A Marianne Beyle le quedaba un oscuro espacio de orgullo. Sí, ella había colaborado. Si por colaborar se entiende haberse empleado en un burdel del Barrio Latino.
Qué podía hacer. El marido, cautivo. Los hijos, hambrientos. El oscuro ático, en riesgo de perder el alquiler. La calle, peligrosa para una mujer sola. Se resistió al principio. No tenía madera de puta. Nunca había sido infiel ni había hecho dejación de sus deberes de madre. La fábrica en la que había trabajado durante años fue cerrada en víspera de la ocupación. Sus propietarios eran judíos, dijeron. Malos tiempos para los patronos, argumentaron estos. Malos tiempos para todos, susurraba el ambiente generalizado.
Los victoriosos del paso de la oca fueron en parte sutiles con la población, aunque las simpatías hacia ella fueran limitadas. Solo quienes se opusieran serían objeto de represalia, proclamaron. Además con ellos venía dinero fácil. A Marianne Beyle se lo planteó, avanzada la ocupación, la vecina del primero, que tenía suficiente experiencia en el oficio. No tienes más que dejarte llevar. Tu presencia es agradable. Ellos son gente educada, ¿sabes? Y muchos bastante afectuosos. Siempre hay alguno que se pasa de la raya, pero eso ha ocurrido siempre con los nuestros. A Colette, que trabaja en un piso de Faubourg Saint-Denis, un capitán le ha propuesto sacarla del ambiente cuando termine la guerra, y será pronto, le ha dicho con discreción. Él presume de enamorado y ella se amarra a lo que le parece seguro. Al fin y al cabo, Marianne, ¿qué diferencia hay entre un boche y uno de nuestros hombres?, razonó. Tú les ves desnudos y no distinguirás más que rasgos superficiales. Que si el color del cabello, que si el idioma, que si su prestancia militar. Pero en cuanto a su manera de comportarse con una mujer te resultarán iguales. Yo diría además que son más cuidadosos estos ocupantes que nuestros paisanos, que se muestran desconsiderados y tramposos. Con los boches pasa que son más cultos de origen o les han aleccionado los superiores. Te aseguro que en el catre no son precisamente dictadores. Además, por ganarnos la vida de este modo no quiere decir que seamos nazis, aunque muchos paisanos no nos miren con buenos ojos. Anímate.
Eso escuchó Marianne de su vecina. No tenía mucha elección. Aunque mantenía reparos. ¿Si mi marido llega a saberlo?, comentó Marianne. La vecina pensó: ve a saber si tu marido volverá, como miles de los nuestros que han sido llevados a fábricas o campos de concentración; pero se calló por compasión. Luego dijo: lo entenderá, porque tú y tus hijos tenéis que sobrevivir, y la manera de conseguirlo no puede ser censurado por nadie. Nosotros no hemos traído la guerra ni hemos llamado a los alemanes.
Marianne se resistía a la proposición. Fregar pisos y oficinas me mata pero he ido tirando. Y los años de guerra se suceden eternos aunque a los boches ya no les van tan bien las cosas. Si pudiera aguantar... Marianne buscaba argumentos a favor y en contra. Pero la incertidumbre mina la fortaleza de las personas. Y las necesidades se agravan. En los cálculos de la vecina la propuesta no era una inocente ayuda. Marianne Beyle tenía una belleza que epataba no solo entre los suyos sino entre la oficialidad alemana. No solo se trataba de una hermosura natural y cuidada, sino que su personalidad ofrecía una actitud prudente y se preservaba tras un estilo misterioso que seducía sin proponérselo. Su vecina era consciente de estos ingredientes innatos y sabía por experiencia que siempre hay clientes que pagan más por esa clase de dones no limitados a la exuberancia de un cuerpo y a la entrega libidinosa y burda de una profesional.
Marianne Beyle cedió al fin, agobiada por su situación, y entró a trabajar en un burdel donde los ingresos se le ofrecían más elevados de lo que una trabajadora de cualquier otra actividad pudiera imaginar. Ese mismo día corrió la noticia, que las autoridades de ocupación trataron de ocultar, de que el norte del país había sido invadido por fuerzas liberadoras. Aquel hecho trascendental hizo que las tropas alemanas fueran movilizadas y reagrupadas con urgencia en otras partes. El negocio de los burdeles se desplomó. Marianne apenas se había estrenado como señora de compañía, algo que agradeció al azar.
Avanzaba un agosto cálido cuando en la ciudad se produjeron movimientos populares de resistencia. De inmediato los maquisards se alzaron en armas abiertamente. Ella iba a cantar su no pequeña victoria personal; había resistido al máximo la humillación de prostituirse. Cuando la urbe fue liberada por la vanguardia del ejército aliado, la Nueve, una compañía integrada por republicanos españoles, se desató la hora de la venganza. Tal vez los más acérrimos fueran los patriotas de última hora, voceadores iracundos, y no distinguieron. En las redadas espontáneas de colaboracionistas sacaron a la calle a muchas mujeres a las que acusaron de ofrecer su cuerpo al enemigo. Marianne Beyle no lloró cuando la raparon ni pidió piedad, aunque se considerase víctima de una injusticia. Pensó profundamente en sus hijos, congratulándose de no haberse manchado apenas en un oficio que denigraba. No dejó siquiera que la confusión y los equívocos de una guerra acabaran con ella. Sorprendentemente se tomó con serenidad su mala suerte.
La vecina que la había introducido en los servicios de la carne no se libró de ser detenida por la grey furibunda y rapada. Se llevó la peor parte. La mostraron desnuda para más escarnio, mientras recibía toda clase de improperios de la gente. Dando por hecho que todo estaba perdido para ellas increpó a sus verdugos. ¿Colaboracionista yo?, gritaba fuera de sí. ¿Habéis permanecido ocultos durante estos años y ahora salís fácilmente para convertirme en el enemigo al que no fuisteis antes capaces de combatir? ¿No habéis colaborado todos con vuestro silencio, cuando no cobardía? Y cuando veníais los de aquí, muchos de vosotros que ahora nos ultrajáis, a que os diésemos placer y escucháramos las confidencias que no hacíais a vuestras esposas, ¿erais capaces de llamarnos colaboracionistas? ¿Acaso ibais diciendo en voz alta que éramos vuestras putas? ¿Es que no todo valía con nosotras, mientras a muchas nos tratasteis mal y nos pagasteis peor? Preguntad a vuestros maridos, escupió a las mujeres que exigían su perdición. Nos deben lo que vosotras erais incapaces de procurarles.
Marianne temió que las palabras de su vecina enervasen más a quienes las fustigaban. Optó por seguir callando. En medio del griterío y de la sed justiciera de la calle alguien con ascendencia sobre los vengadores protegió de males más graves a Marianne Beyle. Nunca supo ella quién había sido su rescatador ni se explicó por qué lo hizo. Lo que pasé aquellos años fue toda una lección de vida, contó mucho tiempo después a sus nietos.