Se ha sentado ante el espejo. Está cansada del día, pero su desnudez rosácea permanece fresca y solícita. Hay un ofrecimiento y una propuesta de concesión en su cuerpo abundante. Ella no desea contemplarse, sino que la contemplen. Ha encontrado de buen talante al pintor, en los escasos ratos en que se ha cruzado con él. Éste ha esgrimido una mirada que ha sido una sugerencia, y ha rotado en torno a ella con un movimiento envolvente en el que aleteaba la caricia. Mas ella se ha mostrado con una altivez desdeñosa. Ahora la mujer se arrepiente. Nada hay más inútil que intentar combinar atracción y desdén. Nada más desgarrador que sentir que te está azuzando el deseo y no te dejas apreciar. Intuye que en cualquier momento puede cambiar el rumbo, si es capaz de hacer variar los propios vientos de la navegación. A los hombres es fácil conducirles entre las mareas hasta las rocas, no todos son Ulises, se repite. Necesita imponerse a esa efigie pálida que extravía su aflicción en el estudio de las sombras. Después de todo, una representación no es más que una representación, y eso era ya así desde Platón, se consuela. Conoce algo a los artistas. Sus mentes, ya se sabe, son oscuras covachuelas de alquimia debatiéndose continuamente entre la apariencia y lo real. Admite que tal vez el arte no dé la clave de la vida humana, que acaso no la resuelva, pero por lo menos la cuestiona, la saca de sus letargos de inconsistencia y debilidad. La dota de brío. Eso es lo que tanto le entusiasmó siempre del hombre que pinta. Pero vincularse a un espectro víctima de su propia creatividad es excesivo. La mujer considera que ya es difícil de por sí soportar a un artista en su estado particular, pero convivir con él es un ejercicio arriesgado. Ser esposa de un artista resulta, a la larga, un oficio de insensatez. Nunca se había sentido alterada por la obra que el pintor explora. Siempre tuvo claro que no podía ni debía oponerse a sus divagaciones y a sus búsquedas. Estimaba sus prospecciones, se excitaba con sus descubrimientos, se enorgullecía con el reconocimiento ajeno tanto como se irritaba con los desprecios de que fue objeto. Nunca se crea a gusto de todos, y menos que nada para los propios colegas. El problema tiene lugar cuando la aparente pero delicada línea que separa al sujeto creador del objeto creativo se desvanece. Ella teme que él no reconoce ese límite. Le preocupa que esas obras figurativas donde él ha superado el puro tratamiento académico dándolas con su propia sangre personalidad, esto es, llenándolas de la luz que genera temporalidad, fomentando un tipo de escena donde no hay costumbrismo sino ampliación y conquista del espacio, contrastando los tonos para sobredimensionar y proyectar los objetos, le angustia que incluso esa consagración pueda ser objeto de blasfemia. Y entre en una fase rompedora, donde es su alma la que se está partiendo. ¿O hay algo más? ¿Hay algo oculto en su pasado que se ha vuelto perseguidor? ¿Qué tiene pendiente y con quién, para que se enfrente a una batalla con la imagen de la perturbación? Ella se exhibe ante el espejo y cuestiona y recela de las locuras del hombre. Pero, ¿tiene ella derecho a preguntar? Siente que unos dedos afilados le deshacen el recogimiento de los cabellos. Unas manos alargadas elevan desde atrás sus hombros. Luego el contacto húmedo y cálido de unos labios sobre el cuello. Se abandona a la presión de unos brazos dispuestos a alzarla en cruz.
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