lunes, 30 de enero de 2023

De aquellas danzas a estos bailes, o de Tarquinia a la pizzica

 


Hay gente que tanto hablar de sus raíces se le llena la boca de raíz, dice Max. Ya sabes que es metáfora, una de tantas, le digo. El árbol entero es metáfora. Sí, insiste, pero ellos salvan sobre todo las raíces. Como si ellas protegieran y facilitaran como un tótem sus vida cotidianas. Si son realistas con su hacer cotidiano, le sigo diciendo, las raíces pueden dar estímulo, naturalmente siempre que no se queden en simples raíces envejecidas. Max hace una mueca. No está muy convencido. Hay tantas raíces secas que han proporcionado un tronco seco, donde ya se pudrieron sus ramas, que ni un brote verde y jugoso sale de ninguna hoja. Un árbol, una planta, un hombre, una vida cualquiera precisa de otros elementos que hay en el medio. Elementos del tiempo que se habita, porque las culturas han evolucionado. Recordar perpetuamente las raíces, y no sé hasta qué punto hay autenticidad en una recuperación nostálgica, puede ser lúdico. Mantener aquello como signo de identidad, como si fuera la razón de ser y la causa del presente, suele resultar falso o al menos poco ajustado al vivir en los tiempos actuales. Cuántos mantienen ideas fijas, que no saben superar, con la evocación y, lo que es peor, la invocación de otros tiempos que jamás fueron mejores, a pesar de lo que diga el poeta. Desde allí -¿y cuántos allí no ha habido?- hasta aquí -¿y cuántos aquí no hay?- hay un transcurso que conviene mirar con admiración y confianza. No quiero empezar el lunes con retóricas ni sofismas y le digo a Max que mejor será mirar con vitalidad el instante y, en la medida de lo posible, disfrutarlo. Se me ocurre, me interrumpe, que en los bailes y danzas que aún perviven se invoca mucho las raíces, es verdad, como si fuera patente de calidad y pureza. Yo creo más bien que como reconocimiento de herencia, preciso. Ahora bien, envolver con estas u otras costumbres tradicionales las ideas rancias, los objetivos ideales y las propuestas irrecuperables, si es que alguna vez hubo lo que algunos dicen que fue, además de peligroso para la convivencia puede ser un freno para la mejora de las vidas. Cierto, amigo, clama Max, El paraíso perdido nunca se perdió, porque no hubo tal paraíso.


***

¿Por qué no comenzar la semana con una pizzica? Es que los lunes suelen ser paradigma de mal humor para quienes están en un ritmo menos exorcizante y más duro llamado actividad laboral.



   



 * Pintura etrusca de la Tumba del Triclinio, 480 a.e.c.

viernes, 27 de enero de 2023

Los enamoramientos sinuosos

 


Es lo que tienen los enamoramientos, pensó. Te alejan de la gravedad de la vida sin percibir que acecha otra gravedad añadida, si no mayor. Pero hay enamoramientos que no se entienden bien, como este mío de ahora. Unos los ven como devociones o simples admiraciones hacia otro. Hay quienes no exigen del enamoramiento más que expresar la pasión. Muchos confunden un estado intenso pero transitorio con un vínculo que acaba perdiendo valor si no degenerando, con riesgo superior para la mujer. Del mío, si es que me decido a llamarlo de ese modo, muchos dirían, acaso ya lo van diciendo, que es obsesión. No puedo negarlo. Él llega y me falta tiempo para atenderle. Su palabra, más que su tosco porte, me seduce. Su manera de hablar todavía más que lo que dice, que no acabo de comprender. Y es que no puedo evitar que este andarín, mal vestido y de cuerpo ordinario, me llegue tan adentro. Si hay algo de belleza en él es la que yo pueda imaginar, porque no hay enamoramiento sin que concibamos una porción de hermosura en el otro. Destila efluvios, y no hablo de alientos ni de olores, sino de algo impalpable que debe ser que solo yo percibo. ¿Cómo interpretar esa corriente subterránea que fluye en ambas direcciones? Quiero pensar que él, al dejarse hacer por mí, engancha alguna clase de emociones especiales con las mías. Lo he observado cuando tímido palpa mis cabellos o roza mi torso disimuladamente, y acaso no pretende con ello sino que yo entienda que hay en él alguna clase de aceptación de mí. Si me preguntan qué me atrae más lo diré con claridad. Sus silencios. La mayoría de los curiosos que se acercan a este hombre buscan el significado de sus palabras para justificar los pensamientos que cada cual tiene. Pero no hurgan en que pueda proporcionarles un conocimiento o siquiera una manera nueva de ver las cosas. ¿Creéis que las gentes buscan las palabras inteligentes? Yo creo que más bien entran al trapo de los discursos que se parecen a los que ellos tienen, es decir, buscan más bien lo que quieren escuchar. A mí no me interesa eso. No miento si reconozco que además los parlanchines y los que van prometiendo otras vidas, u otros mundos, me producen rechazo. He visto a más de uno de esos bocazas decir hoy una cosa y mañana otra. Incluso cómo hacían lo opuesto a lo que predicaban, sencillamente porque alguien les ofreció algo y ellos pusieron el precio. Este tipo al que propendo secretamente no es alguien pasivo ni blando. Algún día he presenciado cómo abroncaba a los hipócritas y descalificaba, si bien veladamente, a los poderosos. Ello me produce simpatía pero no es lo que me conduce a entregarme de pleno a él. Soy muy sensitiva, lo admito, y me dejo conducir por gestos y miradas más que por lo que las bocas puedan emitir. Ni siquiera las palabras dulces, pero aparentes, me consuelan. Son los silencios, ya lo he dicho antes, los que me hablan. No todos los silencios. Los reflexivos solo, los que transmiten una cierta calidez. Aquellos que abren un campo de enternecimiento dentro de mí. No los interesados o los que te escudriñan para ver qué pueden robar de ti. Quien me oiga puede pensar que tengo una idea sinuosa y extraña del enamoramiento. O que acaso no sean sino ensoñaciones de una mujer que no quiere casarse con nadie porque no quiere ataduras ni de palabra ni de obra. No digo que no. Pero no hay en mí otra decisión en este momento que dejarme acercar a este trotamundos. Dure lo que dure. Quién sabe si yo misma no seré otra desarraigada como él.




* Magdalena, obra de la pintora italiana Lucrina Fetti (1590-1651)

martes, 24 de enero de 2023

El año del conejo de agua: ¡Feliz año nuevo!

 




Acaba de empezar el Año Nuevo para una cultura que no es la nuestra, pero ya tampoco lejana. 

No hace un mes que los occidentales nos deseábamos un nuevo período repleto de deseos dulces y bondadosos (o acaso hipócritas y superficiales) Por desear que no quedase, aunque en veintipocos días ya hemos visto algunos episodios nada gratos. 

Ahora les toca a los chinos. Así que ¡Feliz Año Nuevo! para ellos, y para todos nosotros por lo que nos afecta en el juego de ajedrez mundial o de dominó o de trileros de mercados que, para el caso, es lo mismo.

Total, los humanos nos pasamos la existencia hablando del tiempo. Del general y del particular. Del que fue de ayer a hoy y del que irá de aquí a vete a saber cuándo.

El Universo se ríe del tiempo que hemos inventado y de sus esclavitudes, pero el Universo nos pilla grande y mejor no pensar en él. Eso sí, que la física con mayúsculas siga indagando en su complejidad. Siquiera por curiosidad y por todos los efectos consiguientes a largo plazo que puedan venir bien a la humanidad.

El nuevo año chino lo llaman Año del conejo de agua, según su particular zodíaco. Como para mí los horóscopos no pasan de ser entretenimientos de aburridos o supersticiosos, no voy a incidir en un símbolo.





Y para celebrar el evento, unos poemas de Li Bai (701-762) y unas imágenes de obras chinas expuestas en el Museo de Arte Oriental de Valladolid.



En el mar del norte vive un pez gigantesco, 
más de mil estadios de largo mide el cuerpo. 
Al alzarse sopla la nieve en los tres montes, 
al tumbarse engulle el agua de los cien ríos. 
Arrogante avanza siguiendo el oleaje, 
imponente asciende surcando el vendaval. 
Lo veo rozar el firmamento en su vuelo
de noventa mil, sin detenerse jamás.



Treinta mil pies miden mis canas,
igual de largas son mis penas. 
En el espejo, me pregunto 
de dónde viene tanta escarcha.






El sol se pone, la arena brilla, el cielo se abre invertido. 
Las aguas vibran, la roca tiembla, el río serpea ondulante. 
La barca leve flota a la luna, gira siguiendo el torrente. 
¿Paseo acaso tras la nevada en la umbría de la montaña?





Bebemos animosos bajo los bambúes, 
la luz ya palidece y la luna ya enfría. 
Cantamos borrachos, y se espantan las garzas, 
que a medianoche alzan el vuelo en la playa.






Vino de uva, vasos de oro. 
Cortesana de Wu, de quince años y fina montura, 
con las cejas pintadas y sus botas de brocado rojo, 
con su hablar aniñado y vacilante, su canto es delicia. 
En la estera adornada con carey, embriaga a quien la abraza. 
Detrás de la cortina de los lotos, ¿qué haré yo de vos? 




Y por último, el poema tal vez más inteligente de Li Bai, el titulado Zhuang Zhou y la mariposa:

Zhuang Zhou soñó una mariposa, 
la mariposa era Zhuang Zhou. 
Si un solo cuerpo se trasmuta, 
todas las cosas son cambiantes. 
Se sabe que el mar de Penglai 
alguna vez fue claro arroyo. 
El melonero de Qingmen 
antes fue marqués de Dongling. 
Así son riquezas y honores.
¿En pos de qué nos afanamos?



* Los poemas están tomados de "A punto de partir. 100 poemas de Li Bai". Edición y traducción de Anne-Hélène Suárez Girard. Editorial pre-Textos. 


* Las imágenes del Museo, extraídas de su página web, son por su orden:

. Placa circular con unicornio Porcelana 'familia verde'. Epoca Kangxi (1662-1722)

. Li Bai (Li Po) Talla en esteatita. Época Jiaqing (1796-1820)

. Carpas remontando una cascada. Pintura sobre papel. Dinastía Ming (1386-1644)

. Guandi, leyendo los clásicos. Talla en esteatita. Epoca Tongzhi (1862-1874)

. Reposacabeza Porcelana azul y blanco. Dinastía Ming (1368-1644)

. Jarra Plata. Obra de Leeching. Cantón, China, 1866

. Guanyin con niño entre Shancai y Longnü. Porcelana 'Blanco de China' Periodo Kangxi entre 1675-1700.


sábado, 21 de enero de 2023

El dibujante y los danzarines de las sombras

 


Habiendo llegado a los arrabales de Edo salieron a mi encuentro multitud de sujetos variopintos. Cada cual dispuesto a prestar sus servicios. Unos pugnaban por portar mi liviano bagaje. Otros para proporcionarme protección si transitaba por andurriales peligrosos. Algunos ejercían de dudosos cambistas presumiendo de ser honestos financieros. No faltaban quienes se ofrecían a llevarme en una especie de palanquín al modo de los personajes notables. Se acercaron también oscuros individuos pretendiendo engatusarme si buscaba el placer fácil. Quién por un lado vendía comida rápida. Otros leche agria. Quién pescado en salazón. O cestos y sombreros de bambú. El griterío era tan excesivo que tuve que concentrarme para que no me afectara. Y sin embargo me admiraba de tanta vivacidad, sobre la que me habían puesto en antecedentes pero sin alcanzar a imaginarla. 

Aquel tráfago estaba poseído de tal agitación que casi se apoderaba de mí. Un pequeño grupo de monjes pasó discretamente, sin ser importunados. Ante la aparición de una patrulla de soldados los vendedores más pícaros rebajaron el tono de sus ofertas y los negociantes ilegales se escaquearon apresuradamente. Alcancé el cruce ensanchado de dos calles de trazado caótico donde se había organizado un corro de gente atenta y silenciosa. Me sentí atraído porque contrastaba con las escenas que acababa de presenciar. 

Los espectadores rodeaban la actuación extraña de una compañía minúscula. Los actores parecían ir a contracorriente del teatro tradicional. Prácticamente desnudos desarrollaban unos ejercicios improvisados que dejaban pasmados a los curiosos. Apenas utilizaban palabras, solo emitían de vez en cuando algún sonido gutural breve pero agudo. A un lado un músico tañía su shamisen, con acordes monótonos y pausados. Pregunté entre el público sobre aquel arte enigmático, pero no me supieron informar. Cada cual arriesgaba una opinión, si bien coincidían en que no habían visto antes nada parecido. Debía ser alguna moda nueva o que los intérpretes procedían de alguna región lejana o puede que el ritual de alguna confesión ignota. 

Los bailarines hacían hincapié en gesticulaciones cautelosas, cuya cadencia solo era rota por movimientos inesperados y ágiles. Alternaban lentitud con precipitación, pero con tal control que parecían relatar una historia anímica, la historia íntima que hierve en cada individuo en solitario y que traslada a la agrupación de otros hombres si es preciso. Se diría que aquella danza se regía por movimientos instintivos y nada ensayados ni acordes a un método estipulado. ¿De dónde nacían las miradas perdidas de los danzantes? ¿Y las caídas y la extensión de sus extremidades? Las aproximaciones de los actores, pasando de la apacibilidad a la sacudida trémula, ¿expresaban afecto o repulsión? En definitiva, aquella actuación rigurosa pero dispar, ¿emanaba de un horizonte de luces o de un submundo de sombras?

Según crecía mi fascinación por el espectáculo, que no tenía concesión alguna a tradiciones ni cultos, decidí sacar de mi bolsa el cartapacio, disponiéndome a dibujar sus ejercicios. En la alternancia de estos, tan frenéticos como pausados, intentaba captar sus burlas y desquites, sus plantes y convulsiones. ¿Eres artista de la corte?, me preguntó un hombre de mediana edad que dijo haber llegado ese mismo día a la urbe y se asomaba al corro también con extrañeza. Ya quisiera yo; voy por mi cuenta, le respondí. Me viene bien tomar bocetos para luego reproducirlos con más detalle. Pero el hombre, atento al espectáculo, no volvió a preguntarme nada más, si bien de vez en cuando echaba un vistazo a lo que dibujaba. 

Continué a mi tarea, sin tener claridad ni pulso preciso al plasmar los bosquejos, pues no entendía a fondo el sentido de la representación. Así que decidí no buscar explicación alguna. Me sumergí en aquel baile difuso dejando que mi mano siguiera instintivamente los movimientos de los actores. Dibujé con mi sentido del oído compinchado con el de la vista, como si yo también participase poco a poco de aquella ceremonia de perplejidad. Al fin y al cabo para un dibujante que aún está aprendiendo lo mejor es dejarse llevar por la intuición, pensé. Y en este caso por el ritmo que impulsa a estos danzantes de las sombras.



(Del Diario de un aprendiz de miradas, cuyo autor probablemente se trate del pintor Akira Utagasha)







miércoles, 18 de enero de 2023

El hijo del zapatero y el ladrón

 


El sabio está cansado. Andar caminos, aun con aliciente, es duro. Demasiadas ruinas le hacen perder la noción del tiempo. Qué tienen las ruinas que sacan del sueño, incluso de su práctica desaparición, urbes pujantes ante mis ojos, se pregunta. Todas las ciudades perdidas se parecen, pero todas son diferentes. Comparten semejanzas, pero cada una tiene ciertas características que la hacen única. Dos ciudades pueden tener un estilo homogéneo de planificación, pero diferir en elementos decorativos. Pueden disponer de análogas construcciones pero siempre hay componentes en ellas que las hacen más o menos útiles. Cuando crees que una misma mano ha labrado idéntica mentalidad en sus diseños, de pronto se nos muestran otros restos que no se parecen a los anteriores, que toman una deriva diferente. ¿Hay una o más ciudades superpuestas cuyas ruinas son testigos que se afirman generosas ante mi presencia? Y todas cumplen su función y han acogido a familias, a negociantes, a artesanos, a guerreros, a esclavos o a las castas que rigieron, combinando poder y religión, civilizaciones enteras. ¿Cómo reconocerlas a todas ellas, cuando ante mi mirada despliegan masas informes de restos pétreos como si su suelo fuera campo de cultivo de la destrucción? 

Al explorador erudito los perímetros que va distinguiendo en medio de la incuria de siglos, que es tanto como decir del olvido más extremo, le hablan de murallas y calzadas, de templos y mansiones, de talleres y cuarteles, de lugares de recreo y de comercio. En definitiva, de convivencia, por lo tanto de vida intensa. Él, a cada paso que da, ve alzada de nuevo su pujanza. La imaginación es una mirada que sabe inexacta pero estimulante. Es parte de sus herramientas para rescatar lo pretérito. ¿Acertará o errará? Cualquier cosa, se responde, con tal de desentrañar el alma de una ciudad. Cualquier intento con tal de obtener pruebas de que las localizaciones de las que hablaban los textos literarios ancestrales han existido y han acogido vidas y quehaceres cuyos herederos somos nosotros. 

Agotado por el último viaje, pero no abatido. El sabio, en la taberna de aquel barrio levantado sobre tanta ruina, se relaja ante un vino grueso pero deleitoso. Un hombre joven que le mira largamente se sienta enfrente. Le habla con la musical campechanía del lugar. Tu ostentación hiere, teutón, pero te envidio, le espeta impertinente. Haces lo que quieres, aventurándote en los peligros de esta época. ¿No temes que te asalten? Es evidente, por la calidad de tu vestimenta, que dispones de recursos en tus faltriqueras y seguramente en la mansión que poseas allí de donde procedas. ¿Y si yo fuera uno de esos ladrones sanguinarios que desprecian la vida ajena si esta les deja a cambio una discreta riqueza?

El arqueólogo le ha escuchado sin gesticular. Incluso le sonríe con afabilidad. Está acostumbrado a tratar en los albergues de los caminos con todo tipo de  personajes. Mi riqueza, contesta al otro, es mantener ilusiones sobre mundos que ya no existen. Pero que siguen ahí como testigos de la historia humana. Desvelar lo que ocultan las entrañas de la tierra. Obtener el beneficio del conocimiento, que vale más que unos dineros o unos títulos de propiedad. El hombre con el que dialoga ríe, sin faltarle al respeto. No estaría yo tan seguro, le interrumpe. Si no tienes de qué vivir, ¿para qué te sirve conocer? Yo me conformo con distinguir los días de mi vida, entender un poco a los demás hombres, gozar de quienes se presten a un rato de solaz placentero y emborracharme cuando el vino penetra en mi sangre. ¿A qué otra cosa puedo aspirar?

El teutón ha pedido otra jarra al mesonero. Lo comparte con su inesperado amigo, que se siente cada vez más interesado por él. No deja de hacerle preguntas. Pero dime, ¿qué buscas en lo antiguo o, peor, en lo derrumbado y desaparecido? ¿Acaso que te acojan sus muertos y te revelen secretos que han ocultado por milenios? No les tientes, pues tienen mano vengativa. Hay muchos paisanos que han descendido a cuevas ocultas allá abajo y no han aparecido jamás. Cierto que algunos han conseguido sacar lo que ellos llaman tesoros: estatuas deterioradas, simples lápidas, pequeños ajuares, pero estos los han malvendido y las piedras han ido a parar a construcciones de ahora. Sí, la ciudad incómoda pero familiar en que vivimos ahora debe mucho a las piedras de esa otra ciudad que dicen que hubo. Los más pudientes han levantado sus edificios con el material heredado. Bastantes caminos están acondicionados con lajas de los que tú llamarías edificios nobles de otras culturas. Hasta los miserables saben aprovechar covachuelas y cloacas donde hacer vida. ¿Te das cuenta, teutón, de que si la gente quiere sobrevivir debe adaptarse a los tiempos incluso aprovechando lo poco salvable de otras épocas?

El sabio le escucha con atención y cierta perplejidad. Atiende a sus opiniones porque le gusta también palpar los entresijos del tiempo en que vive. Piensa que el advenedizo que se ha apoltronado aún más junto a él no tiene una visión tan limitada del mundo como le parecía al conocerle. ¿Cómo negar la conciencia clara de su vida, aunque probablemente se trate de un don nadie o pueda ser, como le ha dicho antes, un peligroso delincuente? 

Sienten próximos sus alientos agrios. La jarra se vacía y reclama que se ocupe de nuevo su volumen. El joven no le produce desconfianza. El hijo del zapatero, devenido en explorador de culturas soterradas, cree que puede enseñarle sobre el pasado y a su vez obtener de él otra clase de gratificaciones. Se miran con mutua y cordial perspicacia a lo largo de un silencio contenido. Me gustaría que me mostraras algunos de los objetos que has rescatado estos días, exclama de pronto el otro. He visto algunos en manos de vecinos y acaso te puedan ser provechosas mis informaciones. No tengo inconveniente, le responde el sabio. Podemos subir a mi alcoba. Te enseñaré a percibir los objetos con otra mirada.

 
  



* Retrato de Johann Joachim Winckelmann, por Anton von Maron, 1767.

lunes, 16 de enero de 2023

Nunca se fueron (cuento breve pero largo)

 



Nunca se fueron.


(Suele citarse hasta el aburrimiento aquel cuento de Augusto Monterroso sobre el dinosaurio como el cuento más breve de la historia. Hoy les propongo desde la comunidad castellanoleonesa, con temor, vergüenza y repugnancia, este otro de tres palabras, tan antiguo como el dinosaurio, pero más dramático)



* Fotografía de Francesc Català Roca.

viernes, 13 de enero de 2023

El actor y sus polifonías cruzadas

 



Anátragos tiene un día lleno de dudas. Exponiendo su torso al sol creciente y buscando el frescor de la costa no logra acertar con la máscara. ¿Te elijo a ti?, pregunta a la que sujeta de la mano dispuesto a probársela. ¿O me vendrás mejor tú?, inquiere a la de boca desmesurada. Ya sé que para estos casos tengo un modelo intermedio, pues los pasos de una obra nunca son uniformes.  

Anátragos sabe que para cada personaje que va a interpretar hay ya un rostro destinado. Ha actuado de ese modo infinidad de veces. Pero hoy quiere probar. Alternar las gesticulaciones hieráticas con una voz inadecuada. Si salgo a escena rompiendo la idea que tienen los espectadores tradicionalmente puedo convertir el espectáculo en un fracaso y, lo que es peor, que desprestigie el guion que el autor ha desarrollado con tanta entrega. Pero solo alterando el orden habitual puedo descubrir si suscito nuevas emociones y si la obra adquiere una dimensión que el escritor no previó. Si haces eso, le dice una máscara acusadoramente, nosotras mismas nos veremos afectadas, y mi capacidad satírica no sería entendida. Una máscara trágica es una máscara severa, cualquier cambio confundiría a la audiencia, que no comprendería mi gesto adusto y enfurecido, le señala otra de las carátulas. También pienso lo mismo, salta la que tiene boca y ojos curvados hacia arriba, sobre mi sentido de la ironía y el desparpajo. 

Anátragos perdió un brazo en aquella batalla naval que dicen que salvó a la ciudad, tras lo que tuvo que buscarse la vida como actor. Si antes de haberme presentado al comandante de la flota hubiera descubierto mi vocación no habría perdido mi brazo, se irrita en ocasiones. Pero, por el contrario, se consuela, de haber salido indemne del combate seguiría dedicando mis días y mis aptitudes al arte de la guerra, algo menos gratificante que lo que hago ahora. Hoy estoy a punto de iniciar otra batalla contra la costumbre del teatro. Pero ¿quién tiene la última palabra sobre la validez de este? ¿Un autor que a veces se plagia a sí mismo, confundido por los tiempos que le toca vivir y por las ideas en litigio,cambiantes y perturbadoras? ¿Acaso un actor como yo, que vive a rastras de las circunstancias y que no sabe bien para qué representa los roles? ¿O ese público que se las da de culto, pero que no tiene inconveniente en venir a escucharnos una y mil veces los mismos discursos sobre las penurias y contradicciones de la naturaleza humana?

Voy a salir ante los mil ojos que me esperan a provocar al público. Me veo un intermediario, más que un dócil transmisor de un argumento, entre dos polos aparentemente desiguales. El solitario escritor del que se acaba perdiendo su nombre y esa masa anónima que viene a oír lo que quiere, pero que en el fondo anhelaría presenciar una obra nueva y rompedora. ¿Por qué no invertir voces y máscaras, aun jugándome la reputación? A ello voy, pues sé que tengo como aliado este formidable teatro de piedra que nos sobrevivirá a todos.





* Relieve del poeta Meneandro, de entre los siglos I a.e.c y I d.e.c. Princeton University Art Museum.

martes, 10 de enero de 2023

Contemplación desde el no mundo

 








A veces me pregunto cómo veremos el mundo que hemos abandonado desde el otro lado, dice Max. Debe ser una visión muy interesante, le replico conteniendo la risa. Me habla moderado. No, no, hablo en serio. Debe ser incluso fascinante, no solo contemplar lo que hicimos o lo que hemos dejado de hacer, sino experimentar el último instante, ese vuelo postrero que tantearemos confusamente, donde yo creo que no hay la claridad que algunos dicen que se alcanza, ni llamada alguna, ni mano extendida de ningún no ser, porque donde vamos es un no lugar, y es que la caída te arrastra y acaso haya algún pájaro o un griterío lejano y disperso o un eco, eso, simplemente un eco, que en ese instante revolotee en nuestro cerebro casi rendido, y si lo hace, si aún se manifiesta alguna clase de recuerdos flotantes o súplicas no atendidas o voces incrédulas que intentan animarte, sabremos que del abandono no te libra ninguno de esos ejercicios de última hora, y con eso no quiero decir que no haya bondadosa intención en los que se quedan un tiempo más, que nos rodearán, tratarán de trasladar aliento con palabras, como si la palabra curase y más en el borde del desistimiento, pero, ¿sabes?, odiaría escuchar en esos instantes de cansancio insuperable el lamento inútil, me repugnaría que se acercasen rostros de conmiseración, y no sé siquiera hasta qué punto aceptaría una caricia o una palmada pues revelaría la impotencia de quienes se prestaran a ello, todo ese afán de interferir en el último kilómetro de la vida de un hombre es ridículo, y nada vale escuchar a los sabiondos de turno, que los hay, y estarán allí diciendo que si te mueres es porque padecías de esto o de lo otro, que tenías un día señalado, que es el destino o la voluntad de no sé qué ser no ser que suelen nombrar algunos, en fin, esa serie de tópicos de charla de ascensor, como si ellos, los testigos supervivientes, no fueran a acabar también por una aleatoria causa que su biología personal les tenga reservada, y solo pensar que uno no tenga la paz de su soledad ineludible y concluyente en esa caída, pues no en otra cosa consiste el paso de dejar de estar en el mundo, me afectaría, y qué puede pedir uno sino un punto de reconciliación con el humo de lo vivido, mientras el paisaje adquiere toda la opacidad que no hubieras imaginado jamás. 



http://elhombreenlanochesilenciosa.blogspot.com/2023/01/temblor-de-la-tierra.html


* Ilustración de Inés González Soria.

domingo, 8 de enero de 2023

Sinfonía para un asedio. Shostakóvich y Leningrado

 


¿Te gusta esta carne de perro, Grigori? No sé si me gusta, camarada. Nunca la había probado. Yo tampoco, pero o nos la comemos o pasamos de famélicos a inertes para siempre. Hay un truco para esto, Grigori. ¿Ah, sí? No lo hubiera imaginado. Todo consiste en que cuando no hay otra cosa y tienes que sobrevivir, la memoria de lo comido durante toda nuestra vida se impone. Y qué adelanto yo. Adelantas, Grigori, que debes convencerte a ti mismo de que estás comiendo guisos o asados que hacía tu madre Un ejercicio difícil, aquello sí sabía a gloria. También nos parecía un imposible que pudiésemos comer carne de gato o de rata y es parte del menú si pillamos a los animales a mano. Tierna o no, con otro gusto al que nuestros estómagos no estaban acostumbrados, lo verdadero es, Grigori, que o lo comes o te vas al infierno por vía propia, no porque los alemanes te metan metralla. Parecería al menos más heroico si me acertara uno de sus disparos, camarada. ¿Y esto no es heroico? Resistir día tras día, semana tras semana, mes a mes. ¿Cuánto tiempo llevamos así? ¿Dos años o más? He perdido la cuenta, camarada, para qué contar. A veces me pregunto si no hubiera sido mejor que todos hubiésemos abandonado la ciudad. ¿Es que nos lo hubieran permitido los nuestros, Grigori? Además marcharnos, ¿a dónde? Tampoco era cuestión de dar el gustazo a los teutones dejándoles el suelo para ellos solos. Claro que de la heroicidad no se vive. El que no está pereciendo por hambre se muere enfermo o desesperado pone fin voluntariamente a su vida, como hacen otros aunque no se hable de ello. ¿Sabes que en casa de Lev, o mejor dicho entre las ruinas de aquel edificio, han comido algo inimaginable, lo que jamás podríamos pensar que se está comiendo? Algo he oído, y nos parecía que era cosa de tribus primitivas, camarada. Hasta que extremos hemos llegado. ¿No lo prohíbe la religión o la moral? Me horrorizas lo que me confirmas. Pues no descartes que no nos suceda también a nosotros, Grigori. La religión y la moral sucumbieron hace tiempo ante este destino cruel, si bien todavía tanta gente se refugia en lo que ha perdido. En los recuerdos, en sus creencias ancestrales, en el anhelo de un orden nuevo que aguanta como puede y del que muchos, si me lo permites, Grigori, tampoco estamos satisfechos. Agáchate, que esta viene directamente hacia nosotros.

(La explosión corta el diálogo)




* Sirva este diálogo fingido como lamento y evocación de las penurias de una ciudad, Leningrado, entre 1941 y 1944 debido al asedio a que fue sometida por el ejército alemán.  También como homenaje a la resistencia ciudadana. Dmitri Shostakóvich compuso la Sinfonía nº 7 en honor y estímulo para aquella resistencia y fue interpretada en 1942, en pleno cerco, en el espacio de la Orquesta Sinfónica de Leningrado. 

Vladímir Putin, su casta y su Estado Mayor, y la sociedad rusa actual deberían recordar la barbarie que sufrió la ciudad de Leningrado (y tantas otras) y actuar en consecuencia para evitar males a los ucranianos. Pero esto seguramente es pedir peras al olmo.




jueves, 5 de enero de 2023

El escritor Jaroslav Hašek se pone en el lugar del buen Svejk

 




















Jaroslav H., preséntese a la mayor brevedad en la oficina de reclutamiento. La voz del hombre de la bicicleta fue imperativa. Jaroslav H. recogió la citación. ¿Me han encontrado trabajo?, preguntó con rostro radiante. Y añadió: ¿es imprescindible ir ya? Porque estaba a punto de partir para Mariánské Lázne. ¿A tomar las aguas o a la feria de la pilsen?, ironizó el otro. El bueno de Jaroslav H. se hizo el despistado. Pero ya que me ofrecen aquí una actividad remunerada acudiré en cuanto me vista, asintió. Un trabajo extra y con excelente perspectiva, sí, vociferó el de la bici mientras se alejaba entre risas. Le conviene ir cuanto antes, pues o deja que le recluten o le hacen recluso. Oiga, señor, gritó nuestro hombre al empleado, que se detuvo en seco. ¿Tiene garantizada comida y cama un recluso? Por supuesto, qué se cree, nuestro emperador es humano, rezongó el otro. ¿Y el recluta?, insistió Jaroslav H. El recadero se rascó el cogote. Todavía con más mérito, naturalmente, siempre que no cause baja definitiva. Pero no piense ahora en ello. Todo valor demostrado para defender la patria obtendrá su premio y, como poco, una digna pensión. Jaroslav H. echó una buena bocanada de su pipa. ¿También en la otra vida?, se despidió con parsimonia mientras agitaba la carta de emplazamiento. Me lo pensaré. Debo elegir entre una vida acomodada o conocer mundo.




* Esta broma es para mostrar mi reconocimiento al checo Jaroslav Hašek (30.4.1883 - 3.1.1923), de cuya desaparición acaban de cumplirse cien años. Es autor de la formidable narración Las aventuras del buen soldado Svejk, que otros traducen como Las aventuras del valeroso soldado Schwejk y otros Los destinos del buen soldado Svejk durante la guerra mundial.





Imágenes: Fotografía de Jaroslav Hašek e ilustración de Josef Lada.


lunes, 2 de enero de 2023

El león y el niño (o viceversa)

 



Cuando el león abrió sus fauces y rugió el niño solo hizo un gesto de asombro. ¿No te asustas?, preguntó la fiera. Si me hubieras dado miedo habría tenido que responder yo con otro rugido y eso no te habría gustado, dijo el niño dándoselas de listillo. 

El león se echó a reír, pringando con sus babas al intruso. Sería la primera vez que me hubiese inquietado, dijo enternecido por aquella salida briosa del pequeño. Y que no cejes en tu empeño de mantener mi agresiva mirada dice mucho de tu valor. ¿No te importa que te observe de cerca en tu fiereza?, preguntó el niño al comprobar que el otro mantenía su actitud aparente, si bien rebajada de tono. Es que siempre me he preguntado qué puede haber detrás de un león. Este comenzó a sentirse desarmado. Si se lo digo no me creerá. Si le dejo que mire más allá de mi gesto severo y de mi enorme boca de colmillos afilados acaso se decepcionará. ¿Y cómo un niño que siempre ha admirado la prestancia de un león va llevarse un chasco? 

Bien, hagamos una cosa, yo te proporciono unas indicaciones y tú procuras portarte durante el tiempo que quieras como uno de los de mi especie, propuso a la criatura. ¿Como si fuera un cachorro?, y el niño puso un rostro de felicidad como aquel que se siente en ciernes de una metamorfosis que le va a permitir cumplir sus anhelos más imaginativos e íntimos. Como  un cachorro, como un casi león o como un león hecho y derecho, le ofreció el león. No, el mayor no, porque imagino que un león de esa edad también estará maltrecho y yo nunca quiero padecer, replicó el chico. Como un casi león no me atrae, porque ignoro qué hacen los casi leones y si sucede como con los humanos debe ser una edad difícil. Seré cachorro para jugar con tus hijos, ¿te parece? 

El león concedió su deseo y se dispuso a instruirle para que se condujese como un león de infancia, lo que apenas tardó en aprender el chaval. El león llevó a este a la retaguardia, allí donde los cachorros familiares retozaban. Tan pronto como el niño se encontró entre los hijos del león fue bien acogido y no tardó en integrarse y ser uno más de ellos. 

Pasaron algunos días y el león padre comenzó a inquietarse. Sus cachorros no se comportaban como lo hicieran ordinariamente. Jugaban de forma diferente, se hacían preguntas unos a otros, observaban el horizonte de distinta manera, gruñían con otra vocalización, se acariciaban de manera más apacible, comían con una parsimonia inhabitual, se mostraban reacios a ser obedientes, incluso dibujaban con sus pequeñas zarpas signos extraños sobre los troncos de baobab. En definitiva, querían siempre saber más, bien inquiriendo a la leona o dirigiéndose al mismo león tumbado a la bartola, que no era capaz de darles respuestas. 

Sus padres no se explicaban el extraño y novedoso instinto despertado en sus crías. Un día el león llamó aparte al niño y le habló con una sutileza inhabitual. Veo que te has integrado con ellos pronto y bien. ¿Has aprendido de la vida de los leones en esa etapa que va a ser decisiva para su supervivencia en el futuro? Por supuesto, dijo el chico. Y estoy muy contento por ello. Creo que voy a llevar lo aprendido a los míos para dárselo a conocer y así que haya más comprensión entre especies. Pero...hay algo que acaso te va a molestar. El león puso una cara indescifrable, como si temiera que el chico hubiera descubierto los secretos de su especie. ¿Qué?, y le salió un rugido quebrado e inseguro. Los cachorros quieren venir también. Dicen que el juego es más divertido conmigo, que se sienten leones pero que si la vida consiste en seguir jugando prefieren hacerlo con individuos como yo. 

El león ahogó un rugido. ¿De qué sacan ellos que la vida es un juego?, estalló. Pero siguió escuchando al chico. Les he insistido en que soy un niño solamente, que en mi mundo las personas mayores son otra cosa y no siempre saben ni quieren jugar ni poner buenas caras ni ayudarse entre ellas. El más listo de los cachorros dice que no le importa correr el riesgo, que ser leones en medio de un mundo de humanos puede aportar a estos algunos valores que no conocen. Mira, león, créeme que he hecho todo por disuadirles, pero están revueltos y mucho me temo que vuestra autoridad no vaya a poder con ellos. 

Ante la información que le estaba proporcionando el niño el león entró en una soberana confusión. Los trazos bondadosos del rostro le desaparecieron, la boca se volvió amenazadora, la melena parecía un manojo de púas dispuestas a defenderse de un enemigo. Colocó por instinto todo el cuerpo en una postura típica de quien va a hacerse valer. Mi territorio es mío, pensó. Mis retoños también son míos. Y la leona, cuando se deja, me pertenece, si bien no se deja casi nunca, ironizó para sí. 

Pero la reacción del león no se trataba más que de una pose para impresionar, pues se encontraba desconcertado, sintiéndose culpable de haber introducido a aquel entrometido en su hábitat.

El niño observó al león con lástima. Entendía el problema pues él también era un niño díscolo. Se acercó todo lo que pudo a sus fauces. Quiero ver lo que hay dentro de ti para ver si puedo librarte de tus pesares. ¿Mis pesares?, dijo atónito el león. Mis pesares sois tú y el maldito mundo que has venido a traer a mi ámbito, refunfuñó el otro animal. Además, dentro de mí solo encontrarás un mundo complicado de vísceras que yo ni siquiera conozco. Y eso si consigues superar la prueba del rastrillo cortante de mi boca. Mejor aléjate antes de que me arrepienta. Y rugió con malas pulgas.

Esta vez el niño se tomó en serio el consejo. Miró hacia donde se arremolinaban bulliciosos y traviesos los cachorros y con la mano hizo un ademán de despedida. Luego tomó una senda secreta que había descubierto los días en que había sido un león más, con objeto de evitar a los depredadores. Contempló por última vez la belleza de los baobabs cuyas ramas extensas parecían decirle adiós.

Durante un tramo del camino siguió escuchando los rugidos nerviosos de un enfado que reconocía. Apresuró su marcha para que aquellas voces salvajes se fueran difuminando. Al fin se perdieron y solo le llegó el monótono ruido que el viento hacía al levantar polvareda y esparcir los matorrales volátiles. Mas el extraño sonido de unas carreras a su espalda le puso en guardia. Se giró. La pequeña manada de cachorros con los que había convivido se había plantado ante él. ¿Nos ibas a dejar allí?, le increparon con sorna.