“El mal, ¿qué es el mal?
Tan sólo hay un mal, negar la vida”
D.H.Lawrence. “Pájaros, bestias y flores”.
Hay demasiado ruido para poder oír el grito. Y el grito está ahí. Estuvo siempre ahí. Dentro de nosotros. A nuestras puertas. En la lejanía y en la proximidad. Pero el ruido en que nos afirmamos como sociedad impedía que se escuchara. Incluso ahora, el grito se repudia. Los sistemas que fiscalizan nuestras vidas y las vidas ajenas tratan a su manera la voz en todas sus tonalidades. Desvirtuándolas. Con mayor razón lo hacen con el grito. Intento de diluirlo, de apartarlo. No se oye, luego no se pronuncia. No está. No hay tal grito. Esa parece ser la consigna. Pero, ¿y si suena tan fuerte que no puede contenerse? Si suena fuerte, hay que convertirlo en espectáculo. Mientras dure el espectáculo el grito no se distingue. Se manifiesta en la órbita de la ficción. De lo que parece ser pero no es. Y el grito se rebela. Queramos o no, se cuela por las rendijas de nuestras estancias. Tentación de cerrarlas. Tendencia a poner puertas al campo. Pero el viento se desgañita, enronquece. ¿Por qué se sube el volumen de nuestro ruido? Por miedo. Sin darnos cuenta de que el grito fue también nuestro grito. Sigue siéndolo, aunque no lo reconozcamos.
(Escultura del patriarca Leví, en obra de Alonso Berruguete)
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