río avasallador del pensamiento,
por un instante
-¿cómo medirlo?-
insumiso,
así nuestros sorprendidos deseos.
No, no sé
si de las palabras nonatas
alguna vez nos arrepentiremos.
¿Nos hubieran salvado de haberlas arrojado
al mundo,
tal vez a otras manos
o una boca sedienta?
Y mientras, bullendo en sus rescoldos
la forja
golpea las apetencias del presente.
Las convoca
y las llama
con nombres difusos.
No todas las palabras
están dichas.
miércoles, 8 de abril de 2009
Lectura de Esfinge versus Quimera (Traslado, VII)
Y leí. El libro estaba sumamente deteriorado. No sé dónde lo habría conseguido Karl. No pertenecía a la biblioteca tradicional de la familia, pero Karl se había ocupado estos últimos años de hacerse con un número importante de libros. Recorría mercadillos, acudía a casas de gente que se quería deshacer de sus pequeñas bibliotecas, bien porque los herederos no supieran apreciar el género o motivados por su insolvencia económica. Algunas de estas librerías familiares estaban dotadas no sólo de ejemplares antiguos sino incluso raros y desconocidos. Karl se recorrió no sólo la región, sino puntos alejados del país, llamado por las confidencias y los chivateos que le hacían llegar sus viejos contactos personales, aún abundantes antes de recluirse en la finca. Pero él no adquiría cualquier ejemplar. Sólo se quedaba con aquellos libros que siempre deseó tener en su infancia y no tuvo, y con los que consideraba diferentes. Diferentes a las modas, a los cánones, a los dogmas, a las prescripciones, a los catecismos ideológicos, a los gustos estéticos, o simplemente a las ideas que él denominaba reducidas. El pequeño volumen no estaba editado en el país. Y no era tampoco una edición de otro siglo. El texto era difícil de fijar, ya que faltaban las páginas de referencia de su edición. Probablemente fuera un texto de otro tiempo inserto en una edición reciente. La tipografía engrandecía el tamaño y la belleza de las letras. Las palabras de Karl, a caballo entre súplica y exigencia, me hicieron dudar de momento. Pero el estado lastimoso de aquel libro en contraste con la belleza técnica de su interior desarmaron mi indecisión. Y pronuncié extrañas palabras. Y leí oscuras sentencias. Y me dejé impregnar de un movimiento inestable que producía desasosiego...
"...En medio del intensísimo fuego que devoraba la nebulosa, la acometida entre ambos seres fue brutal. En aquel maremagno de luz y de oscuridad que se fraguaba, la sangre de los enfrentados se derramó sin piedad. El Tiempo, que había permanecido fragmentado y ausente, se unificó con una fuerza desmedida. La necesidad de saber cómo disponer de él y de qué modo averiguar a qué destino incierto llegar, arremetió a su vez con la energía que sólo los elementos naturales en expansión pueden desencadenar. Y con ella las preguntas se empeñaban tenaces y obsesivas por detener la insolencia bravía, y las respuestas se resistían audazmente a ser paralizadas en el territorio de la confusión. Ambas fieras se encontraban en la misma selva y se perseguían por análogo desierto. Tal era así que las grandes extensiones del mundo resultaban angostas para su denodada feracidad. Y su feroz locura les incitaba a perseverar en un cataclismo que llegaba por momentos. Si una pretendía atravesar el paraje intrincado con la temeridad que portan los sueños, la otra trataba de detener la marcha con toda suerte de sofismas que desvirtuaban lo real. Ese pulso les obligaba a traspasar el borde mismo de la tentación y a su vez hundir sus pies en la ciénaga de la duda. Una apuesta de caracteres difícil de sortear si no se intentaba a través de la prueba en la que ambos podían sucumbir. Su oscura finalidad les ataba. El incendio que les consumía no beneficiaba a una de las partes, sino que asolaba a las dos potencias hasta fundirles en el caos. ¿Quién exhibía mayor fuerza? ¿Quién cautivaba a quién? ¿Quién exhibía una pulsión destructora superior? Ambos atacaban y contraatacaban, y ambos se defendían a su vez. Ambos temían el abrazo mortal, como si la serpiente hubiera pasado antes y hubiera dejado la semilla de la sabiduría encubierta, que ahora estas criaturas se disputaban sin concesión. Pertrechados de la robustez de sus cuerpos, estimulados por una ansiedad ferviente que les desgarraba, corroídos por el deseo de poseer el uno todo aquello del otro de lo que carecían por sí mismos, los seres no cejaban en sus intrépidos esfuerzos, sin que se perfilara ni vencedor ni vencido. Es como si temieran no que cada cual pudiera sucumbir al riesgo, sino que ese riesgo no tuviera fin jamás. Envueltos ambos en la inaplazable urgencia por llegar a lo más hondo del contrincante, no dejaban de entregarse de forma vehemente y maligna a la pasión más posesiva que se haya visto jamás. La que se manifiesta en la sed por apoderarse en el otro de todos los conocimientos y placeres que sólo los animales fantásticos pueden proponerse..."
(Cuadro del pintor simbolista alemán Franz von Stuck)
martes, 7 de abril de 2009
Apartado (Traslado, VI)
Refugiado sobre su mesa, amparado por una luz cuyos altibajos no le desviaban de su objetivo, turbado por la adivinación de los signos que iban abriéndose paso entre sus cejas, Karl se concentraba por las noches en una lectura única. No era ya leer, era obstinarse. Era decidir su huída de este mundo por unas horas, hasta que la fatiga o la confusión le obligaran a apartarse. Aquella antigua práctica, originada sin saber cómo ni por qué en los años juveniles, seguía en vigor con una obsesión que bifurcaba sus comportamientos cotidianos. Hoy ya no leía con la agitación y el desorden que había leído. Necesitaba seleccionar, se sentía contrarreloj y le acuciaba la idea de acertar con los textos que de verdad le dijeran, de la manera más fragante e imaginativa. Durante el tiempo de recogimiento, que a veces se prolongaba a lo largo de la mañana siguiente, sin que él tuviera conciencia de que había amanecido, porque no levantaba su vista no ya del libro, sino de las claves en forma de lenguaje que él sólo estaba dispuesto a interpretar, Karl era una ausencia incluso para mi misma. Yo, que tanto le conocía, que tanto había respondido a sus momentos de crisis y de soledades, a veces me preocupaba por su empecinamiento doloroso. Porque aquella entrega a la lectura sin medida tenía también la cara del dolor. En ese pulso con las sintaxis y con las intenciones de los autores que se sentía obligado a desentrañar, el placer de la traslación formal que percibía al principio de leer un texto se tornaba posteriormente en sufrimiento por no captar el sentido. O por dudar, o por tener que elegir entre significados, o porque el esfuerzo combinatorio de posibilidades contenidas en un texto no estaban a su alcance para captar toda su fuerza desmesurada y la expresividad de sus aristas. No era fácil distinguir la significación implícita en las líneas. Durante todo ese tiempo de privación y alejamiento de lo que le rodeaba, para Karl no existían otras voces, y si a veces la suya propia se hacía notar, mascullando giros y expresiones incomprensibles, dejándose llevar por los movimientos propios del curso de una narración, de ordinario permanecía en un estado de rendición ante el texto. Pero este estado, aunque se hallaba dotado de entrega incondicional, era una solicitud exigente. Él se miraba en la acción de las palabras. Porque era aquel engarce misterioso y acertado del vocabulario que el autor hacía parir incluso en medio del desierto lo que excitaba y a su vez enajenaba a Karl. Los cuartos de la casa, los pasillos, la huerta, la humedad del ámbito enmohecido de la bodega, el olor de la cena que se preparaba en la cocina, la algarabía de los muchachos que pasaban por la mañana camino de la escuela, y que llegaba desde otro lado de los muros de la casa, el sándalo que salía de mi habitación o ese despliegue de aroma a sales que mi cuerpo despedía tras el baño, todo era inexistente para Karl. Ni sensaciones, ni sonidos, ni desplazamientos. Nada alteraba su posición. Nada daba al traste con aquella fijación obtusa e impermeable. Él se constituía en otra personalidad, dejaba de ser Karl, perdía su identidad y renacía en cada página de una novela, en cada poema, en cada diálogo multiplicado o en cada reflexión solitaria que el libro le transmitiese. Quienes no le conocieran, por ejemplo alguna visita inesperada, alguien del pueblo que viniera a hacer alguna reparación, lejanos parientes de los que sabíamos tan poco como ellos de nosotros y que se dejaban caer con escasa frecuencia, todo ese tipo de personajes casuales se sorprendía de aquella dejadez aparente de mi hermano. Pero en aquella pose que no era tal, en aquella posición inmóvil que agarrotara sus músculos por las noches y en gran medida durante el tránsito diurno, en aquella manifestación casi demencial, Karl encontraba si no una paz definitiva, sí una especie de reconciliación consigo mismo. Y en ese apaciguamiento a través del cual él se justificaba ante el mundo de la superficie que apenas habitaba, mi hermano Karl pretendía hallar algo más que refugio y comodidad. No tanto respuestas, puesto que dudosamente las buscaba, ya que ese área de relaciones externas era minúsculo y se hallaba infravalorado por el tesón de su fuga continua. Buscaba enunciar las preguntas de la vida de manera diferente a como la realidad le había enseñado a hacerlas, de modo más indagador a como el azar resultado de las disquisiciones humanas mostraban, propugnando siempre la ausencia de objetivos para que las preguntas naufragasen antes de hacerse lugar entre la marea del cerebro humano. Solamente había algo que no encajaba en aquel inframundo creado a su imagen y tentación, y era yo. La proximidad que él no podía negar, de la que no podía apartarse a pesar de deambular en la ficción, irrumpía con frecuencia en medio de su lectura. Los edificios narrativos se desplomaban, los brillantes fuegos de artificio se apagaban repentinamente, las corrientes de viento que renovaban a los países y a los hombres y a los paisajes se interrumpían de pronto. Y las heroicidades, las traiciones, la fraternidad de los apoyos que levantaban ciudades y amistades invencibles, los amores bruscamente desalojados del afán de los amantes, todo quebraba con hiriente fervor en medio de su éxtasis para ceder a la irrupción de mi presencia discreta en la forma de su deseo. Karl no decía nada. Cuando, pasadas de manera alarmante las horas sin que diera señales de vida, yo entraba en su habitación cegada por el miasma acre y maloliente, carente de ventilación, él se limitaba a suplicarme. Lee ahora tú en alto, que te oiga. Quiero que las letras sean tomadas por tu voz. Que tu tono arrebate el timón a la nave de los necios del relato y la conduzca contra las rocas si es preciso. No quiero saber de la descripción. Sólo escuchar en calma cómo suena tu dicción ligera y frutal en medio de la gravedad de todas las palabras. Cómo la fragancia de tu boca salva el triste y extraviado destino de las palabras.
(Composición de Jorge Molder)
lunes, 6 de abril de 2009
domingo, 5 de abril de 2009
Diálogo del artista y la modelo
Dijiste: posaré para ti, si tú posas sobre mi. Eso dijiste. Fue la primera vez que tuve una proposición de fin diferente y alternativa a mis intenciones. Y a la inversa: me desarbolaste, yo que era quien se supone debería haberte contratado según los cánones del comercio para la obra que me obsesionaba. Tú, la más cotizada, no pediste siquiera dinero. No exigiste: retrátame bella. No planteaste: quiero ser una mujer como ninguna otra mujer. No clamaste: rompe los pinceles sobre el lienzo y que la obra la adoren los dioses. Me sorprendió tu condición cuando te tanteé como modelo. Y tú insistiendo: sólo si te posas sobre mi. Bien, puedo ser un insecto y caminar sobre tu cuerpo. Puedo serlo. Un artista es capaz de serlo todo. Me pides metamorfosis y me metamorfosearé. No. Tú vas y dices: no. Te quiero así, dices. Bien, posaré sobre ti como pintor, te digo. No, vuelves a la carga. Quiero que poses en mi cuerpo como hombre. El pintor no me interesa, eso dijiste. Pero yo soy feo, no soy digno de poseerte, estuve a punto de decirte. No, no, respondiste como si hubieras interpretado mis palabras. No me interesa la estética de nada. Me interesa el hombre que emana por todas partes de ti. Pero estoy cargado de arrugas, mi flacidez te disgustará, perseveré. ¿Y? ¿Eres menos amante por eso?, interrogaste con contundencia. Pero no soy fuerte, ni ágil, estuve por responder a mi vez. Que no, quiero al hombre, quiero ese transcurso llamado hombre y cargado de vida, precisaste. Pero apenas me percibirás, soy leve, soy un hálito cuando amo. Y tú: ¿quién ha dicho que yo quiero al hombre de otra manera? Dejé de lado los pinceles y el lienzo quedó huérfano.
(Pérez Villalta es el autor del cuadro)
(Pérez Villalta es el autor del cuadro)
sábado, 4 de abril de 2009
Araña
Araña, araña, rasga, clava tu defensa ungular, libera tu retráctil herramienta, gatuña contra la cal que exhibe nombres e imágenes, no lo hagas sólo por quebrar el espejismo, tu despliegue altivo y aparentemente perezoso al borde de las paredes habla de ti, pegado a los muros tratas de hallar seguridad, pero sabes que a su vez son tu límite, rasca el aire como si las sombras chinescas que proyectas te observaran de igual manera atónitas, porque en su pantalla hay algo más que personajes y situaciones, hay más que rostros y movimientos, hay caracteres, tonos de voz, órdenes que se emiten, desprecios, insolencias, incomprensiones, distancias que al acortarse hacen emerger temores sobre tu tiento, crees que con mover el cuerpo en una u otra dirección basta para representarte y superar a las otras sombras que te oprimen, pero la erección de tu pelaje, la proyección de tus pezuñas, tu elevación fisiognómica, tus orejas puntiagudas, tus ojos encendidos y en guardia, no pueden evitar que en el fondo del muro vuelvan a revivir antiguas acechanzas, porque lo que te obsesiona y te oprime no tiene cuerpo de hombre, pero sí alma de hombre, alma de espanto, de represión, de inaceptación, de insatisfacción, y ese alma que tiende pero no alcanza se encuentra atormentada, y pretendiendo quitarse la costra del miedo se vuelve tormento, y pretendiendo calmar la sed sin beber más seco se percibe, y todo se vuelve abstracto y difuso y tenebroso porque cuanto más se diluye la exigencia, cuanto más parado te quedas, cuanto más ansiedad reprimes, más contrito se manifiesta tu caminar, y la senda, sea de noche o de día, sigue permaneciendo oscurecida
(Alberto Martini, ilustración)
Desfiguración
Atravesarás la noche
deambularás en busca de tu ausencia
la mirada sin ojos y las uñas
afiladas
ante lo imprevisto.
A contraluz puede asustarte
la visión de tu sombra
desplegada.
Tantos indicios
para no obtener
nada.
Tantas pisadas cautas
para no saber
nada.
Tantas idas y retornos
al fondo de tu corazón
para no palpar
ningún latido.
Condenado a andar entre brumas
sé tú mismo
un espectro más del paisaje
noctívago.
(Fotografía de Rodolfo Sierra)
viernes, 3 de abril de 2009
(Paréntesis: inmovilidad)
cómo te sientes ahí abajo, eh, quieres mirar las nubes pero no las miras, y el barroco de la villa te contempla a su vez con el descaro de un decorado tramposo, la escalera aparente se abre majestuosa pero inútil, te sirve de poco porque las ataduras hacen un bucle con tu cuerpo, nunca te agradó sentirte sujeto, y menos maniatado, no te resultaba agradable que de niño otros niños, jugando a bandas que se desafiaban, te apresaran, aunque entonces todo era más simbólico ni siquiera te convencía la representación, y cuando lo simbólico se rompía para dar paso a la acción de algún energúmeno, entonces te rebelabas más y te retorcías hasta evadirte, aprendiste pronto a huir, demasiadas manifestaciones de control sobre ti que pretendían anularte, y en el aprendizaje de lo obligatorio iba implícita la vocación de la fuga, cuántos amarres has conocido, todas las ataduras se concentran sobre ti en ese mismo instante, las antiguas y las nuevas, las imaginarias y las fehacientes, las que te sujetaban a una referencia y aquellas en las que no encuentras sentido, todas desgastando tu resistencia, todas provocándote un marasmo, y en ese instante de inmovilidad te asaltan dudas, no sabes si podrás desligarte de lo que te paraliza, y te sientes más finito que nunca, te sientes abandonado por tu propia capacidad de recuperación, yergues la cabeza hacia el cielo, pero no te atreves a abrir los ojos, y ésa te parece una señal de perdición, no te concentras en tus fuerzas porque no las sientes, no te escuchas, sólo la laceración que te produce tanto anquilosamiento se revela como un destello sensorial y extremadamente pungente en tu ser, y quieres gritar y no gritas, y quieres llorar y no te sale, y quieres respirar hondo y te falta una mínima porción de aire, y quieres oler perfumes que emanen de la tierra, y oír susurros de las orillas, y sentir la fragilidad del aire o la violencia del vendaval, quieres que algo te libere, algo que deje de hacerte sentir atrapado...
(Eikoh Hosoe, foto)
jueves, 2 de abril de 2009
Cómplices (Traslado, V)
Yo no recuerdo haber conocido nunca a papá. Karl dice que, en cambio, él sí que llegó a verme. Que aparecía de vez en cuando por la casa, que entraba en el dormitorio y se inclinaba sobre mi cuna. Y que me tomaba en sus brazos y me besaba repetidamente en la cara y por todo mi cuerpecito. Dice también que me nombraba con mucha calma y que tenía una voz que se pegaba a la piel. No sé si Karl me contaba estas cosas porque fue cierto o para que no me sintiera huérfana de algún tipo de recuerdos. Debe ser duro no recordar a tus padres. A veces pienso en todos esos niños de los orfanatos, o a los que se ven condenados a ser niños de la calle desde las primeras edades. Ante cuyos ojos habrán desfilado infinidad de adultos, pero sin que puedan materializar una simple fijación, sin que les guíe una mera referencia que les acompañe en la memoria para toda su vida. Yo me consideré siempre una niña sin padres. De acuerdo, no soy caritativa, pero tampoco las circunstancias lo fueron conmigo. Puedo aceptar que mi padre fue para mi una sombra apenas, una figura flotante, volátil, sobre mi existencia. Alguien que pasó por aquí, como si su destino fuera solamente hacer que Karl y yo saliéramos de la nada para reconocernos en la vida. Tal vez si no le hubiera sucedido lo que le sucedió nuestras vidas hubieran sido algo diferente. Pero eso significaría que las vidas de muchos otros, de muchas familias y habitantes de este país, también habrían sido de una manera distinta a lo que tuvo lugar. Que es decir tanto como que la historia debería haber sido también otra. Y eso, objetivamente, no resuelve nada. Otros habrían sucumbido a la desgracia en nuestro lugar. Habría sido gente de otras regiones, de otras etnias o de otras ideologías, porque no hay elección. Los enfrentamientos llevan a que todos sufran sus consecuencias y a que siempre unos lo pasen peor que otros. Todo esto lo tengo claro, y me gustaría eximir más de culpa a mi familia, pero me cuesta. Nadie entendió nuestra niñez. Estábamos allí por casualidad, porque no había podido evitarse. Les faltaba sensibilidad y escaseaba la atención precisamente en un tiempo en que las exigencias no se ciernen sobre los niños. Un niño siempre espera más, acaso lo espera todo. Es lamentable, pero mi madre no fue lo que se dice una presencia activa para una niña. Admito que bastante tuvo con sacar con sus hermanas la finca adelante. Ella y mis tías estaban allí, pero podían pasar días sin que mi madre apenas me dedicara un rato, y ya era mucho que me llevara a acostarme y me hablara dulce para tranquilizarme y empujarme con decisión al sueño. Al menos esa actitud me consuela un poco, aunque eso sucediera siendo muy pequeña. Los años posteriores Karl y yo sobrevivimos como un férreo tándem de ayuda mutua, como dos adultos de ficción que no necesitan ni desean la proximidad de los adultos, porque nos parecía que estos no nos decían ya nada. Dentro de todo tuvimos suerte. Estuvimos bajo la tutela de un matriarcado que a veces se mostraba inhóspito y firme ante los advenedizos o ante personas desconocidas que pretendían acceder a la finca. Pero que nos protegía. Siempre tejieron un cerco defensivo en torno a nosotros dos, para que nadie nos hiciera daño. Para que el mundo no entrara violento, avasallador y falso contra nuestras vidas. Pero más acá del cerco protector, la vida que latía también se manifestaba ruda, en ocasiones insensible, incluso impostora. Mi hermano Karl y yo crecimos cómplices, uña y carne, complementarios, marido y mujer. Ellas, nuestra madre y las tías, nos defendían del exterior y nosotros nos defendíamos de nuestra familia. Y sin embargo, el tiempo de la infancia es muy largo, y la receptividad no conoce límites. Les observábamos atentamente. Aprendíamos de sus conductas, de sus decisiones y hasta de sus silencios.
(Fotografía de Jorge Molder)
miércoles, 1 de abril de 2009
Resucitando (Traslado, IV)
Mientras haces girar el anillo, y te lo pones y te lo quitas, y te pellizcas con su ranura provocada, dime en qué piensas, Karl. Tal vez en el hombre que lo llevaba puesto. Es posible que en ese esfuerzo por querer recordar quién era simules haberle conocido. Serías pequeño, o acaso no habías nacido, y él estaba por aquí. Te gusta ahora imaginar cómo podía ser. Lo ves de mediana estatura, algo desgarbado, poca hechura, inquieto, alguien que no es la primera vez que pisa la finca. De pronto cambia tu visión y se te ocurre adivinarlo como un individuo con otra complexión, más alto, barbudo, con cabello abundante y cuidado, que habla con acento lejano. Un hombre educado y prudente que trae unos libros bajo el brazo y viene a interesarse por los que viven en la casa. Vas más lejos y se te ocurre que incluso es alguien que llega para interesarse por algún miembro de la familia. Por una mujer probablemente. Fue en aquella época en que en la casa sólo había mujeres. En que tal sucediera como si los hombres no hubieran estado nunca habitando aquello. O lo hubieran hecho muy de paso, para tener placer con las mujeres. Para ponerlas a engendrar los hijos que un día justificaran la propiedad de la tierra.Y sin embargo, prosigues tu pista, y en la obscuridad de tu memoria lo contemplas tendido al borde del camino enlosado, descamisado, la cazadora volteada, un manchón enorme de sangre coagulada tiñéndole el pecho. Todo podía quedar en que se trataba de un pariente nuestro o de un amigo de la familia. Eso explicaría los silencios de nuestra infancia. Pero los parientes escaseaban y los amigos se habían escondido no se sabe dónde. Prefieres pensar que era alguien circunstancial y anónimo que estuvo donde no tenía que haber estado. O que estuvo allí precisamente porque quiso haber estado, un hombre que se complicó la vida porque no tenía nada que perder. O porque se dejaba llevar por extrañas simpatías, sin que la lengua ni las costumbres ni una región de la que nunca había oído hablar le quitaran la intención. Un hombre que perseguía una paz imposible dentro de sí por los territorios incendiados de media Europa. Eso, no sé si te das cuenta, te está llevando de inmediato a pensar en tu pasado, en nuestro propio pasado, y te lo representas con todo el margen de error y de imprecisión que lleva consigo dar vueltas a lo incierto y jugar con lo improbable. Y a una velocidad de vértigo tanteas cuantas experiencias te salpicaron y que me fuiste contando a mi según yo crecía. Y los rostros de los que vivían en la casa, mucho antes de que yo naciera, se te antojan severos, desconfiados, ausentes. Confundes las primeras apariciones con las primeras conversaciones. Te resulta difícil distinguir qué llegaste a ver con claridad y qué creías ver a través de lo que oías que se relataban unos a otros. Eras muy pequeño cuando aquel hombre llegaba y te tomaba entre sus brazos, y te subía a los hombros porque quería, eso decía, que estuvieras en una torre. Según tu versión, eso hacía contigo el hombre que venía de fuera. Y tú le pedías una y otra vez que te subiera a la torre. Y él: ¿qué ves desde ahí arriba? Y tú: todo el bosque veo. Y él: ¿Y qué mas ves? Y tú: el llano que se abre más allá del bosque, veo. Y él: ¿Quieres subir más alto todavía? Y entonces su pregunta se convertía en ti en un deseo agitado. Y tú te ponías de pie sobre sus hombros y él sujetaba con fuerza tus pies pequeños, los enraizaba en sus huesos, como si jamás hubieran dejado de salir de ellos, o como si precisamente hubieran sido engendrados por esos huesos y esos músculos que erigían su esbelta arquitectura. Y tú alzabas tus frágiles bracitos y decías: casi toco las nubes, casi toco las nubes, más alto. Si lo recuerdas con tanta claridad, ¿por qué dudas ahora? Sé que estás pensando en todo eso ahora mismo. Los recuerdos permanecían dentro de ti en una suerte de arenas movedizas, cambiantes. Te faltaba una sensación para removerte entre lejanos recuerdos. Y esa sensación te la está proporcionando ahora mismo un aro plateado, cuyo bruñido se muestra oscurecido por el efecto del tiempo contra la dudosa calidad del metal. Todo lo que me habías contado tantas veces empieza a tomar cuerpo tangible dentro de ti. Hasta ahora había sido intuición, una fe cuya inercia confusa te mantenía en la expectación. Pero ahora un simple roce, un leve soportar la materia que vincula a otra materia, ya desaparecida, te lleva a conmoverte. Por eso apenas dices nada. Por eso soy yo quien está aquí para interpretarte y ayudarte a que veas una cierta claridad que no quisiste o no lograste ver antes. No dejas de apretar el sello dentro de tu puño porque esa calidez que tú emites te convoca a una resurrección que has anhelado desde muy atrás.
(Fotografía de Emilio Hernández)
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