Fue en ese momento cuando comprendí la tarea. La masa había empezado a dejar de serlo desde el preciso momento en que unos bloques fueron arrancados a cuajo de una montaña. Ahora existía un montón de masas menores cuya cualidad y disposición habían sido evaluadas por los técnicos. Comprendí el poder de unas manos y también su desnudez. Unas manos sin las herramientas serían un recital de gestos. Comprendí el valor y la aptitud de los útiles. Algunos habían evolucionado desde las primeras culturas, otros seguían teniendo el diseño inicial. Pero cualquiera de ellos continuaba precisando de las manos, y éstas, en fin, de la cabeza. Entonces, de pronto supe del poder que se concentra en una mente creativa. No sólo la imaginación de desarrollar los útiles precisos, no sólo la habilidad de obrar con ellos, no sólo la fuerza de enderezar los volúmenes, sino también la capacidad de pensar la obra y de comprobar su ejecución. Cerebro, manos, herramientas...Un círculo complementario donde cada parte inspiraba y actuaba interactivamente sobre la otra. Lo vi con claridad en el simple vistazo a aquel lugar misterioso donde parecía que sólo habitaban las piedras. Alguien las había llevado allí con alguna intención. He ahí la clave: la intención. Se operaba un proceso transformador que pretendía llegar desde lo oscuro a lo luminoso. Veo unos bancos donde el caos reposa con cierto designio. El caos es siempre anónimo. Deja de serlo cuando produce sus efectos. Una tormenta, los agujeros negros, el desfile de planetas a través del espacio, un aerolito que se desvía y nos visita. El caos existe pero es también la nada. He ahí unas masas que son sólo vacíos. Bloques de mármol que sólo disponen, y les es ajeno, de un nombre catalogado. Y que la acción de un escultor los rescata de una nada amorfa para convertirlos en una nada con significado. Pero el significado se reviste casi siempre de símbolo, y el símbolo representa siempre sentido y transcripción de los elementos de la vida para las culturas humanas. El orden para una civilización. Recorro el pequeño taller, donde empiezan a ser pergeñados unos brazos, un torso, unos glúteos. Nada se para. Cierro los ojos y sueño. Ya veo las estatuas ciclópeas adornando un frontis. Los atlantes sosteniendo una cornisa. Unos guerreros enfrentándose a otros en medio de un tímpano. Y más allá de las figuras, veo su sentido: una celebración, una exaltación, una victoria. Las intenciones rituales de las sociedades que juegan a eternidad durante un tiempo hasta que el caos las somete a rendición y condena a sus estatuas a una peregrinación dispersa y oscura. Pero la eternidad también es propiedad del caos. Y eso sólo lo saben bien los operarios que labran en silencio sobre la piedra.
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