Lo ha repuesto. La mujer lo ha visto cuando ha entrado a ventilar el estudio. No entiende cómo puede aguantar su marido aquella atmósfera, preñada cada vez más de suciedad y de olores acerbos. La estancia sigue desbordada de huellas, como es habitual, marcas que se depositan por todas partes, sin que estén libres de ellas ni la cama turca ni los muebles ni las paredes ni el tapiz persa ni los kilims otomanos ni el bargueño florentino ni los recuerdos. Ella siempre había aceptado que el gabinete de un pintor tiene que estar sujeto por su propia naturaleza a las leyes de la improvisación y del desorden. Pero él ha traspasado el límite entre su caprichoso albedrío, donde se desatan movimientos espontáneos y desenfrenados, y una mínima condición de higiene. Y esto a ella le repugna. El aroma concentrado de tabaco de las Antillas marea. La cama revuelta muestra unas sábanas arrugadas y sudorosas. Corre las cortinas infectas. Desplaza las contraventanas con energía. Recoge algunos libros y botes de pintura que están por el suelo, pero se arrepiente. Vuelve a dejarlos con desdén. Los libros, no. Ellos no tienen por qué pagar las extravagancias del pintor. Si la inspiración y las ideas flotaran entre el marasmo del cuarto y se escapasen en ese instante a ella le daría igual. Sospecha. ¿No se le estarán fugando más bien a él de su cabeza? Una ira repentina se apodera de ella. La vuelca contra los objetos. Teme no controlarse. La luz se catapulta sobre el interior. El cielo se abre allí mismo. Ve que la imagen de la mujer del cuadro se ha alterado, que ha recibido otros toques de color. Nuevas pinceladas entrecruzadas y superpuestas subrayan un rostro liviano, ausente, extranjero. Tiene un aire más nórdico. No reconoce a la mujer, pero hay algo en ella que le sugiere. Su piel es pálida y el cuello, estrecho pero grácil, cabalga sobre unos hombros pequeños y medidos. Se insinúa un torso en cuya levedad se pierde, pero unas ajustadas y precisas prominencias lo remarcan. Están dotadas de una consistencia delicada. La desconocida mujer del cuadro, sin ser bella, es una mujer especial, con cierto magnetismo, y cuya mirada no parece pertenecer al pasado. Tal vez se trata de una mujer anclada como un pecio en la vida de su marido, pero que no quiere desaparecer. Eso barrunta. ¿Hasta qué punto ella adivina en esos ojos un brillo vinculante, una actitud oferente y que reclama? Quiere pensar que es una modelo, una experimentación ocasional, una incursión arriesgada en territorios de nuevas recreaciones. ¿Debe preguntárselo al autor? ¿Debe llamarle e inquirirle directamente? Ella revisa por su cuenta la memoria de lo pretérito. Repasa los años de separaciones elegidas, de viajes por separado, de aislamientos forzosos. Qué lo mismo da, piensa. Al fin y al cabo, la respuesta estará en el acabado. Y si no lo termina, ¿se seguirá imponiendo el enigma? Ella no sabe que Maren Olsen no existió para formar parte de un retrato inconcluso. Desconoce que la mujer de un lejano fiordo sigue siendo la remembranza, pero también el deseo vivo, del hombre con el que permanece. Y que por esa misteriosa y apasionada razón oculta, él jamás terminará el retrato. Es su manera de alimentar una fidelidad ajena e imposible. Exista o no la mujer del Norte, el pintor se entrega desde sus soledades a la veneración subterránea de un arrebato.
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