La corriente sanea la estancia, pero no logra desprender los pensamientos incrustados allá adentro. Entre sus paredes hay suspiros y exclamaciones premonitorias. Pero también negaciones y llantos. Rebotan entre sus contornos antiguos ecos y oscuras invocaciones. Cuántos demonios no habrán incidido sobre la carne del artista hasta ofrecerle la compra de su alma. Los silencios no existen en aquel cuarto más que en forma de una paralización transitoria. Como una apariencia. La falta circunstancial de sonidos o de vocalización no implica renuncia al lenguaje interior, ni sustituye la tenacidad de la voluntad ni doblega el desafío de la imaginación. Todo sigue su curso frenético. El suelo está desgastado por las pisadas incesantes del hombre y las sustancias desprendidas de los recipientes corroen lentamente la tarima. Es una muestra más de la erosión de la vida, el precio de la actividad agotadora. También es el balance de un asentamiento que se agota poco a poco. Las sombras que se apoderan del espacio surgen desde el fondo de los lienzos. Y se apoderan de los vivos. La luz exterior interrumpe como una intrusa, pero no renueva nada, no transfigura ni desata éxtasis alguno. El aire se anuncia solamente como un mensajero de una vida ya no vivida. Ella lo sabe y según se mueve por la habitación lo ve más claro. Los años transcurridos junto al pintor son tan sólo una cifra, bastante memoria y ahora una incertidumbre cargada de angustia. Él ha vivido desde hace tiempo en una frontera desquiciante entre lo próximo y lo alejado. Su obra enseña y oculta a la vez. En sus cuadros hay siempre un tema que parece consentir y aportar veracidad, y sin embargo las tonalidades imponen sus claroscuros como ángeles exterminadores de cada minuto de su existencia. La mujer, lúcida y expectante, se siente allí enormemente apesadumbrada. Hay demasiados signos a su alrededor que debe interpretar. Que están reclamando actitudes nuevas. Instinto de supervivencia, quizás. Ha entrado de pronto su marido en el estudio y se han mirado. A ciertas alturas de una soledad compartida pueden mirarse y comprenderse, sin mayores aspavientos. ¿O tendrían que representar sorprenderse? Ambos desvían la mirada por inercia hacia el cuadro de la mujer vaporosa. Ella duda si preguntar. El silencio es tan tenso que se transforma en ruido dentro de sus cerebros. Adivina en el hombre un abatimiento extraordinario y descubre en el brillo de sus ojos desamparo.
Tal vez si empleas un color menos tenue, acaso si das a sus labios otro matiz, le propone. Él toma la paleta con una mano, se apresta con el pincel, mezcla varios tonos más vivos.
Tal vez, musita apagadamente.
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