Tienes delante de ti toda la costa. Y con ella la historia vieja. La partida de las naves, el retorno de los supervivientes, los relatos de las hazañas acontecidas o inventadas. La bonanza del clima te desprovee de lo accesorio. Tus lacayos trenzan cintas de seda sobre tu cuerpo como lejanas dedicatorias de amantes que no te poseyeron jamás. Estás acostumbrada a despertar contemplando el estrecho de los mares. Has despedido a los sirvientes ociosos y has recibido a los funcionarios fieles que vienen a traerte noticias cada día de los rincones apartados de tu imperio. Las leonas sedentes que hizo esculpir para ti Asurnasirpal montan guardia en la terraza de tu palacio. Has ordenado acallar las melodías de las cítaras, para escuchar solamente lo sones renovados de las olas acariciando los farallones de las soberbias construcciones de tu acrópolis. Las esclavas nubias te han bañado y perfumado con los aromas de Sidón, han ondulado tus cabellos, te han puesto las medias elaboradas con la mejor seda de Catay. Luces en tu brazo la ajorca que unos embajadores mongoles trajeron de parte del Señor de las Estepas. Una jornada más tienes el mundo a tus pies. Y con él la historia futura, la que depara sorpresas, la que acerca lo desconocido, la que invade tus tierras de descubrimientos. Pero tú permaneces absorta ante la floración enigmática. Te dejas embriagar por su olor, te hipnotizas con el despliegue de sus cálices, te expones a las zalemas de sus pétalos. Se postran ante ti, reina de la indolencia. Esperan un signo de tu boca. Tal vez un movimiento de tu cuerpo.
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