Va cayendo la tarde, y las sombras se apoderan de la casa. Hay rincones y tramos de pasillos que juegan sobre su superficie como fichas de damas. La mujer se desplaza hipnóticamente. La casa la resulta cada vez más grande y menos acogedora. Los muebles que han ido adquiriendo ocupan discreta y parcialmente los suelos. Pequeños cuadros de las primeras etapas de él pretenden la conquista pusilánime de algunas paredes favorecidas por la luz. Lleva casi tres días sin ver al pintor. La ensoñación en que ella cayó la otra noche ante el espejo no la ha salvado. Ha vuelto a recogerse la cabellera, y el deslumbramiento de su soltura se preserva de nuevo en un tocado mesurado y prudente. De esta manera muestra la finura de su cuello, con la que gusta de recrearse cuando se ve reflejada ante las cristaleras. Arrastra una pesadumbre desconocida, inédita. Ha podido hasta ahora. Pero ni las lecturas, ni las visitas a Gertrud, ni el acercamiento hasta la ciudad próxima la elevan. Un extraño temor por la pérdida de su sentido en aquella mansión olvidada del mundo la atrapa. La última propuesta que hizo a su marido para mudarse no tuvo eco. Él necesita continuar allí. Se ha encerrado entre las paredes de la casa y las de su cráneo, y esa actitud le hace rehuir a la gente. Apenas salen juntos a pasear por las arboledas, como hicieran antes. Sólo cuando necesitan acaparar alimentos o recabar útiles de subsistencia se desplazan a la pequeña ciudad. Es entonces cuando hacen noche y se muestran como ciudadanos tradicionales, a la conquista de la curiosidad y de las innovaciones. Por uno o dos días casi parecen un vínculo incólume. Se muestran entrañables, comunicativos, afectuosos. Ella comprende que una pareja no puede ni debe agobiarse con una continua presencia compartida. Entre otras cosas, porque cree que ha llegado un momento en que lo que se intenta compartir no es sino vacíos. Lo que a ambos les reclama tienen formas y objetivos diferentes. Ella empieza a sospechar que lejanos, incluso. Está agitada, además. La última ocasión en que se acercó al pueblo pasó por la estafeta del correo y halló una carta inesperada. Hacía más de un mes que estaba fechada en Dresde y enseguida reconoció cierta caligrafía inconoclasta. El texto era breve, nada novedoso, podría decirse que tan sólo poseía el tono de un contacto leve, de una cata en el tiempo. La firmaba cierto Max Winternitz. Ella casi no recordaba el apellido. Le comunicaba que no tardando mucho tenía que realizar un viaje muy al norte y para ello debía atravesar la región. Como se había enterado por antiguos amigos comunes de que vivía en este extraviado territorio el citado Max manifestaba su deseo de verla. Era una ocasión única, afirmaba. E insólita, apuntilló la mujer para sí misma.
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