Hay veces que sólo le apetece a uno pararse ante unos colores. Ver en ellos exclusivamente el color. Adivinar su mensaje. Tras ellos la luz, que los nace. Comparar otras visiones o recordar otros viajes es innecesario. Los colores en sí mismos tienen que decir. Imagina que madrugas y que te diriges hacia el Orto. Imagina que estás desnudo y caminas hacia una luz imprecisa. Y que la luz te va cubriendo. O acaso deslumbrando. Y que tu cuerpo no cuenta. Y que la materia no existe porque las tinieblas la han vuelto evanescente. Y que el paisaje se supone pero no se comprueba. Que sólo te cubre su lento despertar. Que los colores desfilan y toman los territorios que tú y los tuyos creíais, oh falsos antiguos, poseer. Hay veces que abandonarse a los colores no es descubrir los días sino intuir las noches. Deseas heredar de ellos un silencio primitivo. Aquella lasitud de las cavernas donde los colores existen pero no se perciben. Deseas curar tu ansiedad en el color que calma. Todo debe ser más lento. Entre las sábanas con las que te cubres los colores destellan como obsequios del azar. Invocas estos colores. Los que te hablan y te apaciguan. Los que se dispersan entre las paredes de tu cuerpo y los que acarician tu carne. Admiras el perfil de la madrugada. Te asomas a la terraza y buscas el oriente. Permanece quieto. Permanece atento. Van llegando. Como una cabalgata de vida.
Aprobado
Hace 8 minutos
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